En esta sección se reproducen textos críticos de singular importancia dedicados a la poesía. Se trata de un archivo de crítica y teoría sobre poesía y performance en sus diferentes soportes.
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Esteban Buch / Felipe Cussen / Jorge Monteleone / Julio Ramos
El sexo en la voz *
Esteban Buch
Un bebé llora en medio de la noche. Lo dejan llorar, le permiten esa libertad. Me despierto sobresaltado. Su voz penetra en mis oídos una y otra vez, mete mi cabeza bajo la almohada, dobla mis piernas entre las sábanas, captura mi plexo solar, me empuja, aterrado, hacia el insomnio. En ese sueño de vigilia todo es crueldad: su padre que no lo alza, su madre de pechos ausentes, su deseo de leche que no se extingue, y la imagen virtual de su garganta abierta al mundo, en donde nada es diente, todo es resonancia. Ya la primera vez que abrió la boca yo estaba perdido, a menos que sea la segunda, o la tercera (¿qué oímos cuando estamos dormidos? ¿qué decir de una serie sin sus primeros miembros?). Queriendo huir de mi ansiedad me refugio en el análisis. Mi cabeza evoca antiguos gestos expresivos, que imagino dibujados con uñas de guitarrista en algún pizarrón. Sus frases tienen casi todas la misma forma: un ataque agudo, con un violento golpe de glotis; una desinencia en forma de derrumbe vegetal; y un silencio que, cada vez, deja creer que todo ha terminado, para luego ceder, como un himen, ante el próximo golpe. El motivo rítmico es de los que antes los musicólogos llamaban femeninos: con un final débil. La melodía es de las que en principio liberan tensión: descendente. Pero su canto, emblema sonoro de la inocencia, tiene para mis oídos la prepotencia de los violadores.
“El punto de reexposición del primer movimiento de la Novena es uno de los momentos más horribles de toda la música, pues la cuidadosa preparación de la cadencia ha llevado en su frustración a acumular una energía que finalmente explota en la rabia asesina de un violador incapaz de alcanzar el goce”. La escandalosa frase de Susan McClary, lanzada en la época heroica de la musicología feminista, no ha dejado de generar controversias. Como lo ha señalado Nicholas Cook, éstas prueban por lo menos que algo en la música de Beethoven la vuelve plausible. Acaso sea el modelo económico de la energía, que inspira aquí tanto la imagen de la sexualidad masculina como la del proceso musical. Ese que dice: cuanto más tiempo se posterga la eyaculación, más intenso es el orgasmo; cuanto más elaborado es el retorno de la tónica, más convincente es su efecto de clausura. No sé si podrá saberse cuánto de esa analogía, que en algún momento adoptó la modernidad, es natural. En música como en otros ámbitos, la polaridad entre cultura y naturaleza a menudo logra hacer inaudible un objeto sonoro. Pero no hay que negarle todo sentido, como lo sabe cualquiera que al cojer o masturbarse con música alguna vez haya esperado su final para acabar. Lo difícil es distinguir, desde el punto de vista de la forma, la impotencia del violador que galopa, la estrategia tántrica del hombre que espera, la sabiduría de la mujer que goza sin eyacular. Así son en música los procesos abiertos, no direccionales, de Debussy, Morton Feldman, Ornette Coleman, el primer Pink Floyd, Saint-Germain.
Reconstruction de chansons qui ont été chantées à Christian Boltanski (1944-1946): Christian Boltanski nació en 1944, la obra que lleva ese título fue grabada en 1972. No hay por qué dudar del título: se trata de canciones que le cantaron cuando era un bebé. Su voz de adulto repite allí interminablemente dos melodías, o restos de melodías, yuxtapuestas, Fais dodo Colas mon p’tit frère y las tres notas equivalentes al comienzo de Ya lloviendo está, también conocida como Three blind mice. Hay en su boca una serie de alturas imprecisas, pero su obstinación es irreprochable: una vez la secuencia pregunta/respuesta de la primera, completa; luego cuatro veces las tres notas incompletas, y vuelta a empezar. No hay texto, sólo un canturreo nasal. Suena un poco loco, como un esquizofrénico apichonado en algún rincón de clínica, que pasaría, como Donizetti enfermo de sífilis, de las canciones infantiles a la masturbación compulsiva. Pero mejor no exagerar con el diagnóstico. Mejor oír tan sólo la manía íntima de quien se aferra a un recuerdo que lo haga dormir. La “reconstrucción” de esas canciones, obra sonora de un artista plástico que construyó toda su carrera en torno a los restos materiales y virtuales de su vida, su infancia sobre todo, es antes que nada vivencia residual de una primera música. Un canto que imagino materno, y que exorciza en el bebé el vértigo nocturno de un mundo en donde sólo tendría oídos un vecino insomne.
Me pregunto cuál es la fuerza, teórica o biográfica, que hace que, queriendo hablar del sexo de la música, comience por estas situaciones tan poco eróticas: un bebé que llora, una violación, una regresión. Debe ser una deriva neurótica. O psicoanalítica, a pesar de lo poco que a Freud le interesaron la música y el sonido despojados de su rol de significante. La sospecha, o la premisa, es que el oído es un órgano abierto a la pulsión, gracias al cual el mundo viene en nosotros como un flujo. Y eso que frente a la omnipotencia de la representación, lo sonoro puede parecer periférico, como subordinado. Por algo el negocio de la pornografía produce tan pocos sonidos sin imagen, comparado con lo que producen sus imágenes, en movimiento o no. Pero casi no hay encuentro amoroso que no surja en un ritual con música de fondo o de baile o de práctica, de charlas en donde se comparten los gustos musicales como metáforas de lo común de las almas y los cuerpos. Sí, la industria musical del corazón moviliza millones de voces al servicio del acercamiento de los cuerpos. Y si no que lo digan los que bailan tango. Es lo que se llama música funcional, que incluye la música a la que dicen absoluta, o sea sin función. Muchas parejas hacen el amor escuchando música, y lo que hacen con la música cuando hacen el amor es un ámbito que no conocen, creo, los etnomusicólogos. Y en internet existen algunos sitios de donde bajar orgasmos femeninos en mp3. Y hay una mujer que gusta de encender bajo su cama un grabador con los jadeos y murmullos de su amante ausente sobre su cuerpo, a los que ella respondía entonces y sigue respondiendo ahora, improvisando así una extraña música mixta para voz de mujer desnuda y pareja en banda magnética.
Incluso algunos compositores hombres han sentido que en los ritmos del goce femenino yace la forma de una obra musical: la Sonata erótica de Erwin Schulhoff, dadaísta de Praga, quien la escribió en 1919, apenas vuelto de la guerra, für Solo-Muttertrompete. Una obra de teatro musical para una actriz-cantante que, interpretada por Loes Luca, no puedo escuchar sin excitarme. Bitte, nicht dort! Parece la grabación en vivo de una mujer cojiendo en un cuarto de hotel descascarado, y sin embargo cada uno de sus momentos puede ser transpuesto en una retórica musical del gesto de la carne. Su material primero es un motivo de jadeo, con su ataque brusco y la desinencia hacia arriba o hacia abajo, insistiendo según el tempo que producen sus pulmones al vaciarse de un golpe de diafragma que repercute en el sexo. Su voz debe ser como sus piernas, las piernas de la larga intérprete de una voluntad ajena, la de un hombre que ha hecho de ella una trompeta materna. Y sin embargo, la comprende. La partitura llega al clímax, y esa cumbre de tensiones inducidas por aceleración y crescendo, con la percusión rítmica de los resortes de una vieja cama, no desemboca en el silencio, como las cadencias beethovenianas luego de la tónica o los clientes mal desvestidos manoteando un cigarrillo, sino en un retorno cómplice a un diálogo de bidet. Was hast Du denn unter gemacht?
La prostituta de Schulhoff no convoca a la muerte, como lo hace su contemporánea Lulu. La música erótica aprendió a olvidarse de la muerte, y ahora se dedica a convocarla sólo en sus lapsus. Pero su origen, por lo menos en Europa, fue un erotismo casi necrofílico, que no le habrá disgustado a George Bataille. El primer gran músico erótico fue sin duda Claudio Monteverdi. A menos que haya sido Carlo Gesualdo. Tomo uno de los madrigales de Monteverdi, del cuarto libro, para cinco voces: Si ch’io vorrei morire. Empieza solemne, casi pomposo: sí, quisiera morir, y lo repite tres veces, yendo de lo agudo a lo grave. Pero una vez alcanzado ese registro bajo se entiende el por qué de tanto entusiasmo por el fin, con la segunda parte de la frase: ahora que beso la bella boca de mi amado corazón. Y no se trata de un beso platónico, pues sobre la dulce lengua del amante las voces se frotan, disonantes, y de esa tensión creciente y polifónica aparece, terso como una piel, en las cinco partes homófonas, el lugar o el destino del deseo, que es extinguirse, o acabar en tu blanco seno. El abrazo de las voces agudas deja paso a la enumeración de la amada: Ahi bocca ahi baci ahi lingua torrna dire: Si ch’io vorrei morire. Las partes del besar son también las de proferir por el canto el deseo de irse.
Es que tal vez el erotismo musical deba ser el sonido de algún abismo ambiguo. Je t’aime moi non plus, de Serge Gainsbourg, lo dice en el título y lo retoma en el refrán, yo te amo gime ella, yo tampoco murmura él. ¿Qué clase de discurso es el cinismo amoroso? ¿Quién goza con él? ¿En qué oídos suena? Depende desde ya de quién sea la intención que lo canta, Brigitte Bardot o Jane Birkin, la versión de 1967, cuya difusión BB prohibió temiendo por su imagen, o la de 1969, cuando el amor de sweet lady Jane le hizo a Gainsbourg declarar al 69 année érotique. Pues la voz es parte del cuerpo, pero el sentido también lo es, y el contraste entre la voz rugosa de él, que casi habla, y la voz aguda de ella, que casi dice, exige el juego de palabras, intraducible, que le da a la canción, junto con el arreglo para orquesta de películas serie B, su verdadero centro: Je vais et je viens / entre tes reins / et je me retiens. Je vais, je baise: como una ola que va hacia la playa, y vuelve trayendo en lugar de arena fina el sonido de una caricia en el culo de pantalones gastados. La historia sigue el ritmo ordenado de una serie de estrofas. Pero la música sube, y llega, y algo en ese orgasmo huele a pornografía, y algo suena a humor, y hay algo de amor en los surcos soleados de aquel disco tirado entonces junto a tantas camas. Y en el medio esta frase: L’amour physique est sans issue. Por eso sigue despertando sensaciones llenas de carne inteligente.
Igual somos libres de excitarnos con lo que se nos cante. En ese sentido la música erótica no existe como tal. Recuerdo haberle oído decir seriamente a un poeta de edad mediana que la música más erótica que conocía era el Requiem de Mozart. Vaya a saber de cuántas mujeres poseídas junto al cajón de su madre pretendía acordarse, qué vanidades de trasnoche quería movilizar con su ejemplo. En todo caso no dio ninguna precisión, dejándonos imaginar si prefería desvestir a una muchacha con el grave crescendo del Introitus, echarla sobre la cama con el súbito estallar fugado del Kyrie eleison, o penetrarla a ritmo acelerado con el Confutatis maledictus. Yo no le creí, precisamente porque su juicio era global y la obra famosa, y todo parecía demasiado lógica infantil de distinción. Más bien supuse que en realidad prefería, como tantos, escuchar a Sade y su Smooth Operator. Pero si es por seguir con Mozart, hubiera podido asociar el último compás del Lacrimosa, conservado de puño y letra del agonizante, a un coitus interruptus. Pensándolo bien, se trata de una de las operaciones expresivas que al arte sonoro mejor le resultan, sobre todo cuando la interrupción viene llorada con las lágrimas de una virgen. Y no lo ilustra tanto el derrumbe de un compositor sobre su mesa de trabajo, que no es más que una anécdota. En teoría de la armonía, su mejor metáfora es cuando la cadencia no lleva a la tónica, como esperamos, sino a un grado vecino, que funciona como destino transitorio o ficticio. Se la llama cadencia evitada, o deceptiva, o rota.
La decepción más formidable de la historia de la música, en ese orden de cosas, no es de Mozart sino de Wagner. Es la aparición del acorde disonante que, al final de la segunda escena del segundo acto de Tristan e Isolde, anuncia la llegada de los perseguidores en el preciso instante en que los dos amantes están por alcanzar el clímax. El compositor se acordó de Schopenhauer y de la tradición hindú cuando su héroe se hizo pasar por su anagrama Tantris, dios del esperma retenido. Pero sin la maldad de Melot y la ceguera de Marke todo se habría detenido en un acorde mayor infinito. Igual el terror que en esa obra reemplaza al éxtasis de la cadencia perfecta no tiene nada de sensual, es sólo la muerte que viene a golpear a la puerta del amante, como el destino beethoveniano. A menos que sea sensual exactamente por eso, en el punto común del amor y el espanto. Mucho después, al final del tercer acto, Isolde alcanza sola sobre el cadáver de su amante el clímax que a los dos les fue negado, y muere. La obra se acaba sobre un acorde perfecto. Pero a esa altura para hallar de nuevo el goce lo mejor es remontar el tiempo, invertir el ojo del disco, la dirección de la cinta abierta, la memoria del proceso musical. Sospecho que incluso en retrógrado el gran dúo de amor, O sink hernieder, Nacht der Liebe, conservaría su vertiginosa capacidad de lubricar el mundo. Hasta podría imaginar un loop que, en ese tramo exacto, crearía un DJ con su muñeca yendo y viniendo sobre un disco de pasta antigua como si esa pasión eterna se encerrara en un jadeo tecnológico. Desciende, noche del amor, hazme olvidar que vivo, cantan ambos, y sus cuerpos se unen formando sonidos cuyas lentas transformaciones siguen de cerca el ritmo de un amor bien hecho. Paremos ahí, en ese lugar común de lo excitado.
Esteban Buch: Buenos Aires, 1963. Radicado desde 1990 en París, es profesor (directeur d’études) en la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales (EHESS). Especialista de las relaciones entre música y política en el siglo veinte, entre sus libros, escritos alternativamente en castellano y en francés, se cuentan Música, dictadura, resistencia. La Orquesta de París en Buenos Aires (en prensa), O juremos con gloria morir (1994, 2a. ed. 2013), El caso Schönberg (2006), The Bomarzo Affair (2003), La Novena de Beethoven (1999), Historia de un secreto (1994) y El pintor de la Suiza argentina (1991). También es autor de libretos de ópera, para Richter de Mario Lorenzo (2003) y Aliados de Sebastián Rivas (2013).
*Este ensayo fue publicado en la revista Hispamérica Nº 133, 2016 : 37-41. Agradecemos especialmente a Saúl Sosnowski el permiso para incluirlo en la sección « Archivo / crítica » de Caja de resonancia.