Los sonidos de la pandemia es un proyecto cuyo grupo de coordinación está formado por Luciana Di Leone (docente e investigadora UFRJ, FAPERJ, Brasil); Marcelo Díaz (escritor y coordinador de Nau poesía http://naupoesia.com/), Ignacio Iriarte (investigador UNMdP/ INHUS, CONICET) Raúl Minsburg (artista sonoro e investigador UNTREF) y Ana Porrúa (escritora e investigadora UNMdP / INHUS, CONICET).
La pandemia está llena de imágenes. El ojo tiene ya almacenadas algunas de ellas (barbijos, calles vacías, animales “salvajes” que aparecen en el medio de una ciudad, trajes sanitarios que emulan un imaginario espacial, versiones tecnológicas; modos de la distancia que se hacen palpables como una trama geométrica en la imagen de drone de una movilización rusa; o cadáveres en las veredas de la ciudad de Guayaquil que hacen visibles las políticas de estado en relación con la pandemia). También hemos visto los barbijos en movilizaciones más tradicionales como las que se produjeron en distintas ciudades de Estados Unidos a partir del asesinato de George Floyd por parte de la policía o las anticuarentena/ antiexpropiación de Vicentín en Argentina. A la ausencia de la multitud se superponen, casi como una contestación desviada, las imágenes de las calles repletas de gente en el centro de Campinas y otras ciudades de Brasil, o entrando a los shoppings reabiertos en San Juan de Puerto Rico.
Pero ¿cómo suena la pandemia? ¿Se trata de un pansonido? ¿De modulaciones y tonos similares? ¿Hay un sonido global? Y si no lo hubiese, ¿qué puntúa el sonido de la pandemia? ¿La clase social? ¿La naturaleza? ¿La economía? ¿La política? ¿La raza? En este sentido, habría que hablar de sonidos, así en plural. De una heterogeneidad escandida por distintas posiciones del sonido y ante el sonido; escandida por una cronología acústica de la pandemia pero también bajo la consideración del derecho al silencio e incluso del derecho al aislamiento. Podríamos pensar en la demarcación de distintos territorios sonoros que no son ajenos a las políticas sanitarias ni a las desigualdades económicas, pero que también dan cuenta de experiencias individuales y comunitarias.
Lo cierto es que los sonidos aparecieron como índices amplificados en un nuevo contexto, el del silencio (o algo parecido al silencio). En algunas zonas de las ciudades grandes no se escuchaba el rumor de la multitud, ni el que produce, en una sala de espera de un correo, una cantidad de gente que sigue siendo significante; no se escuchaba un masa sonora de fondo. ¿Se escucha ahora?. La cuarentena, en los distintos países, hizo de ese silencio un nuevo contexto. Se podría decir que el sonido tiene una nueva textura, algo del orden de la física del sonido se activa de manera distinta, de manera explícita o clara en el uso de tapabocas o barbijo (saludos, agradecimientos o insultos en un tono obturado). Sonido y movimiento están enlazados. El encierro, en algunos casos, dividió de manera distinta el adentro y el afuera. Los medios de transporte, los que estaban obligados a usar aquellos que no pueden aislarse porque continuaron trabajando, también se vieron afectados por el silencio, o por un silencio mayor.
Tal vez habría que volver a pensar ciertas cualidades del sonido, como su carácter intempestivo, “el sonido es el gran violador” dice Pascal Quignard, el que no sabe de tapicerías, de mediaciones, de filtros. También David Toop escribe sobre este carácter del sonido que alerta, por ejemplo en la literatura de terror (en el suspenso aparece un sonido que rompe el continuo). Y Roland Barthes antes pensó en una escucha, la primaria, la del animal, la de la supervivencia, que funciona a partir de estas señales sonoras como alertas: de la presa y del depredador.
Leyendo el artículo de Judith Butler titulado “Rastros humanos en las superficies del mundo” se nos ocurre preguntarnos si hay también una memoria acústica en los sonidos de la pandemia, si en la superficie de los sonidos escuchados en la pandemia hay rastros sonoros de lo laboral, de las luchas políticas, de la vida cotidiana, de ciertos modos culturales. ¿Hay sonidos nuevos? O más bien, ¿hay una nueva escucha de lo sonoro? ¿Qué memoria auditiva se activa en la pandemia?, ¿qué tipos de escucha, cuáles son los dispositivos del sonido? ¿Podría pensarse en la pandemia como un dispositivo sonoro? ¿Un dispositivo que amplifica, que devela otros sonidos? ¿Y cómo circula, cómo se propaga, qué da a escuchar la pandemia?
Nos proponemos escuchar los sonidos de la pandemia a partir de escuchas localizadas, especialmente en América Latina, e indagar esa experiencia, atravesándola. Y además abrir modos de reflexión que estén asociados a lo ensayístico, a la escritura, pero también a las producciones artísticas que se generen a partir de esa escucha, del registro, la reproducción y la manipulación de esa escucha (en realidad para Toop, como para Szendy no existe un oído limpio como no existe un ojo pelado para Didi-Huberman), su selección, su combinación. Dado que estas preguntas se vuelven al mismo tiempo urgentes e inabarcables, invitamos a artistas sonorxs, escritorxs e investigadorxs de distinta procedencia, a ensayar algunas respuestas o indagaciones.
Ningún personaje de la pandemia en la ciudad de New York me resulta más característico que el Rey Termal. Thermoking es el nombre en inglés. Es que en los peores días de abril las morgues de los hospitales no daban abasto con los muertos, y el gobierno del estado se puso a enviarles remolques frigoríficos. Los veíamos estacionados en los garajes traseros o en la calle. Adentro de estos volúmenes tan blancos estaban las estanterías de madera donde los enfermeros y otros empleados ponían a los cuerpos difuntos, para que se mantuvieran exentos de la corrupción hasta que las funerarias pudieran procesarlos. Thermoking es la empresa que domina el mercado del transporte frigorífico, y por eso los remolques que encontrábamos llevan siempre en el frente o el costado esta leyenda lamentable: el Rey Termal.
Cuando no había más lugar en los garajes de los hospitales y las calles adyacentes (o cuando los vecinos se quejaban) tenían que llevar los remolques a otros sitios. La más importante de las terminales estaba en la Isla Randall, en medio del East River, a doscientos metros acuáticos de Harlem. La isla aloja decenas de canchas de fútbol y béisbol, una planta procesadora de agua, un hospital psiquiátrico para pacientes peligrosos, un alojamiento para homeless, varios senderos que ondulan entre prados, una escuela de tenis dirigida por John McEnroe, y el Estadio Icahn, donde se realizan competiciones atléticas y conciertos, y en cuya inmediación hay un vasto campo asfaltado donde treinta reyes termales reposaban.
Mi mayor consuelo en los meses de la pandemia era repasar los textos de Edgar Allan Poe. Cuando fui a visitar la morgue improvisada de la Isla Randall, me senté en un pedrerío y leí en el teléfono un fantástico poema que les traduzco ahora en prosa. Lo recordé porque allí Poe realiza una distinción entre dos formas del silencio que me pareció describir bien la diferencia entre el silencio que imperaba allá en Manhattan y el silencio de aquí, junto al Estadio Icahn.
Hay ciertas cualidades –dice Poe–, ciertas cosas incorporales que tienen una doble vida y componen un signo de esa doble entidad que surge de la materia y la luz, que se muestra en lo sólido y la sombra. Hay un doble Silencio –mar y orilla, cuerpo y alma. Uno de ellos reside en los parajes solitarios donde la hierba acaba de crecer; encantos solemnes, memorias humanas y tristes tradiciones lo vuelven incapaz de horrorizarnos. El nombre que tiene es “Ya no”. Este es el silencio corporativo: ¡no le temas! Carece en sí mismo de la potencia del mal; pero si algún destino urgente, alguna desgracia inesperada te lleva a la presencia de su sombra (duende sin nombre que frecuenta los sitios que nadie jamás ha pisado), ¡encomiéndate a Dios!
Y yo me levanté alarmado al comprobar que no tenía ningún Dios a quien encomendarme.
Reinaldo Laddaga (Rosario, 1963) es profesor en la Universidad de Pennsylvania. Ha enseñado también en la Universidad de Princeton, en la Pontificia Universidad Católica de Rio de Janeiro y en la Universidad de Rosario. Es el autor de La euforia de Baltasar Brum (1999), Literaturas indigentes y placeres bajos. Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, Juan Rodolfo Wilcock (2000), Estética de la emergencia. Una nueva cultura de las artes (2006), Estética de laboratorio (2010), entre otros. Ver su página https://rladdaga.net/