En esta sección se reproducen poemas en sus diferentes formatos y soportes. Se trata de un archivo de textos, voces, videos, performances.

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Lezama Lima, José

José Lezama Lima nació en La Habana en 1910 y murió en la misma ciudad en 1976. Aunque provenía de una familia que había alcanzado alguna holgura económica, la muerte del padre, que se produjo cuando él tenía 9 años, impuso cierta austeridad, lo que lo obligó a trabajar por largo tiempo en empleos ajenos a la literatura. Con su título de abogado, que consiguió en 1938, obtuvo un puesto en un bufete y en 1940 ingresó al Consejo Superior de Defensa Social, en la cárcel del Castillo del Príncipe, en donde catalogaba expedientes de presos comunes. Cinco años después logró su traslado a la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. Durante ese tiempo fundó cuatro revistas, Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía y Orígenes, organizó una de las formaciones literarias más importantes de Cuba y publicó, entre otros, los poemarios Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945) y La fijeza (1949), junto con los libros de ensayos Analecta del reloj (1953), La expresión americana (1957) y Tratados en La Habana (1958). Después de la Revolución, a la que saludó con el fervoroso “Lectura”, su vida quedó bifurcada. En el plano laboral comenzó a dirigir el Departamento de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura, dos años después ocupó una de las vicepresidencias de la UNEAC y en 1965 ingresó al Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias. Durante ese tiempo publicó el poemario Dador (1960), la Antología de la poesía en Cuba (1963), Paradiso (1966), el libro de ensayos La cantidad hechiza y Poesía completa, ambos de 1970. En simultáneo, vivió situaciones nada animosas. Desde muy temprano se exiliaron sus hermanas y varios de sus amigos y padeció la escasez de alimentos y otros menesteres. Esto lo llevó a que en su correspondencia se quejara amargamente de la Revolución. Las sombras terminaron de cubrirlo con la denuncia que Herberto Padilla hizo en su confesión de 1971, en la que lo calificó de contrarrevolucionario. Lezama pasó sus últimos años aislado, escribiendo Oppiano Licario y el poemario Fragmentos a su imán.

Aunque el barroquismo de su estilo y la compleja colocación ideológica de su obra impiden una caracterización sintética de su vida, podemos vislumbrar su personalidad en las anécdotas que lo rodean. José Antonio Portuondo cuenta que a mediados de los años ’60 se produjo una polémica en el Instituto en el que trabajaba debido a que los empleados estaban demasiado pendientes de la hora de salida, lo que en ese momento se llamó, con una ingeniosa ocurrencia del socialismo tropical, relojismo. Vino entonces un representante de la Central de Trabajadores y se armó una asamblea para discutir el tema. Lezama tomó la palabra y dijo: “Yo quisiera que el compañero precisara un poco este concepto de relojismo. Porque cuando Napoleón Bonaparte llegó a Potsdam se robó un reloj que perteneció a Federico el Grande, pues se trataba del mismo que éste había usado en todas las batallas en las que salió victorioso. Pero resultó que la batalla siguiente Napoleón la perdió, porque no sabía que el reloj de Federico tenía quince minutos de atraso”. Cuando salió Paradiso se generó un cierto escándalo por la homosexualidad de la novela. Jesús Díaz se sintió muy preocupado por la influencia que la novela podría ejercer sobre la juventud. Reynaldo González recuerda que un librero se acercó a una reunión de la UNEAC para preguntar qué debía hacer con ella, si venderla o no. Para su desgracia, en la reunión se encontraba Lezama. Entonces éste le preguntó: “¿recuerda los zeppelines?”. Después del asombro ante semejante salida, el librero le confesó que los recordaba. Entonces Lezama le preguntó qué hacía cuando pasaba un zeppelín. Su interlocutor le contestó: “Nada. Lo veía pasar”. El escritor cerró el debate: “Pues haga lo mismo con el Paradiso: véalo pasar”.

Lezama fue uno de los hombres más singulares de la historia cubana. Si en medio de una asamblea podía recordar a Napoleón y Federico, si podía comparar una novela y un zeppelín, es porque no se avenía a las clasificaciones y había asimilado una frondosa y rara biblioteca. En su poesía, esta erudición aparece radicalizada, no sólo porque salpicaba los versos de alusiones, sino también porque utilizaba el lenguaje para comunicar menos un significado que un misterio. Profundamente religioso, como lo es la tradición romántica y simbolista que hereda, Lezama evoca un absoluto en cuya existencia creía con firmeza, aunque para hacerlo se veía obligado a mostrar desde el lenguaje la imposibilidad de alcanzarlo con plenitud.

Al escuchar los poemas que se presentan a continuación se descubre que el estilo de Lezama también se encuentra en su voz. En una carta le dice a Cintio Vitier que, cuando escribe, persigue un absoluto. Aunque siempre se escapa, “provoca estela o comunicación”. La sonoridad de su voz encarna esta idea. Como si fuera una suite de Debussy o una variación de La consagración de la primavera, su palabra se vuelve un vocerío que puede llegar a aturdir, pero tiene la extraña particularidad de resultar cautivante y, en el momento más alto, encuentra siempre una melodía clara, como si de golpe el caos sonoro cobrara forma. En su entonación hay, asimismo, una singularidad: por momentos cierra los versos o las oraciones levantando el tono, en lugar de bajarlo, como es lo habitual. ¿Esta rareza estaba ocasionada por el asma, enfermedad que lo obligaría a agudizar la voz, como si los pulmones se hincharan hasta el silbido? Puede ser. Pero lo único cierto es que su verso de volúmenes pétreos sube de golpe, como las torres de una catedral gótica, hacia la claridad del cielo.

Aunque en los poemas seleccionados Lezama se refiere a cuestiones disímiles como La Habana, Julián del Casal, Narciso o un animal tan ajeno a la poesía como un mulo, en todos busca conectar este mundo con un absoluto que él creía real. Su estilo y su voz brotan de esa convicción poética: son palabras oscuras, dichas con inspiración, como si salieran de un oráculo griego.  

 

I. I.