HISTORIAS SOBRE NIÑAS
Cuando por fin se decidieron a buscar en la cisterna, no pude resistirme a meter la cabeza por entre los cuerpos de los demás; en ese momento la vi flotando boca arriba, y comprendí que debí avisar antes a los tíos. Pero ahora ya era demasiado tarde, hace tiempo que estaba muerta. El vestido se le había levantado hasta taparle la cara, de manera que lo primero que vimos todos fueron sus piernas delgaduchas ( la prima siempre fue muy flaca), meciéndose al mismo ocioso ritmo del agua de la cisterna, que por estar encerrada casi no se movía; al contrario de las demás aguas, como la de los grifos o de la acequia, que no necesitan más que tener una oportunidad para escapar rugiendo antes que se las pueda controlar. Aunque en realidad el agua del grifo nunca es completamente libre, encerrada en las tuberías durante casi toda su vida, incluso en sus instantes de mayor esplendor, está sujeta a la voluntad de uno, que puede cerrar la llave en el momento en que le dé la gana. La que está realmente libre es la de la acequia, que corre sin descanso cantando a encontrarse con el río, y finalmente con el mar, que es a donde deben ir a parar todas las aguas que quieran obtener definitivamente su libertad.
Siempre me ha gustado mucho el agua, especialmente cuando está moviéndose, y muchas veces he sido sorprendida fabricando mares dentro de cualquier cosa que me pueda servir para contener el líquido. Porque el primer paso para fabricar un mar (aunque sea uno chiquito), es el agua, luego hay que echarle sal según se necesite, un poco de arena y finalmente hay que ponerle las olas: moviendo el agua, con un dedo, con toda la mano, con una taza o con cualquier cosa que pueda servir para este objeto, es decir, para mover el agua. Los mares tengo que hacerlos a escondidas, por que a mi mamá no le gusta que utilice tanta sal, pero lo que no se da cuenta es que si el mar no tiene sal entonces deja de ser mar. Pero cuando se está en la quinta de los abuelitos, no hay ninguna necesidad de fabricarse mares, porque aquí se tiene la acequia que es, ni más ni menos, como un río, siempre moviéndose, sin descansar nunca. Aquí se puede construir canales que lleven el agua hacía el huerto para que las plantas dejen de tener sed, o se puede hacer barcos con un palo y mandarlos a viajar. Los barcos pueden ir tripulados por insectos (las moscas no sirven porque vuelan y las abejas peor, porque además de volar, pican) que se sujetan a la embarcación con todas sus patas para no caer. A los barcos hay que seguirlos, corriendo por la orilla y ayudarlos cuando se quedan atrancados entre las hierbas y, si pasan de la cerca, puedo ver como se van cada vez más rápido, cada vez más lejos, mientras me quedo parada tras los alambres haciéndoles señas con la mano.
Es por eso que yo nunca me aburro cuando vengo donde los abuelitos, porque hay muchísimas cosas que hacer, no solo en la acequia sino también en todos los otros sitios: en el huerto, en el jardín de los cactus, en el patio de arena e incluso en la casa, conversando con mi abuelita u oyendo los discos que no paran de sonar, porque a mis tíos más jóvenes les gusta mucho la música y no dejan de escucharla ni por un instante. Los tíos jóvenes son muy buenos, por eso me dejan entrar en sus cuartos y ver las cosas que tienen guardadas, al contrario de mi otra tía que deja siempre su puerta cerrada con llave para que yo no pueda ver las montañas de cosméticos que todos los días están apilados sobre su peinadora, listos para que ella pueda retocarse en cualquier momento. Pero a pesar de las precauciones de la tía yo encuentro la forma de meterme en su cuarto y me pongo su ropa y sus maquillajes y sus carteras, y sus zapatos de tacón y me voy a caminar por el patio jugando a que soy una vieja yendo de compras o cualquier otra cosa que se me ocurra, hasta que alguien me ve y me hace regresar a la casa, me lava la cara y me obliga a dejar las cosas en donde las encontré. Lo que no impide que mi tía se dé cuenta que fui yo quien las tomó y entonces se pone a gritar reclamando por sus ropas, que eran las mejores que tenía y por sus zapatos que están llenos de tierra y yo tengo que salir corriendo a esconderme en la cocina, donde mi abuela invariablemente logra tranquilizarla y convencerla de que no habría podido coger sus cosas si ella las hubiera guardado mejor.
De todos modos la quinta de mis abuelos es un lugar de lo más entretenido, y no sé por qué mi hermano llora tanto cuando mi mamá lo deja aquí con mi abuela y conmigo. Mi hermano no quiere separarse de mi mamá ni por un instante, todo el tiempo está colgado de su cuello y no hay cosa que logre convencerlo de que la deje aunque sea sólo por un instante. En cambio yo no doy problema y me quedo con mi abuela incluso para dormir en la quinta. En la noche todo el mundo se acuesta temprano, pero antes mi abuelita y yo nos tomamos una agua de vieja, ella por que ya está vieja y yo solamente por que sabe bien. El agua de vieja siempre está muy caliente y hay que soplar mucho rato antes de que se enfríe; solo mi abuela sabe como prepararla, echando la porción justa de cada hierba y haciéndola hervir el tiempo necesario para que el agua quede con el sabor apropiado, pero antes de tomarla hay que ponerle miel de abeja. Por que en la quinta de mis abuelitos no se usa azúcar, sino únicamente miel, para eso están los panales al final del huerto, más allá de los últimos limoneros e incluso de los eucaliptos. Dos veces al año, el abuelo y mi tío loco se ponen los trajes que sirven para que las abejas no les piquen y se internan tras los eucaliptos disfrazados con sus sombreros de malla y sus trajes de astronauta a sacar la miel de los panales; para esto llevan una olla llena de chamiza que cuando se quema suelta mucho humo y espanta a las abejas para que ellos puedan hacer su trabajo. Yo no me acerco nunca a los panales y solo puedo ver desde lejos a mi abuelo sacando la miel, sentada bajo la sombra de los limoneros.
A los panales no hay que acercarse nunca, a las abejas no les gusta que pasemos por cerca de sus casas, pero a mi prima nunca le importó y por eso todos los días andaba con el cuerpo hinchado por los piquetes. Yo también he querido acercarme a los panales para sacar un trozo y chupar la miel de entre la cera, igual a los que nos da el abuelito en los días de la recolección, pero me logro controlar para no tener que aguantar los piquetes. Mi prima también se comía las frutas que mi abuela deja amarradas dentro de fundas de plástico para que no se las coman los pájaros antes de que estén maduras, la prima siempre fue muy impaciente, y aunque yo sabía que esos duraznos no se debían tocar, tengo que decir que a veces no resistí las ganas y acepté ayudarla para repartirnos luego entre ambas la fruta, que si bien estaba un poco agria todavía, no dejaba de saber bien. Algunas veces también nos ayuda mi hermano, que mientras está paseando entre los árboles, persiguiendo a los patos para ver como se meten de cabeza en la cocha, tiene la recomendación de avisarnos si viene alguien, y de esa forma ganarse un durazno él también.
Casi todo el tiempo me llevaba muy bien con la prima y jugábamos juntas sin pelear, pero a veces ella se portaba mal conmigo, y especialmente con mi hermano, no le dejaba intervenir en los juegos o cuando le dejaba, le daba los papeles más aburridos y aunque él nunca protestaba, yo exijía que lo hiciera participar, y entonces era cuando venían las peleas, y nos gritábamos hasta que los adultos salían de la casa y nos hacían entrar a mi hermano y a mí, a aburrirnos dentro y permitían que la prima se quedara con todo el patio y el huerto y todo lo demás. Nosotros teníamos que conformarnos con oír la conversación de los abuelos, que se sentaban a tomar café mientras mi mamá consolaba a mi hermano y me convencía de que era mejor que jugaramos aquí; así, terminábamos castigados, siendo ella la que había iniciado la pelea. Pero no protestábamos, y nos dedicábamos a buscar algo en que entretenernos, íbamos donde el tío loco que siempre estaba haciéndonos juegos de palabras y que causaba el escándalo de todo el mundo, especialmente del abuelo, con su pelo largo y sus pantalones acampanados. Con nosotros se portaba muy bien y nos divertíamos de lo lindo oyendo sus historias dentro de su cuarto que invariablemente olía a barritas de incienso y a miel. De manera que al final la que terminaba aburriéndose y queriendo entrar era la prima, que de repente aparecía en la puerta del tío a oír sus invenciones, él la dejaba entrar y la recibía con toda cordialidad, porque el tío era igual de bueno con cada uno de sus sobrinos.
Pero el día en que la prima cayó dentro de la cisterna, no habíamos podido entrar al cuarto del tío, porque él tenía fiebre por culpa del piquete de un alacrán. El tío loco no les tiene miedo a los alacranes y cada vez que encontramos uno paseándose con la cola parada por el piso de la cocina, corremos a llamarlo para que lo aplaste; pero esta vez él estaba más extraño que de costumbre y no quiso ponerse los zapatos antes de salir de su cuarto a matar al alacrán, de manera que al pisarlo, el escorpión que ya tenía el aguijón listo, se lo hundió en la planta del pie y lo hizo salir brincando hasta su habitación lanzando gritos y llamando a mi abuela para que lo curara. Tal vez si nos hubieran dejado entrar al cuarto del tío para que nos cuente sus historias, nada de esto hubiera pasado, pero estaba picado de alacrán y había que dejarlo dormir mucho y no molestarlo. Por eso al principio de la tarde estuvimos, mi prima, mi hermano y yo, dándonos vuelo en la hamaca del corredor, por turnos y cada vez más rápido. Pero la prima no dejaba nunca que mi hermano se subiera y lo tenía empujando todo el tiempo hasta que ella caía mareada, esto a mí me pareció muy mal, porque mi hermano también tenía derecho a subirse en la hamaca, pero como a él no le molestaba, lo dejé pasar sin ponerme a pelear. Después nos fuimos a hacer pasteles de lodo en el patio de arena y otra vez estábamos pasando muy bien y todo era tranquilidad hasta que la prima empezó a fijarse en todo lo que hacía mal mi hermano y comenzó a reclamarle y a aplastar todos sus pasteles, hasta que al pobre no le quedó más remedio que irse a buscar a mi mamá. En ese momento yo debía haberlo defendido, haber impedido que la prima lo dejara sin jugar, pero era justamente cuando empezábamos a decorar los pasteles con pétalos de flores y estaba pasando tan bien, que no hice nada y deje que mi hermano se fuera llorando hasta que las lágrimas le mojaron la camisa y tenía que limpiarse una y otra vez la nariz con la manga.
Cuando dejamos secando los pasteles sobre los escalones de la entrada y nos fuimos a buscar otra cosa que hacer, al pasar por la cocina vi que mi hermano aún no terminaba de llorar y se abrazaba a las piernas de mi mamá que ya no sabía como consolarlo. Me entró un remordimiento terrible. Porque si yo hubiera querido, habría podido dejar la decoración de los pasteles y ponerme a reclamarle a la prima, y hubiéramos estado gritando hasta que los adultos salieran y nos llevaran a mi hermano y a mí dentro de la casa. Pero en ese momento ya no había nada que hacer, mi prima me llamaba a gritos desde el otro lado del patio, cerca de la piedra de lavar y también cerca de la cisterna. La prima había visto los taxos y me llamaba para que la ayudara a cogerlos; luego de toda una tarde jugando, el solo mirar los frutos logró que se me hiciera agua la boca. Así, las dos nos encaramamos sobre la cisterna y nos pusimos a recoger taxos, que íbamos poniendo a un lado formando una montañita para comerlos después, pero los mejores estaban al otro lado, tras la lata que hacía de tapa del hueco, por donde cada semana el tanquero renovaba el agua de la cisterna. Por eso la prima comenzó a arrastrarse hacia ese lado y se puso a gatear sobre la tapa cada vez más cerca de los taxos, pero por más que se estiraba no los alcanzaba, y gateaba otro poco más, la lata se iba doblando poco a poco bajo su peso, hasta que cuando estaba ya muy cerca y tomó impulso para arrancar las frutas, cedió y la prima cayó al agua.
Yo salí corriendo hacia la tapa que había quedado balanceándose y me acerqué hasta que pude meter la cabeza. Al oír el chapoteo de la prima tratando de mantenerse a flote, al oír su voz deformada por el eco de las paredes, estuve a punto de salir corriendo a avisarles todo. Pero me di cuenta que no debíamos haber estado cogiendo los taxos, que estaba prohibido acercarse a la cisterna, recordé que la prima lo sabía y que además toda la tarde había estado molestando a mi hermano chiquito, y en vez de correr hasta la casa me quedé sentada sobre la cisterna, pensando en todo lo que había pasado ese día. Despacio, me incliné, cogí la tapa y la acomodé con mucho cuidado en su lugar.