Imitación y falsificación
en el proceso creativo
Hans Van Meegeren, por motivos que desde la guerra han parecido menos una cuestión de provecho económico que de autojustificación, decidió pintar cuadros en el estilo de Vermeer y logró hacer pasar esas pinturas a la comunidad artística como obras originales y recién descubiertas de ese maestro. La reacción inicial fue de gratitud al hombre por haber dado con este tesoro increíble y, desde luego, se vendieron como pan caliente, y le otorgaron una buena cantidad de dinero y la reputación de ser uno de los detectives del arte más agudos de su época. Durante la guerra, siguió prosperando con la venta de esas obras a la élite de la Gestapo alemana que, en ese entonces, estaba dedicada a reunir una colección de obras maestras para Hermann Goering. Van Meegeren fue denunciado de inmediato como traidor por sus compatriotas, como un hombre que aprovechaba para lograr a través de la colaboración con las fuerzas ocupantes la venta de los grandes tesoros que había descubierto hacía poco. Al fin de la guerra lo acusaron, desde luego, de actividades colaboracionistas. Sin embargo presentó en su defensa la evidencia de que las obras no eran de Vermeer sino, en realidad, obras de su propia mano y que no había sido culpable sino de cobrarles a los nazis grandes sumas por obras que no tenían ningún valor de mercado. Con esta revelación se convirtió casi en un héroe, hasta que los avergonzados historiadores de arte que habían garantizado las obras en primer lugar empezaron a retroceder sobre sus pasos y a anunciar que por supuesto habían sospechado todo el tiempo que no eran valiosas obras de arte, que obviamente contenían pecados estilísticos que no podrían encontrarse en las obras de Vermeer y que, en consecuencia, el hombre era culpable de una ofensa terrible a la vida artística de su país y debía ser enviado a la cárcel nuevamente. Así fue, y Van Meegeren murió allí. No conozco en las épocas recientes ningún ejemplo que resuma mejor los riesgos de las actitudes estéticas de las que somos herederos.
Supongamos que me siento e improviso una sonata en el estilo de Haydn, y supongamos que, debido a una coordinación inimaginable de factores artísticos, esta sonata resultara no sólo considerablemente parecida a Haydn, sino que provocara una respuesta de placer equivalente en todo sentido a una obra auténtica de ese período. El enfoque que la cultura snob de nuestro tiempo ha adoptado es que la experiencia estética derivada de esta obra sería altamente valorada sólo mientras el oyente fuera llevado a pensar que la obra era en realidad una sonata de Haydn. Su valor dependería por completo del grado de astucia del que yo fuera capaz. En cuanto se revelara que no era algo de Haydn, y que se trataba de una obra accidental, no deliberada, y además una creación de alguien que vive en el presente, tendría un valor económico, si puede calcularse semejante cosa, de cero, o tal vez más precisamente, de casi cero. Es de presumirse que yo podría hacer una gira en que improvisaría la misma sonata como una pieza curiosa y que ganaría así algún dinero. Por otro lado, si improvisara la sonata y dijera que no era de Haydn, aunque se pareciera a Haydn, pero tal vez fuera de Mendelssohn, músico que nació el año en que Haydn murió, es muy probable que la respuesta muy probablemente fuera que la obra era bastante buena, tal vez un poco anticuada, y por cierto una obra que revelaría qué fuerte fue la influencia de Haydn sobre la generación más joven, pero que se trata de un Mendelssohn bastante insustancial. Como obra, no se le asignaría un valor ni siquiera aproximado al que recibiría automáticamente si se la atribuyera a Haydn. Si la obra que improvisara fuera identificada como de Brahms, sin duda se ofrecerían algunas trivialidades del tipo "nada mal para un joven", "obviamente la obra de un principiante", "por cierto mostró una fuerte influencia teutónica". Y desde luego se la consideraría como de cierto valor antropológico dado que arrojaría cierta luz sobre el carácter y el desarrollo de Brahms que convendría tener en cuenta. Pero su valor como mercadería de repertorio, por así decirlo, sería mucho menor que si hubiera sido atribuída a Mendelssonh y, desde luego, mucho menor que si se la hubiera atribuído originalmente a Haydn. Por último, si se la atribuyera a su autor correcto -yo- no tendría casi el menor valor. Pero además hay otro aspecto de la cuestión: supongamos que esta sonata que sonaba como Haydn fuera atribuída a un compositor aún anterior: digamos, por ejemplo, Vivaldi. Dependiendo del estado actual de la reputación de Vivaldi, es probable que esto le otorgara un valor muy en exceso del valor que tendría cualquier obra legítima de ese compositor porque podría mostrar entonces que aquí, con una sola obra, aquel gran maestro precursor del barroco italiano sería el puente sobre la brecha de tres cuartos de siglo y forjaría un eslabón con el rococó austríaco. ¡Cuánta previsión, cuánta inventiva, cuántas cualidades proféticas! Ya puedo oír el aplauso.
¿Cuáles son esos valores, entonces? ¿Qué nos da el derecho de suponer que en la obra de arte debemos recibir una comunicación directa con las actitudes históricas de otro período? ¿Qué nos lleva a pensar que la obra de arte tendría que conservar una línea abierta entre nosotros y el hombre que la escribió? ¿Qué hace este tipo de respuesta, sino invalidar la relación del individuo con la masa, qué hace, salvo leer el trasfondo social, los enredados conflictos de una época compleja por virtud de la obra de un hombre que puede haber pertenecido o no en espíritu a esa época, que puede haber admirado y representado la época en la que vivió, o que puede haber dejado de lado y rechazado todo parentesco de su obra? ¿Qué pasa si el compositor, como historiador, es defectuoso?
Hubo una época en que tales problemas no existían (porque no podían). Cuando miramos hacia nuestro propio pasado o cuando examinamos las costumbres de las razas o las tribus primitivas de nuestra propia época, descubrimos que el enfoque estético es una parte indistinguible del aspecto religioso o mítico de la cultura. Para un hombre del mundo pregriego o para un aborigen australiano de hoy, la expresión religiosa, el cultivo del mito y la creación artística son indistinguibles. Un intento de separar el bienestar tribal de la expresión estética de cierta parte de él sería inconcebible. Para esas culturas antiguas, el presente era significativo sólo mientras representara una experiencia repetitiva, sólo mientras pudiera recapitular la misteriosa ocasión primitiva en que, según la leyenda de la mayoría de las primeras civilizaciones, el hombre había enfrentado directamente a Dios. Mircea Eliade ha señalado que prácticamente todas las culturas antiguas sostuvieron la idea de que hubo en su propia prehistoria una ocasión y un lugar donde los miembros hace largo tiempo fallecidos de la tribu habían establecido contacto con los dioses. En esas culturas, la idea de la repetición, de la reafirmación, necesariamente se convierte en el atributo estético más valioso.
El proceso de nuestra civilización, sin embargo, se ha basado en gran parte sobre una idea de elección y decisión independientes, desarrollo en el cual el temperamento individual se separa hasta cierto punto del temperamento tribal: aunque no siempre sin protesta y recriminación por parte de la tribu. Y la conversación que se lleva a cabo entre el individuo separado y la tribu enfrentada, entre la elección y el conformismo, entre la acción individual y el control colectivo, se ha convertido en el diálogo de las humanidades y con mucha frecuencia en el agente provocar de las empresas creativas. Fueron los griegos quienes le dieron forma retórica a este concepto. Fueron ellos los primeros que examinaron la relación entre el impulso artístico y la comunidad en relación alas exigencias del deber y la responsabilidad. Desde la época de los griegos hasta el presente, con algunos desvíos importantes, nuestra civilización ha tendido a dirigirse hacia lo que ha llegado a conocerse, en la terminología lamentablemente a la moda de la filosofía moderna, en un destino existencial. Lejos de apreciar los valores repetitivos de la cultura primitiva, este concepto existencial ha llevado al punto de vista de que la historia es una serie de climaxs hechos por el hombre, de puntos altos de logro social y artístico, y de que construyendo una teoría sobre esos puntos altos podemos predecir las tendencias de nuestra evolución cultural. La historia, en este marco, es vista como una serie de victorias de lo extraordinario sobre lo ordinario. En esa cultura son los momentos únicos los valorados, no los repetitivos. Ahora bien, existen, desde luego, ciertas excepciones a esta tendencia de los dos últimos milenios. Una de ellas pertenece al mundo medieval, que ofreció, bajo el mandato de la cristiandad, un refinamiento del concepto de la unidad-del-hombre-con-Dios de las culturas primitivas. Y dentro del cual, debido al punto de vista medieval de que la fe antecede a la búsqueda intelectual y es confirmada por ella, encontramos una vez más la idea de la predisposición de la humanidad a una conformación semejante a Dios. Encontramos, por lo tanto, que el mundo medieval hace mucho menos énfasis en el acontecimiento único que la cultura del Renacimiento o postrenacentista. En el mundo medieval, nuestros conceptos de falsificación eran prácticamente desconocidos. Pero con la misma seguridad con que está ausente en estos períodos en los cuales predomina la unidad del hombre con Dios, la falsificación impera en los períodos que subrayan la individualidad del acto creativo. El acto de falsificación en esas culturas es una protesta inevitable contra el resurgimiento del esfuerzo humano.
Sin ella, no tendríamos contrapeso para ese otro extremo del proceso civilizatorio: la exigencia de la improbabilidad tantalizadora de la originalidad. Ninguna época puso nunca tanto énfasis en la necesidad de originalidad como la nuestra: porque, a diferencia de las culturas de la antigüedad, rechazamos un concepto de la historia como la ondulación constante de los hechos pasados. En cambio vemos en la repetición el gran impedimento, el obstáculo para nuestra idea de progreso, la contradicción esencial para el destino evolucionario del hombre. Y así, desarrollamos una cultura en la cual insistimos en promover la originalidad sin advertir que tiene una posición tan apartada de la realidad del proceso creativo como la falsificación. (Perdón: sería un regateo inexcusable sugerir que en el contexto aguado en el que por lo común aparece hoy, el término "originalidad" es incomprendido por completo. Todos sabemos lo que se quiere decir con la bondadosa declaración de que Fulano ha dado una interpretación original de la Quinta Sinfonía de Beethoven.) La paradoja es que cuanto más altamente desarrollada es la época cultural que examinamos, más improbable es que, en el auténtico sentido de la palabra, pueda existir la obra artística "original". Cuanto más envuelta llega a estar una cultura en los idiomas y rasgos expresivos que comprenden la reserva artística de su época, más improbable es que del conocimiento de esos rasgos e idiomas pueda aventurarse cualquier creación que no sea en su mayor parte la redistribución y reordenamiento de ciertos principios selectos extraídos de la experiencia de los demás. Cuanto más se desarrolla una cultura, y cuanto más complicado es su crecimiento por las creaciones del genio, más fuerte es la apuesta contra el acto original.
¿Cuáles son, entonces, los atributos mecánicos esenciales del acto creativo? Hay procesos simples de reordenamiento y redistribución, de enfocamiento en una nueva combinación de detalles, de revisión y ornamentación de algún rasgo hace tiempo silencioso de cultura. Nada es más dramático que la búsqueda de originalidad implicada, ni tal vez nada tan restrictivo como la inclinación a la falsificación lisa y llana. Lo que participa está entre los dos improbables de la falsificación y la originalidad, procesos que podríamos llamar imitación e invención. La imitación en considerada, en cierto ambiente, casi tan censurable como la falsificación. Se debe a que va a contrapelo del halagador autoengaño que nuestra cultura le ha otorgado a la inteligencia creativa. La idea de imitación molesta a la noción de progreso histórico, de la marcha lineal inevitable de la cultura. Ofende la sensibilidad de quienes suponen que el estado de apartamiento del artista respecto a la sociedad es sinónimo de su apartamiento de las demás experiencias de apartamiento. Ignora el hecho de que sin imitación, sin la explotación voluntaria continua de la tradición artística, no puede existir ningún arte de cierta importancia en una cultura como la nuestra. A decir verdad, para hacer arte todo artista debe dedicarse a la imitación la mayor parte del tiempo. Aún así, el punto de vista de su propia zona de apartamiento nunca podría ser exactamente el mismo que el punto de vista de cualquier otra zona de apartamiento, sin importar el vínculo que pueda existir entre los distintos grados de extrañamiento artístico. Y en consecuencia, sin importar cuán consciente o inconsciente, voluntario o no intencional pueda ser el proceso imitativo, el reordenamiento y la redistribución del detalle suministrará por sí misma la seguridad de que nunca hay dos artistas completamente iguales.
La invención es el otro factor del proceso creativo de ornamentación, de suministrar a un artículo ya existente cierto pequeño realce del que antes había carecido o que, tal vez con más precisión, no había tomado como necesario. La relación entre la imitación y la invención es, en términos generales, de estrecha armonía. Sin imitación, sin la asimilación consciente de los puntos de vista anteriores, la invención no tendría base. Sin el impulso de la invención, el deseo de complementar, de realzar, la imitación, el impulso de redistribuir, carecería de fuerza motivadora. Es obvio que el rebelde, el anarquista, el beatnik esperará lograr una relación invención-por-sobre-la-imitación más alto que el conservador, que se contentará con reordenar las facetas del caleidoscopio cultural que ya admira con apenas un atisbo de ornamentación inventiva aquí y allá. Pero incluso la disposición anárquica del temperamento beatnik groseramente rebelde sostendrá una preponderancia de la imitación en el diseño creativo. Sólo tenemos que examinar los textos fláccidos del señor Jack Kerouac o las pesadas meditaciones del señor Henry Miller para advertir qué poco tiempo es necesario para que el rebelde de ayer se retire a la senilidad del ateo de aldea de hoy. No es accidental que aquellas obras de arte que recurren con deliberación a los gustos y problemas especializados de su propia época sean las que quedan anticuadas con mayor rapidez. Carreras enteras, la de George Bernard Shaw es una, pueden quedar en peligro debido al impulso del artista de dirigirse a su público en términos conscientemente contemporáneos.
Pero dejando de lado la intención inventiva o la capacidad de la mente creativa particular, la diferencia entre el acto inventivo y el proceso imitativo es probable que aparezca, con el paso de los años, como relativamente minúscula. Esto tal vez es especialmente cierto en la música donde, por la naturaleza misma de su abstracción, la imitación es la esencia de la solidez orgánica. La música descansa sobre un método organizativo más que cualquier otro arte. Esto es cierto todas las veces, pero es especialmente cierto en momentos de reforma cismática. No es accidental que, en períodos de transformación histórica importante, como en el Renacimiento tardío o en los primeros años de este siglo, la incertidumbre de un nuevo concepto del orden musical tiende a producir, en contrapartida, una actitud constructiva especialmente legislada y disciplinada. Vemos esto en nuestra propia generación en la teoría dodecafónica de Arnold Schönberg y en las formulaciones seriales de sus sucesores. La coherencia en tales momentos depende sobre todo de la capacidad de imitar. Desde luego, esto es imitación dentro en vez de fuera de la estructura orgánica pero es una respuesta al problema del orden dentro de una estructura teórica en disolución. Recuerden, por ejemplo, que en más o menos 1910, la mayoría de sus contmeporáneos consideraron obras como las Pequeñas pieza de piano de Schönberg, opus 19, como la expresión más afrentosamente arcaica que pudiera imaginarse. Sin embargo, con el paso de apenas cincuenta años, esa música ya le parece a la mayoría de nosotros, dada la naturaleza de su vehemencia y exageración, algo que tiene más que ver con el expresionismo de sus antecesores inmediatos, en realidad un reacomodamiento de atributos ya detectables en Wagner y en Mahler y otros músicos de la generación anterior. Sin embargo, tales momentos de anarquía transitoria, que dicho sea de paso están tan cerca como es probable que lleguemos al acto creativo original en nuestra cultura, por lo común lanzan a los compositores o artistas participantes a un reino de desesperación e incertidumbre. Por lo común invocan, en compensación, cierto tipo de disciplina mecánica impuesta arbitrariamente para establecer su obra como la de una mente ordenada y razonable. Por otro lado, son necesarios apenas unos pocos años antes de que la formulación arbitraria, la imitación interna podríamos llamarla, encuentre que ya no puede sostenerse sin recurrir a la imitación externa y, como le pasó a Schönberg, mire atrás hacia otra época -en su caso, a los modelos arquitectónicos del siglo dieciocho- en busca de apoyo.
Sé que este concepto no es necesariamente corroborado por la actitud y el vocabulario que muchos artistas emplean para describir su obra. Ocurre con frecuencia que por cierto milagro de la creación que está más allá de todo cálculo, un artista es poseído por enormes dones creativos, pero estos no son acompañados por la menor capacidad de articularlos. De allí el tipo de artista que habla sobre "rupturas", "momentos de revelación de la verdad" y "locos cielos azules". Estas expresiones violentan las explicaciones más meditadas del proceso creativo y harían mal salvo por el hecho de que como provienen de artistas, nadie les presta mucha atención de todos modos. En una conferencia reciente, el compositor norteamericano Lukas Foss comentó que hace algunos meses, al fin de una conferencia sobre las manipulaciones técnicas de escritura serial que el compositor Pierre Boulez había dado en la U.C.L.A., un integrante bastante furioso del público se paró y dijo: "Bueno, señor Boulez, ¿entonces usted dice que todo lo que hay en la música, es sólo técnica?" Boulez lo pensó un momento y después dijo: "Sí, eso es todo". El señor Foss observó que era muy posible que si la U.C.L.A. hubiese organizado una conferencia de Richard Wagner hace cien años, es probable que un integrante del público hubiese desafiado a Wagner con la pregunta: "Bueno, señor, ¿entonces eso es todo lo que hay en la música: sólo inspiración?", ante lo cual es probable que Wagner, sin demasiada cortesía, habría contestado afirmativamente. Ambos estarían describiendo, con la fragilidad del lenguaje, en esencia la misma situación compositiva. Tendemos a expresarnos en una terminología que favorece el máximo absoluto de medidas quasi teóricas cuando lo que tendríamos que estar describiendo es un proceso que es conforme, permitiendo todas las preferencias y distinciones de cada generación, a una proporción de los procedimientos mecánicos intemporales de artesanía.
La relación del oyente, el connoiseur, con la obra de arte se forma mediante este tipo de lenguaje inexacto. Con las mejores intenciones del mundo, tendemos a visualizar un concepto exagerado de la transformación histórica. Tendemos, por todos los motivos necesarios para hacer comprensible, accesible y enseñable la historia, a exagerar groseramente los cambios históricos de uno u otro tipo, a suponer que en la alternancia de las actitudes históricas existe el constante concepto de tesis-antítesis, de argumento y negación. Y asignamos a esos períodos históricos términos que son lamentablemente inexactos y peligrosos. Para acercarse y comprender y enseñar historia asociamos, tanto como podemos, los rasgos históricos predominantemente identificables con las obras significativas de arte de su tiempo. Y así, a pesar de toda la charla inflada sobre el arte por el arte, adoptamos un enfoque que tiende en muy alto grado a ser el arte por-lo-que-su-sociedad-fue-en-otros-tiempos.
En lo que se resume esto no es en que tenemos una consideración especial por la antigüedad, ni en que estamos convencidos de que los buenos viejos días eran mejores y no volverán, sino más bien en que hemos llevado a nuestra toma de decisión crítica las ideas del perfeccionismo científico. Hemos pedido prestada al mundo científico la idea de que las cosas mejorarán a medida que el mundo envejezca y toda nuestra cháchara sobre la moda y la puesta al día en arte no es más que una sublimación bastante obvia de esta idea. El único concepto que ofrecería esa escala de valor muy en disminución a la sonata falsa de Haydn es la idea de que cuanto más cerca está de nuestro tiempo, menos inteligente podría ser y cuanto mayor fuera la distancia con que antecede a su propia época supuesta (la de Haydn), más inteligente debería ser con seguridad. Este es el mismo conjunto de valores que hizo que los hijos de Bach atribuyeran poco valor a la obra tardía del viejo y que hizo que los serialistas en ciernes desdeñaran las obras finales de Richard Strauss. Implica que el factor determinante en el proceso estético es la acumulación de conciencia estilística. Sostiene, aunque nunca lo admitiría, que hoy podemos forjar una Pasión de San Mateo mejor, construir una Novena Sinfonía de Beethoven mejor sencillamente porque el ejemplo de cómo hacerlo y cómo ampliarla ya existe, pero hacerlo tal vez no sería jugar el juego. No es un argumento lo que valida el concepto de la originalidad del arte, como le gustaría que fuera a ese conjunto de valores. Más bien simplemente éste busca disfrazar y desacreditar la inferencia inherente en su propio argumento de que el arte puede proceder mediante imitación, pero tal vez no debiera hacerlo. Aplica al arte el bien y el mal, ideas de adecuación histórica que no tienen nada que ver aquí. Aplica una tarifa protectora sobre la corrección del estilo impulsando el argumento de que la intemporalidad de la ocasión, o la carencia de ella, es responsable de cierto tipo de etiqueta de autenticidad, cierto tipo de aprobación de patente fácilmente detectable por cualquier connoiseur que piense bien. Para promulgarlo, asigna al arte una moral que tampoco tiene nada que hacer allí.
Ahora bien, si, como he indicado, esta duplicidad de juicio ha existido durante un tiempo muy considerable en la civilización occidental y si, durante ese tiempo, el gran arte siguió siendo creado por los grandes artistas, las preguntas pueden aparecer razonablemente: ¿por qué preocuparse del asunto?, ¿qué puede hacerse al respecto? Si este concepto de la falsificación forma parte simplemente del mecanismo protector de esnobismo que guía la mayoría de las tomas de decisiones en una sociedad sofisticada, ¿entonces no tiene una correlación inevitable con esa cultura? ¿No es probable que a pesar de todos los discursos que puedan hacerse contra él, seguirá existiendo mano a mano con los instintos adquisitivos de la humanidad, provocando y negando las grandes obras de arte como aprueba y promueve otras tal vez igualmente grandes? ¿Acaso no es el juego económico inevitable del impulso creativo suelto en el mundo?
Nota: Además de eximio pianista, Glenn Gould era un pensador y escritor prolífico. Su escritura era siempre trabajosa y precisa. Este artículo está tomado de un ensayo escrito por Gould durante o antes de 1964 que nunca fue terminado para publicación. Aquí aparece en forma abreviada (se cortó aproximadamente un 25 por ciento de la última parte del ensayo) y no debe tomarse como el texto final.
Stephen Posen, ejecutor de los herederos de Glenn Gould