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Alejandro Rubio nació en Capital Federal en 1967 esta es su primera plaqueta publicada




LogoPersonajes hablándole a la pared




La casa abierta, el aire
con olor a repollo hervido. Si me dieran un peso
por cada uno de los días que pasé
esperando en un cuarto de hotel...
No todos fueron así, pero así
se me aparecen: quemaduras en el borde de la mesa, la sombra
de la silla en la pared, mirar tranquilo
las motas de polvo de espaldas
a la ventana: y un día igual, otro año,
te llama el chancho y te dice:
Heredia,
Heredia, usted es gardel.
Gracias por todo. Ahora vivo en una especie
de ático o altillo, tres por tres, casi nada me rodea.
Pocas visitas, cuando vienen
les sirvo mate o en su defecto café, hablan y me distrae
el temblor de la mano entre las piernas, una mancha
en la baldosa; pero lo que de verdad me inquieta
es la decadencia del oficio





Como a esos tipos que todavía hablan
de los asados que se mandan
los albañiles: dos horas, tres.
Clavados a una frase
como mariposas sobre telgopor. En cambio, ese rubio
en la mesa del fondo, que se peina
con los dedos y a quien la luz
del mediodía parece molestar, si fuera algo, sería
jugador profesional, de póker:
no producir nada ni depender
de nadie, entregado
no a un don, ni a una
pericia, sino al mero
movimiento que no sabemos si lleva
hacia atrás o hacia adelante o afuera, pero que deja,
sin que sirva de precedente, algunos restos palpables
que nos mantienen. Una filosofía en efigie,
fácil de hacer, fácil
de romper: ésta se rompe
cuando el héroe paga con desprecio su café irlandés
y se demora un rato contando
las cuatro monedas del vuelto.





Cuatro, seis, doce ventanas
en fila, en el centro, a bocanadas se difunde
algo así como el pozo
de una percepción: pedazos de cristal
sobre bolsas de cemento, antes de empezar
la construcción. Despertarse al mediodía
con los pies sucios y prender la radio
y que un locutor de la contra te diga
que perdimos, perdimos otra vez, eso
es suficiente para estar, a las cinco,
tirados como amebas en el sofá, mirando
las uñas que quedaron en el suelo.
"No me parece,
con este viento. Difícil que se oigan
las voces de las nenas
en el patio del jardín", dice mientras ellos
edifican. Lo veo moverse en elipses
entre fotos y afiches del PC, la mano
se levanta y toca,
después de una pausa, la pared, los ruidos de la sierra
también se levantan y tocan, después de una pausa,
otro tipo de pared, lo que no explica
por qué la tarde parece crear grumos
en este espacio habitable, ni el modo ajeno en que habla
del pulgar que le falta.





¿Viste cuando vas de noche en micro
y todos cabecean, y mirás a la izquierda, a la derecha
y nada, y adelante igual, una idea
de asfalto y dos conos
de luz amarillenta?
Daría lo mismo estar en Júpiter. Si la vieja, cuatro
asientos atrás, dejara, por un minuto,
de manosear ese rosario, a lo mejor podría
dormir un poco; pero el hecho
es que sigue y sigue, y cada palabra
de la oración agrega,
a mis miembros, algo más
no de peso, sino de nimiedad.





Bedoya, te cazaste los dedos con la tapa del piano.
Los vi en un pasillo, vendados,
resbalaba en el agua jabonosa y ellos,
blandos y rectos, animales
delicados que subían
por la escala con una rapidez
de hielo, col
gaban. Como el racimo de uvas negras
que ella hacía oscilar
delante de tu boca, cuando en el patio
yo y cuatro papanatas
elaborábamos un
proyecto para un blues: un viejo tuerto empuja
la puerta del bar y pide algo
en otro idioma, dos chicas al fondo
apoyan la cara en fórmica
naranja, como bajo la sabia indiferencia
de la máquina exprés. Yo toco, vos
componés y agradeces la ovación. Si no te molesta
volver solo en taxi, la mano muerta rozando
las cuerdas del cuello.





El destello de plomo de la avioneta
cuando parece, en su giro, superar
la palmera más alta: otro destello y cortaría en dos
la subida del pájaro desde el techo
de ese galpón, ahora lo vemos girar
y ganarle al corte por un pelo. Ahora la mujer
baja la cara y prueba
el café, el dedo con el anillo
rozando el borde del platito.
"Me duelen todos los huesos. Me duelen
como si fuera una vieja.
Peor. ¿Y cuándo llega éste? ¿A que hora dijo
que iba a llegar, éste?"
Que le pregunte al mozo
que se rasca un grano en la pera
frente al espejo, a las botellas
de cristal grueso, verde. Yo también
bajo la cara y pruebo
la tercera taza, miro
la mano que toca
la masita negra y enseguida
vuelve a su lugar. Para que la coma la hija
cuando salga del baño con un manual
más pesado que su cabeza y enumere:
carpo, meta,
carpo, escápula, acromión,
agujero isquiático.





La indiferencia
también es un método. Se puede deslizar
la mirada sobre los árboles, las mesas, el mozo
de saco arrugado, el fluorescente
roto, la mujer, que esquiva un charco, el coche
en doble fila, bañando todo
en el mismo tinte opaco, dejando sin cubrir,
si acaso, algunos cuadrados,
magros, por donde
respirar. Y así, en esa área
de fogonazos planos, aparece,
de tanto en tanto, un pez
que uno creía extinguido
hace siglos. Por ejemplo,
el verano del 84,
especialmente febrero.
Por ejemplo, las tres chicas rubias
que entran gritando al cine
donde dan la última de asesinos seriales.










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