Esta mañana, guiado por una fuerza misteriosa, me levanté de la cama antes de que sonara la primera hora; uncí el sayo a mi cuerpo con varios puloveres debajo, y me dirigí al cementerio de la Trapa; hacía un frío seco, penetrante; la nieve cubría todos lo tramos del camino; como un lobo estepario, gobernado por el hambre, dejé atrás los jardines conventuales y me interné en la noche blanca, tiritando, con los músculos faciales endurecidos bajo la capucha, manos y pies agarrotados por la escarcha.
El cementerio presentaba un aspecto fantástico; en la nieve se distinguían algunas pocas cruces, las aglomeraciones de pinos y cipreses parecían fiordos en un desierto ártico; me incliné sobre una lápida acariciando los bordes marmóreos; como si fuera la calavera de un hermano difunto, removí con las manos las capas nivosas que la cubrían; hice lo mismo con otras lápidas, caminé de aquí para allá, resbalando algunas veces, hasta que luego de un largo peregrinaje di con una tumba abierta en una calle lateral del cementerio.
La fosa poco profunda parecía haber sido cavada la noche anterior por unos enterradores improvisados y veloces, el cadáver estaba vuelto boca abajo, desnudo y amarrado con cadenas: un trecho de la espalda con marcas de látigo quedaba al descubierto, dos montículos vellosos y escarchados eran sus nalgas.
Metí los dedos; se hallaba taponado por una formación de hielo; utilizando un cortaplumas casqué la formación e introduje la mano, remosioné hasta que extraje un cilindro de cobre de unos cinco centímetros de largo, terminé de sepultar el cadáver diciendo la oración; ya no sentía el frío, estaba en una suerte de arrobo teresiano, hincado de rodillas en la nieve y pétreo.
Luego me levanté trabajosamente; caminé apurado al convento, procurando volver sobre mis pasos mientras con la falda del hábito borraba la huella; no tuve tiempo de pasar por mi celda; al entrar a la capilla fui lo más discreto posible, pero ya habían comenzado los oficios; me aparecí como un fantasma, pálido, carraspeando los dientes, todas las miradas se clavaron en mí, sentí que me desvanecía ahí nomás y rodé por el suelo lustroso de la capilla.
Desperté en brazos del abad que me zamarreaba impacientemente; abrí los ojos haciendo un esfuerzo enorme por acomodarme a la escena; lo primero que acudió a mi mente fue el recuerdo de una jeringa, la intravenosa de morfina que me venía administrando todas las noches religiosamente, luego sentí todo mi cuerpo anestesiado por el frío, luego las palabras del prior: "¿si tenía tanto frío porqué no encendió la estufa?"; comprendí que había tenido un sueño demasiado vívido, quizás debido a una dosis excesiva: la nieve, el cementerio, la tumba del hermano desconocido, eran imágenes que casi podía tocar con mis manos.
--Ya sé, no me diga nada, otros de sus sueños profundos- profirió el abad, subrayando lo de profundos.-- Mírese en el espejo, una piltrafa con todas las venas agujereadas- dijo y amenazó con tomar medidas severas si no dejaba en paz la farmacia. Cuando el superior se retiró dando un portazo, me fijé en la hora: las diez y media; de inmediato salté de la cama, me di una ducha, preparé café bien negro y me senté a la computadora pulsando el menú de noticias internas; la pantalla parpadeó mostrando la cara afelpada de un seminarista que pasaba el boletín de las actividades del día.; me vestí y salí a realizar mis ejercicios matinales; era una hermosa mañana, fría y soleada, me dejé transportar por la vista de los picos cubiertos de nieve que rodean el monasterio.
Cuando entré al gimnasio todo estaba muy quieto; la puerta entreabierta del sauna llenaba de vapor la sala, se oía un murmullo de frates en el baño; olfateando que algo raro pasaba me dirigí a los cambiadores; tardé varios minutos en desvestirme, como de costumbre; en un casillero con mi nombre guardé la túnica, los escarpines y el sayo, y me quedé en slip haciendo unas elongaciones; volví a la sala de ejercicios: unos monjes meditaban echados sobre colchonetas, otros medio culturistas sudaban sobre los aparatos; Fray Forcanelli estaba entre ellos; no lo podía creer, pero allí estaba el peor de mis enemigos, repartiendo anabólicos y haciéndose el solidario con los demás monjes.
Comprendí todo, mi hora había llegado; me encerré en una cabina del sauna; para darme aliento me apliqué una intravenosa; barajando las posibles maniobras conspiradoras de Forcanelli fui cayendo en una duermevela; entre tinieblas lo veía parado frente a mi escritorio, mostrando sus dos fieros colmillos en un rictus macarrónico; yo seguía escribiendo sin atreverme a levantar la vista del papel, Forcanelli me arrancaba la hoja de las manos, abría su bragueta, depositaba su enorme cosa sobre la hoja calcando los contornos con un lápiz negro, guardaba el dibujo en un sobre lacrado y me lo dejaba sobre la almohada; luego aparecía yo en el sueño glosando el mensaje de Forcanelli; la carta decía: "Querido hermano Forcanelli: siempre te creí dotado extraordinariamente para el arte. Tu visión de la anatomía masculina es digna de un Buonarotti. Yo diría que incluso más aguda, no tan sobrenatural. Tomé las medidas de tu dibujo, comparé proporciones y debo decirte que corresponde en todo con la verdad. En cuanto a los testículos, con sus dos verrugas peludas, son los perfectos cigotos que se presienten hercúleos...". No recuerdo más de la carta; el sueño se interrumpió al anochecer.
Me desperté con la boca pastosa; al tratar de incorporarme en la cama, sentí un dolor en el cuello; tanteé con los dedos la yugular, fisurada; me volví hacia un costado para mirar la hora, al rozar con la mano la sábana dura, almidonada de semen o mocos, sentí como una puntada en el corazón; abriendo los orificios nasales aspiré el perfume de Forcanelli sobre la almohada; recién ahí caí en la cuenta de que un muchacho de sólidas caderas se duchaba con la puerta del baño abierta, cantando alegremente un villancico navideño; no conseguí recordar los detalles de la velada por más esfuerzo que hice; lo poco que acudió a mi mente resultó contradictorio: yo recordaba un Forcanelli rubio, musculoso, que nada tenía que ver con este morocho esmirriado y armonioso que canturreaba en el baño; de lo que deduje que Forcanelli había utilizado sus poderes y su magia para meterse en mi cama; sabía que el monje era capaz de proyectarse en sueños donde hubiera un elemento erótico; yo deseaba para esa noche un negrito esmerilado, recién ingresado al seminario, que había visto ducharse en el gimnasio; el monje se apoderó de mis deseos para proyectarse en mi cuerpo.
Me levanté de la cama temblando sudoroso; como pude me arrastré hasta el botiquín; tomé una insulina y me inyecté un poco en el cuello y otro poco en las venitas de los pies, los brazos no daban para más; volví a acostarme tapado hasta la nariz.