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Martín Prieto nació en Rosario en 1961. Publicó poemas en volúmenes colectivos Poesía de Cuarta (1980) y Con uno basta (1982). También integra el consejo de redacción de Diario de Poesía . Verde y Blanco fué editado en 1988 por Ed. Libros de Tierra Firme.
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VERDE Y BLANCO

Nota:

Necesidades privadas en algunos casos, estéticas en otros, ambas muchas veces y, en otras, una simple adscripción a un escuela, a un movimiento, a un autor o a una manera, me han llevado en los últimos siete años a empezar a escribir varios libros de poemas. En 1982, uno que se llamaba Cosas que dice la gente. Más tarde, otro: La tradición de los Hugos. En 1984 una serie de poemas de corte autobiográfico que titulé de la eMe hasta la Pé y que llevaba un epílogo de Sergio Cueto. Un par de años después ese mismo proyecto, modificado, tomó el nombre de Biografía parcial. Entre 1985 y 1986: Album de fotos. Y en 1987 un sexto libro que se llamaba Pasiones argentinas. Estos poemas son el resultado impotente de todos aquellos libros que quise escribir y no pude.
Finalmente, quiero recordar aquí a mis amigos, los escritores Maria Teresa Gramuglio, Daniel Samoilovich y Jorge Isaías, que alentaron esta publicación.

M.P. Rosario, abril de 1988


para Irene
I



Contra Parménides

La misma mesa ovalada
con los mismos individuales rojos.
Los mismos vasos verdes
llenos de vino tinto.
Las mismas sillas,
tal cual distribuidas.
La misma paciencia de Agustina
para acelerar las brasas.
Las mismas charlas,
iguales enfrentamientos.
Hace un año,
sin embargo,
los comensales eran otros.

Lo cotidiano

para Sara

Contaba mi abuela de su abuelo,
sabio observador de lunas, estrellas y meteoritos.
Algún día les contaré a mis nieto
tus historias, le dije.
Y fuimos siete generaciones,
todos juntos,
en la cocina.


II


Dos pasiones argentinas

para Helder y Scheimberg

La losa está caliente todavía
y el vino blanco se enfría dentro de un balde
donde se derrite una barra de hielo.
Daniel pasa, peinándose, los dedos entre sus pelos finos.
Te vas, le digo, a quedar pelado.
Se ríe, porque cree que no es cierto, y remueve, con oficio, las brasas.

Años después

Cuando aminora la velocidad
y con las dos manos casi juntas arriba
tuerce el volante hacia la izquierda yo,
como siete años atrás su padre, le digo:
Ramiro, tené cuidado con el montículo
y Ramiro, como entonces, no cuida del montículo
y el auto salta, se desvía, muerde, como siete años atrás,
el pasto verde y húmedo de rocío con las dos ruedas de la derecha
y vuelve, después del volantazo,
al camino original de tierra seca, amarronada.
Al bordear el curvón rodeado de eucaliptos se verá, asomándose,
el perfil rosado de la casa.

El mar

Estoy parado frente a un caballete en blanco
frente al mar,
en cualquier país de Sudamérica.
Entonces pienso:
estoy envejeciendo;
nada me atrae ya con nitidez.

Un barco naranja crúzalo al mar
al bies
y se pierde.
No seré yo quien lo pinte.


Una mañana montevideana

Amanece en el puerto de Montevideo.
El Río de la Plata,
que en su ancho parece mar,
oxida las rocas del muelle.
Las luces de los barcos
anclados allá se reflejan sobre el agua tersa
y se hacen, cada una, dos.
Fascinado como el joven Burroughs
ante un espectáculo semejante,
empecé a temer, como él,
que si no me iba de inmediato
tendría que quedarme allí para siempre.


Desde la ventana

El mundo es esta estación de trenes, casi invisible por la lluvia.
Hay, entre las vías, un resto:
una naranja brillante apoyada contra el riel.
El hombre tiende la mesa
y cree cambiar en algo las cosas.

Cuadro de mujer

Cose la mujer;
clava, sobre la sábana blanca
una aguja de plata que saca después,
tensando.
Hay, a su detrás, el patio.
Y todo enrededor los silencios acabados de un atardecer azul.

Un cuadro europeo

para Bielsa

El sacerdote está echado sobre una silla de madera
-una luz azulina cubre la sala.
El joven discípulo
-sus ojos son de un trazo definido, veraz-
pregunta:
Padre, el alma, ¿dónde es?
El sacerdote, echado sobre una silla de madera,
apoyado sobre uno de los brazos de la silla
que es entonces sillón, dice:
Donde más duela, hijo.


III


De la historia argentina

Había, lejos, un rumor de galopes
que sonaba al oído como el bramar de una sudestada.
El brigadier Juan Manuel de Rosas
y el general José María Paz,
separados apenas por una cañada profunda
que había espantado a los caballos más valientes,
caminaban, en el alto de la batalla,
disfrutando de la fresca del anochecer.
Juan Manuel, con un trapo húmedo,
se limpiaba el polvo de la cara
y de cuando en cuando
respiraba a través del pañuelo,
como si el perfume le recordara un acontecer más dichoso:
la vida privada,
la pampa infinita, desde el balcón de la estancia,
años atrás.


Barranca David Peña

Sentados sobre el pasto, recortados contra la luz de la tarde, como si allí abajo se sucediera un espectáculo deportivo, miran el río. El brazo de él, extendido, señala una barcaza pintada de rojo que se agita sobre el agua. Ellas dos miran en esa dirección y después, con la mirada, buscan otras cosas para señalarle a él: otra barcaza, esta vez azul, un bote atado contra la isla, un banco de arena brillante, plateado por la luz de la tarde, que emerge de entre las aguas como si se tratara de otra isla.


Una música en la memoria

De zapatillas y pantalones negros,
con el torso desnudo,
lleno de yerba una calabaza marrón.
El paisaje es el de todos los días,
salvo por una música que no silbo
y sin embargo sé.


Un año aburrido

Ese año lo pasamos escuchando conferencias.
Una mujer recitó,
a propósito de Alejandría, unos poemas de Kavafis.
Y lo hizo moviendo mucho los brazos,
señalando un rincón de la sala
desde donde llegarían los bárbaros.
Ese año, el invierno de ese año,
lo pasamos escuchando conferencias.


Un poema rosarino

Esa es la mujer que me obsesiona.
En el verano tomábamos cerveza
en el bar de la avenida;
pasaba un dedo -ella- por el borde del vaso
y hablaba riéndose.
Ahora viste una falda florida
y sandalias de taco bajo.
Ahora viste camisa blanca
y una hebilla de nácar, sobresaliente.
Pero ya no es la mujer que me obsesiona;
de hecho, evité repetir la escena del vaso manoseado
en el bar de la avenida.
Bella la vi, como en mis sueños,
pero recordé lo que aquellos me negaban:
la conversación trivial,
su risa estridente,
mi oído cada vez más refinado.


IV


Un canción

Las plantas de lechuga,
húmedas por la lluvia de la noche anterior,
verdes,
contrastan en un paisaje acostumbrado
al maíz, al trigo y a las pasturas.
Las mujeres no hornean, como antes, el pan:
duermen a esta hora y sueñan con hombres elegantes
que las pasean en autos descapotados,
que les señalan, al cruzar el puente,
esos cuerpos encorvados y rústicos,
casi imperceptibles por la niebla,
que recogen y encajonan plantas de lechuga,
al amanecer.


La despedida

Vivimos veinticinco años juntos
y en la misma ciudad
para terminar en este país de extranjeros,
casi como dos turistas aburridos
que toman una copa helada
después de haber intercambiado
algunas palabras gentiles.
Las calles de Roma están bordeadas de basura,
por la huelga,
y hay ese olor nauseabundo
que provoca en los residuos
el calor del mes de agosto.


Acerca del alma

Nada más quisiera el alma:
una percepción emocionante,
materiales levemente corruptos
de eso que llamamos "lo real",
y no estas construcciones dc fin de siglo
en cl bajo, galerías desde las que miro
los mástiles enjutos de un barco griego.
Tampoco el agua ni, más allá,
eso que dicen es la provincia de Entre Ríos.


Verde y blanco

para Renzi

De las verdes brevas la mujer, entre sus manos, toma una.
Alguien las cortó esta mañana
eligiendo las más grandes y rugosas,
dejando que las tersas maduren como higos,
dentro de un mes.
De las verdes brevas que adornan el centro de la mesa
dentro de un plato de loza blanco
la mujer, entre sus manos, toma una.
El contacto de esa carne desarmada y fresca
contra sus labios le recuerda un viaje.
Una terraza.
Velas blancas sobre el agua del Mar Argentino.


De la percepción

para Saer



La vista puede diluir las líneas galvanizadas
que marcan el límite de la propiedad
y hacer de este campo yermo
una barranca quebrada,
suponer sauce al paraíso
y río a esa franja de cemento
donde se suceden autos brillantes,
haciendo de la percepción un instrumento del deseo
y no de la verdad.


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