(N° 19)
En la calle, sentí que alguien estaba a punto de agredirme; me hice a un costado, y por mi izquierda pasó un hombre alto, delgado, razonablemente vestido, que trataba de disimular para que nadie se diera cuenta de que un momento antes era un ser repulsivo, inhumano. (Posdata 94, 28 de junio de 1996)
(N° 19)
Los observo desde el ómnibus detenido por la luz roja: la muchacha, entre el cine y el quiosco de revistas, mirando hacia el quiosco; el joven, invisible para mí la mayor parte del tiempo, tapado por el quiosco. De pronto el joven aparece y besa a la muchacha en la boca; se separan, él vuelve a desaparecer, y pronto aparece de nuevo, la besa, se vuelven a separar. No con la gracia de un baile o de un sketch humorístico, sino gravemente. (Posdata 94, 28 de junio de 1996)
(N° 34)En una esquina hay un hombre respirando, entre apoyado y sentado en uno de esos muros bajos que a veces anteceden a las vidrieras de los comercios. Tras él, se ve una cortina metálica baja. Es sábado, o domingo. Yo miro desde un auto que llegó a la esquina y fue detenido por un semáforo en rojo. Es una tarde gris, y pocas cosas me provocan mayor tristeza que las cortinas metálicas bajas, cuando son antiguas y están muy sucias, en una tarde gris. Debía ser domingo; sólo los domingos producen tal sentimiento de desolación en una ciudad. El hombre estaba totalmente concentrado en respirar, como en un ataque moderado de asma, pero seguramente no era asma, sino cáncer, o alguna otra enfermedad mortal. Estaba muy demacrado; unas ojeras oscuras le rodeaban los ojos casi por completo. Buscaba el aire con la boca entreabierta y lo forzaba a entrar hasta el fondo de los pulmones, dilatando la parte inferior del pecho. Se le notaban las costillas, aunque tenía la camisa puesta. Respiraba y miraba, pero no era mucha la atención que le prestaba a lo que veía; todos sus sentidos parecían concentrados en el esfuerzo para hacer entrar el aire, y en la apreciación del aire que entraba y salía. Ya no le quedaba otra cosa que hacer; sólo tratar de seguir respirando, y él lo sabía, y lo aceptaba, y aun lo disfrutaba, mientras muchos otros respirábamos sin darnos cuenta y no sabíamos qué hacer para entretenernos en esa tarde de domingo. Cambió la luz en el semáforo; el auto siguió su camino. (Posdata 94, 25 de octubre de 1996)
(N° 31)A Gabriela Onetto
(Posdata 105, 2 de septiembre de 1996)
(N° 21)La vieja ciega se abalanzaba sobre el puesto callejero, enarbolando un bastón que no era blanco y no era tampoco bastón, sino una larga varilla de metal, pesada, que a veces golpeaba contra el piso: ¡clinc, clang! Daba la impresión de que estaba atacando a la gente del puestito, pero sólo quería tomar un ómnibus. Un hombre del puesto la agarró del brazo y la fue llevando lentamente hasta la esquina, donde había un ómnibus parado con la puerta abierta. Pensé que estaría esperando a la ciega, pero de inmediato me arrepentí del pensamiento; los ómnibus no esperan a los ciegos ni a nadie. En seguida vi que el chofer se había bajado y estaba discutiendo con alguien, a los gritos. Uno de los que gritaban decía: "¿Querés que te enseñe a manejar?". Se oía el bastón de la vieja golpeando: clinc, clang. Seguí andando hasta terminar de cruzar la calle, y cuando llegué a la vereda me paré junto al semáforo y me di vuelta para observar la conclusión de la historia. Demasiado tarde. El ómnibus estaba con la puerta cerrada, ya había arrancado y ya se había desplazado unos metros. La vieja ciega y su horrible bastón ya no estaban a la vista. Incluso el grupo de mirones que se había formado en la vereda para disfrutar de la pelea, ya se había disuelto. Todo se había disuelto; no había sido más que una explosión fugaz de violencia, como un cortocircuito; algo que estalla de tanto en tanto entre los constantes, cotidianos canales de violencia que todo el tiempo se van desplazando normalmente; normalmente --------por la calle. (Posdata 96, 12 de julio de 1996) Mario Levrero. Montevideo, 1996.
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