Este trabajo, presentado en el marco de la exposición «Atmósferas Urbanas» organizada por los Espacios Unión, indaga en la naturaleza de la dificultad de percibirnos como habitantes de una ciudad. Una ciudad deseada y temida que nadie termina de aceptar, tal vez a causa de la presencia avasallante de una naturaleza que más que rodear, sitia a Caracas.
El 80% de la población venezolana es urbana. Es una cifra contundente. Pero, ¿es urbana, en el sentido de ser ciudadanos de una urbe, o sería más apropiado decir simplemente: «personas que viven en ciudades»?
La pregunta es válida pues el resultado de resistirnos a ser ciudadanos, la dificultad para percibirnos como tales, está a la vista y se expresa como hostilidad, hostilidad en su sentido más amplio.
A las numerosas y pertinentes explicaciones de este fenómeno, quisiera sumar otra idea, quizá bastante caprichosa, que ha surgido de mi experiencia vital.
Mi caso es un caso privilegiado pues soy una caraqueña que nació en Buenos Aires y vivió allí la primera mitad de su vida. Tal vez hablar un poco de Buenos Aires pueda resultar muy útil.
En Buenos Aires la gente no habla de su relación con la ciudad, de su condición de ciudadano. Simplemente a nadie se le ocurre. Sería como preguntarse si la vaca se ha acostumbrado a mugir. (Supongo que no es casual que nombre a la vaca pues la vaca es a un argentino lo que la foca a un esquimal.) La vaca muge, el perro ladra, los porteños son urbanos. Así, conjugando el presente habitual, el que expresa las verdades consagradas por la experiencia.
Los porteños nacen en Buenos Aires y crecen viendo a su alrededor un paisaje más o menos armónico, más o menos bello, más o menos amable, de edificios, monumentos, avenidas, plazas, etc. donde las personas viven. Un paisaje construido por el hombre sobre un terreno tan plano y extenso, tan obstinadamente chato que uno llega a dudar de Colón; un paisaje donde lo único «natural» es el cielo pálido, el aire, la lluvia, el clima pernicioso, la tierra bajo el asfalto y el río en la orilla. Yo, por ejemplo, vi el mar por primera vez a los 12 años, y una montaña a los 19. Y fue una emoción inolvidable pues el mar formaba parte de mis sueños, lo había leído en libros y revistas, lo había oído en boca de otros más afortunados que yo, lo había visto en cuadros, en fotos, en películas.
Un porteño además carece de una experiencia variada en cuanto a su alimentación. Jamás ha visto, por decir algo, una mata de mangos, ni de mamones; no ha visto guayabas, nísperos, lechosas, guanábanas, parchitas, plátanos o cilantro.
Y así los animales. Todavía por ejemplo me cuesta distinguir un gallo de una gallina, algo inconcebible incluso para un caraqueño de Los Palos Grandes.
Sucede que Buenos Aires es una ciudad-país, o una ciudad-mundo, y con esto trato de encontrar una idea que se corresponda con el sentimiento que genera el nacer y crecer en un espacio uniforme e inabarcable, una ciudad que no presenta límites percibibles a simple vista -creo que se podría viajar al menos dos horas antes de afirmar, en un tono dudoso, aquí se terminó la ciudad. Y en esa ciudad-país-mundo, las únicas criaturas compañeras del hombre son también bastante urbanas: hormigas, mosquitos, cucarachas; perros, gatos, ratones; palomas, gorriones. Quizá unos pocos caballos de alquiler en los parques. Y vacas, por supuesto, pero muertas.
Y hablando de muerte. ¿Podría morir un porteño longevo sin haber visto jamás una gallina completa, cubierta de plumas, vivita y cacareando? Sí, podría. Pues, fuera de la carnicería, ¿cuándo tiene un porteño oportunidad de ver un cerdo, un pollo, un conejo, un cordero? Nunca, a menos que tenga un propósito deliberado y vaya, por ejemplo, al zoológico, constatando de esta manera que la naturaleza como tal le es ajena, es algo exótico, algo digno de estudio, algo que observar con extrañeza y respeto; constatando una vez más, en su realidad, que su propia naturaleza, la que le ha tocado, es urbana.
La naturaleza natural es para un porteño algo entrañable que alguna vez, en un pasado mítico, le fue familiar; algo ubicado en el origen, algo esencial pues es fuente de vida y belleza, algo irremediablemente perdido ya no se sabe dónde ni cuándo ni por quién. La naturaleza, deseada pero temida, es para un porteño una ausencia, un amor que no se realiza; es, en definitiva, una elaboración melancólica.
Por el contrario, ¿podríamos decir que la ciudad es para el caraqueño una ausencia, algo deseado pero temido, un amor que no se realiza? Veamos.
Imaginemos a un caraqueño intentando sacar su cédula. Este señor, frustrado e iracundo pues no había «material» y la espera resultó inútil, sale de la Diex a las 12 del mediodía. Sale y se detiene en la acera, en plena Avenida Baralt, la más fea de la ciudad. Un vaho de calor, ruido, contaminación y miseria lo abofetea. Camina unos metros, trata valientemente de resistir ese golpe de realidad, siente que le falta el aire; instintivamente, como si se estuviera ahogando en las oscuras aguas del Ganges -perdón, del Guaire- boquea, levanta un poco su cabeza... ¿Qué ve? En primer lugar, el cielo neto, un plano de azul intenso, quizá con una pequeña nube que no hace sino resaltar con su presencia una belleza tan perfecta que parece premeditada. ¿Qué más ve? En el horizonte norte, un fragmento del espléndido Ávila. ¿Algo más? Sí, una suave colina al sur, más allá de Quinta Crespo; y otra colina hacia El Calvario, color verde refulgente con orgullosas palmeras formando una cresta en la cima. El señor en la avenida Baralt, de pie en medio del abandono del centro de la ciudad, avasallado por el caos y la suciedad, comprueba sin embargo, apenas levantando los ojos, arriba y en el horizonte, que está rodeado de belleza.
El señor en la avenida Baralt está sitiado. En el plano inmediato por la fealdad del paisaje urbano, y en el plano de fondo por la belleza natural.
¿Esa belleza lo consuela? Sí, naturalmente, es un refugio y un consuelo. Pero un consuelo peligroso, paralizante, pues encierra en sí el poder perverso que la víctima ejerce sobre el victimario.
La naturaleza, víctima de la ciudad, actúa perversamente contrastando con su presencia esplendente la obra torpe del hombre. Su magnificencia nos invalida, nos recuerda que nuestra obra no es digna, que no somos capaces de emularla. Basta observar a nuestro venerado Ávila -monte o montaña, tan omnipotente que como un dios hermafrodita merece adjetivos en ambos géneros-, para comprobar cuánto mejor que nosotros es.
Todo esto parece una venganza, una venganza planeada en el inconsciente: Aquí, en este valle de gracia, en un espacio robado a la naturaleza, se fundó una ciudad. Hubo terremotos, incendios, exterminios, saqueos, invasiones, pero aquí estamos. Cinco siglos después, aquí estamos cinco millones de personas preguntándonos todavía si esto nos corresponde.
A la inversa de Buenos Aires donde la naturaleza pertenece al mundo imaginario, en Caracas, sitiada por la naturaleza, es la ciudad la que está ausente. Y la derrota de la naturaleza, su venganza por haber perdido su valle, nos es devuelta en forma de desapego.
En todo caso, estoy convencida, tarde o temprano la realidad se abrirá camino tal como el agua encuentra su cauce. Nuestro lugar, el lugar del hombre contemporáneo, es la ciudad. Y si es una ciudad como Caracas, pues simplemente se trata de admitir que es una suerte, un verdadero privilegio. Tarde o temprano terminaremos por actuar con cordura y sabremos disfrutar de lo que el destino nos puso en el camino: un valle tocado por la gracia.
Y por último, comentaré un trabajo de Octavio Paz que siempre cito porque sencillamente no he encontrado nada que lo supere.
Cuando en 1982 Paz escribe el epílogo de la celebérrima Laurel, antología de poesía moderna en lengua española, que recogía la poesía escrita desde Unamuno a 1940, intenta hacer una distinción entre aquella poesía y la escrita durante los 40 años posteriores. Dice que es una tarea demasiado difícil, que en todo caso hay más oposiciones que afinidades. Y sin embargo, se arriesga a señalar un único rasgo distintivo: la ciudad. La ciudad contemporánea como constante proceso de construcción y destrucción, «la ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica aunque sea distinta, esa realidad inmensa y diaria que se resume en dos palabras: los otros.»
Paz dice que nuestra naturaleza es mental: no es aquello a lo que nos enfrentamos sino aquello que pensamos, soñamos y deseamos. Pero la ciudad no es mental, es nuestra realidad: nuestra selva, nuestra estepa, nuestra colina.
Blanca Strepponi, Caracas.
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