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 Sergio Bizzio
nació en Villa Ramallo el 3 de diciembre de 1956. Publicó las novelas El divino convertible (1990), Infierno Albino (1992), Son del Africa (1993), Más allá del bien y lentamente (1995), las colecciones de poemas Gran Salon con piano (1982), Mínimo figurado (1988) y la plaquette Paraguay (1991). Adaptó el Fausto de Estanislao del Campo (estrenada como Un Fausto Criollo en el TMGSM) y los Entremeses de Cervantes (estrenada como El hospital de los podridos y otras maravillas en el Teatro Nacional Cervantes). Escribió con Daniel Guebel las obras La China, El amor y Carnicerías Argentinas. Desde hace varios años trabaja como productor y guionista de TV.

 


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EL ABANICO MATAMOSCAS




GUEIS


El caballo se detuvo como si fuera automático, sin corcoveos,
Y Raúl Becette, el jinete, se fundió en un abrazo con su amante
(primero desmontó, es verdad): hacía un año por lo menos
que no lo veía ni de frente ni de atrás.
La noche era tan clara que daba asco.
La luna, toda pelada, igual a si misma,
se derramaba sin gracia.
-Mi amor... dijo Becette
a la oreja de su amante, una oreja peluda y arrugada,
de 45 años de edad, con textura de higo.
-Shh, no digas nada...
Se separaron por un instante,
se miraron las bocas y volvieron a abrazarse.
El otro se llamaba Ignacio Mazón.
Menos la piel era todo negro: los ojos, el pelo,
las fosas, el bigote, incluso los dientes.
Vestía de negro, con una camisa Mc Gregor
y un pantalón de hilo grueso brillante,
locamente planchado.
-Es que hay algo
que te quiero decir...
-Esperá, esperá un cachito,
dejame sentirte un minuto más...
Silencio: sigue el abrazo.
No se oye nada
aparte de un grillo, viejo forro de campo,
que habla dormido (sueña que la luna
rebota, que sube y baja a todo lo que da).
Bueno... piensa Becette y dice, soltándolo:
-¿Cómo va la cosa, qué es eso que tantas ganas
tenés de hablar?
-Prefiero -le dice Mazón mirando arriba
(ya había mirado al suelo y no se animaba
a mirarle la vista) decirlo de un saque:
me enamoré de una mujer.
Fue hombre, pero está solucionado.
Te pido que me disculpes. Herirte...
-No digas más, callate, sé muy bien adónde vas.
¿La embarazaste?
-No, si no puede...
-Pucha -dijo Becette-, no sabés el dolor
que me causás.
-Lo sé, lo siento.
-¡Haijuna caballo automático, hijo de una gran puta! -gritó
de pronto Becette, oliendo lo que oía caer
del bicho (siempre que le iba mal
se la agarraba con el pobre animal, que esta vez
le había acertado en un zapato).
-Te repito que lo siento. Lo siento.
Becette bajó la vista, la subió, la llevó a un costado.
Sabía muy bien en qué pensar, lo que no sabía era en qué mirar.
La vida, que se había especializado en ser injusta,
era de pronto injusta. Dobló una pierna, se agachó,
raspó la cara sucia del zapato contra el suelo y, sin chistar, montó.
-Una última cosa -le dijo- por si un día me buscás:
me voy pa allá -y señaló-. Allá voy a estar -y se fue.
¿Qué más te puedo contar?
-le dijo después Mazón a su hermosa mujer ex varón-.
Me dio lástima, no te digo que no.
¿Sabés qué fue lo último que dijo?
"Allá".
Dijo un "allá" chiquito, y ese chiquito "allá"
estaba perdido hoy a la mañana.
Fui a verlo melancólico y le hablé.
¡Mirá vos, a una palabra le hablé!
-Buen día, don allá -le dije, suave.
-Allá las pelotas -me contestó él-, allá fui anoche,
ahora soy un bozal de bulto
y, por si no lo sabés, te andaba esperando...
Sacó de entre las eles un cuchillito y mientras corríamos
me hirió todo lo que pudo.

                              Vicio El Bizzio



¡QUÉ BARBARO!


Me venía cogiendo bichos de lo lindo,
lo confieso (¿o no soy un escritor?).
La vaca, la gallina, la oveja, la casera
(el marido, mire usted, nos espiaba,
desnudo y temblando con la capa
de la esposa en la espalda transpirada).
Estas cosas, mal o bien, tienen su tamaño...
Pero anoche, haciéndome el boludo,
llego al colmo, al alambrado...
No había luna (con tanto cielo,
qué raro). Mordía un pasto y me rascaba
amparado el ojete en la oscuridad...
La perdiz estaba en su hueco.
Yo mismo, hacía un rato, en el mío,
le daba al marote y ella aparecía
con las alitas quietas y la mirada
perdida, como envasada.
Me le senté al lado y (por supuesto)
se hizo un silencio, dos,
hasta que, sabiéndose perdida,
-acaso yo vibraba y ella me leyó-,
se puso de rodillas. Le ví la espaldita y
'Bueno, permiso", pensé
haciendo a un lado la bragueta.
Tuve enseguida un momento de razón...
Mi poronga, su sombra, la cubría y le sacaba
una larga cabeza de ventaja.
Me importó, sí, pero bueno:
se la puse igual. ¿Vió cuando usté apoya
la mano húmeda en un poste y después la saca,
el ruido que hace lo sutil que es?
Ponérsela fue igual que resumir:
un solo pijazo le bastó.
(A mí no, yo sinceramente
hubiera querido un poco más...)
¡Qué loco es verse en la punta
del choto un pico abierto de perdiz!
(y los huevos cagados emplumados
mientras late distinto el corazón).
Prendí después una tuca
("ñaruso" le digo yo, en clave)
y enseguida me dormí y me desperté.
¡Para qué! Todo el campo estaba ahí.
Una fila con los bichos ya culeados
y otra más, adelante, con la gente.
Me saqué del choto la perdiz con un revés,
me paré de un salto, los miré ofendido,
como violado, y ahí nomás, por tierra,
empecé a volver. ¿Qué sentía? No sé.
Calor. En eso pasó Domínguez en primera
fumando un Jockey Club. "¡Chau, qué hacés!",
me saludó. Yo levanté la mano
pensando en otra cosa ("qué lástima, se va a saber")
y dejé que me tapara el polvo del tractor.

                              Bizzio El Visionario



MANDARINA


Acá por el campo mucha lesbiana no se da,
pero sí pajera, y en cantidad. (No lo digo mal).
¡Si supiera usted lo dolido que estoy!
Al patroncito, muy serio, con la espalda
lampiña encorvada (usa bajo el monitor),
le gusta, le gustaba, decir que la mujer
vale por dos, o por tres... Nunca lo entendí,
pero eso explica, me parece, que la pajera
(hablo de lo mío, hablo de Romina, la casera)
no precise como entidad de nadie más:
es lesbiana si al pajearse hace el amor con otra.
Grita una sola, pero gozan las dos.
(Después, mientras una fuma,
la otra busca desesperada la bombacha).
Enamorado de ella casi desde el día en que nací,
aproveché la alegría del velorio del marido
y la embestí. Me rechazó. (Nada violento:
me miró callada y yo sentí que me caía
en la mano la tapa del ataúd).
Perfumado, en otra ocasión, y bien vestido,
la agarré del cuello. Forcejeamos. Tropecé.
La punta de la mesa se me vino encima
muy despacio, con tiempo, y alcancé
a oir: -"¡Nunca me gustó el varón!" .
-"¿Y cómo es que te has casado alguna vez?"
le quise y no le pude preguntar. Morí.
-"¿Sabes? -dijo al rato en español-
ese golpe, tu sangre, tu cuerpo
más feo que nunca ahora que ya no late,
me harán sufrir más que toda esta llanura...".
Igual -la verdad- no estoy seguro
si lo dijo o si yo estaba ya del otro lado:
acá es tan fácil escuchar lo que no se entiende...
Todo se dilata, como el amor sin un je je...
No, no la extraño. ¿Rabia? No, tampoco.
todo lo contrario. ¡Si fui yo el que estuvo mal!
Día más, día menos, al otro día
de mi muerte vino Dios a darme charla.
Me pasó un bracito por los hombros
(es de locos el tipo lo flaco que está,
y encima con un grano en el tatuaje),
nos sentamos sobre las tetas
de su nube preferida, más pulida que un imán,
y, sacándose la boina, me dio permiso
para ver de nuevo el mundo allá abajo:
el agua revuelta del tanque (australiano)
-un verdín surfeaba en las ondas, ahora no-,
la chancha más lejos que nunca de parir,
la sombra de Miranda sobre el arado
y, ya adentrándome en la casa,
unos fósforos de Playboy sobre la almohada.
"Bueno", dijo el Señor, que no había dicho nada,
"¿vamos?". Entonces la ví: estaba preciosa,
sola, viva, haciéndose la paja en el espejo.
"¡Romina!", la llamé
y ella -milagro- levantó la vista y acabó (no por mí
pero levantó la vista y acabó): Dios no entendía nada.
Se hizo una pausa de aliento satisfecho en el espejo,
y en su boca la sombra de sus pestañas tembló.
Yo -a propósito, como todo, incluído lo imposible-,
sabiendo que Dios me miraba, sonreí.

                              Bizzio El Ururú



BUENAS, GAMBAROTTA


Viera usted lo que ví
la otra noche por aquí...
(no, voy a cambiar el tono, la verdad que no quiero
rimar así porque sí, darle la impresión de que uso
música para mentir): luz mala ¡de no creer!
estaba garchándose un marciano.
A ella, que es varón, la conocemos todos;
el otro era bastante cabezón, verde y con antenas,
parecía recién llegado de ahí nomás, del televisor.
¿Sabe cómo estaban? El marciano prendido a un poste
con los dedos, boca abajo, de panza y en el aire
porque las piernas abiertas le flotaban;
luz mala le daba y le daba casi sin moverse,
con mucho estilo, la gorra bien calada,
entrecerrado el ojo izquierdo por el humo
del cigarro en la comisura (puesto allí).
Bueno, ví el asunto y me tiré en un yuyo.
"No te acabes todavía -le decía el extranjero-,
pero avisame cuando llegue. ¿Ustedes dicen así
acá, acabar?" -le preguntó. El culo
se le hinflaba y desinflaba como un globo
a cada empujón. "Hablame,
decime de vez en cuando alguna grosería.
¿Sos casado? ¿Se llevan bien?", insistió
el marciano. Luz mala seguía callado,
serruchaba al extraterrestre con tanta maestría
que daba la impresión de que no la sacaba,
de que siempre la ponía. "¿Cuánto gana por mes
un poeta acá en el mundo? ¿Tienen obra
-despacio, muchacho, que soy de afuera- social?
Haceme un favorcito: sacala hasta la punta y
ay, era justo eso lo que te iba a pedir".
El marciano hablaba tanto que me hizo calentar.
Arrastré una mano por la tierra y me pajié.
Después, cuando volví a mirar, el paisaje
se había descoloreado, ya no era igual.
Me pareció menos lindo, de nuevo raro.
Me pareció que lo que hacían no gustaba
a ninguno de los dos. Luz mala estaba
de pronto muy poco vital, como chupado
por el reflejo del marciano en el platillo
(estacionado por las dudas ahí nomás).
Entonces, apagada ya mi sed, comprendí
lo que ví -¡mi Dios!-: con el orto
el marciano se lo comía (¿cómo dicen
allá en la UBA?) literalmente, sí. Comía.
El culo le hizo chomp y -¡bestia!- se lo tragó.
Luz mala se apagó como una luz.
Una gota de sangre, una chispa quizá,
flotó en el aire un minutito, no más. Después
el marciano se pasó una servilleta por el culo
y, mirando alrededor, subió rápido al plato
y se mandó mudar. Yo, aturdido por la experiencia,
con la mano llena de leche y tierra pegoteada
me tapé la boca para callar el corazón.

                               Bizzio El Visón


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