Sergio Bizzio |
EL ABANICO MATAMOSCAS
GUEISEl caballo se detuvo como si fuera automático, sin corcoveos, Y Raúl Becette, el jinete, se fundió en un abrazo con su amante (primero desmontó, es verdad): hacía un año por lo menos que no lo veía ni de frente ni de atrás. La noche era tan clara que daba asco. La luna, toda pelada, igual a si misma, se derramaba sin gracia. -Mi amor... dijo Becette a la oreja de su amante, una oreja peluda y arrugada, de 45 años de edad, con textura de higo. -Shh, no digas nada... Se separaron por un instante, se miraron las bocas y volvieron a abrazarse. El otro se llamaba Ignacio Mazón. Menos la piel era todo negro: los ojos, el pelo, las fosas, el bigote, incluso los dientes. Vestía de negro, con una camisa Mc Gregor y un pantalón de hilo grueso brillante, locamente planchado. -Es que hay algo que te quiero decir... -Esperá, esperá un cachito, dejame sentirte un minuto más... Silencio: sigue el abrazo. No se oye nada aparte de un grillo, viejo forro de campo, que habla dormido (sueña que la luna rebota, que sube y baja a todo lo que da). Bueno... piensa Becette y dice, soltándolo: -¿Cómo va la cosa, qué es eso que tantas ganas tenés de hablar? -Prefiero -le dice Mazón mirando arriba (ya había mirado al suelo y no se animaba a mirarle la vista) decirlo de un saque: me enamoré de una mujer. Fue hombre, pero está solucionado. Te pido que me disculpes. Herirte... -No digas más, callate, sé muy bien adónde vas. ¿La embarazaste? -No, si no puede... -Pucha -dijo Becette-, no sabés el dolor que me causás. -Lo sé, lo siento. -¡Haijuna caballo automático, hijo de una gran puta! -gritó de pronto Becette, oliendo lo que oía caer del bicho (siempre que le iba mal se la agarraba con el pobre animal, que esta vez le había acertado en un zapato). -Te repito que lo siento. Lo siento. Becette bajó la vista, la subió, la llevó a un costado. Sabía muy bien en qué pensar, lo que no sabía era en qué mirar. La vida, que se había especializado en ser injusta, era de pronto injusta. Dobló una pierna, se agachó, raspó la cara sucia del zapato contra el suelo y, sin chistar, montó. -Una última cosa -le dijo- por si un día me buscás: me voy pa allá -y señaló-. Allá voy a estar -y se fue. ¿Qué más te puedo contar? -le dijo después Mazón a su hermosa mujer ex varón-. Me dio lástima, no te digo que no. ¿Sabés qué fue lo último que dijo? "Allá". Dijo un "allá" chiquito, y ese chiquito "allá" estaba perdido hoy a la mañana. Fui a verlo melancólico y le hablé. ¡Mirá vos, a una palabra le hablé! -Buen día, don allá -le dije, suave. -Allá las pelotas -me contestó él-, allá fui anoche, ahora soy un bozal de bulto y, por si no lo sabés, te andaba esperando... Sacó de entre las eles un cuchillito y mientras corríamos me hirió todo lo que pudo.
¡QUÉ BARBARO!Me venía cogiendo bichos de lo lindo, lo confieso (¿o no soy un escritor?). La vaca, la gallina, la oveja, la casera (el marido, mire usted, nos espiaba, desnudo y temblando con la capa de la esposa en la espalda transpirada). Estas cosas, mal o bien, tienen su tamaño... Pero anoche, haciéndome el boludo, llego al colmo, al alambrado... No había luna (con tanto cielo, qué raro). Mordía un pasto y me rascaba amparado el ojete en la oscuridad... La perdiz estaba en su hueco. Yo mismo, hacía un rato, en el mío, le daba al marote y ella aparecía con las alitas quietas y la mirada perdida, como envasada. Me le senté al lado y (por supuesto) se hizo un silencio, dos, hasta que, sabiéndose perdida, -acaso yo vibraba y ella me leyó-, se puso de rodillas. Le ví la espaldita y 'Bueno, permiso", pensé haciendo a un lado la bragueta. Tuve enseguida un momento de razón... Mi poronga, su sombra, la cubría y le sacaba una larga cabeza de ventaja. Me importó, sí, pero bueno: se la puse igual. ¿Vió cuando usté apoya la mano húmeda en un poste y después la saca, el ruido que hace lo sutil que es? Ponérsela fue igual que resumir: un solo pijazo le bastó. (A mí no, yo sinceramente hubiera querido un poco más...) ¡Qué loco es verse en la punta del choto un pico abierto de perdiz! (y los huevos cagados emplumados mientras late distinto el corazón). Prendí después una tuca ("ñaruso" le digo yo, en clave) y enseguida me dormí y me desperté. ¡Para qué! Todo el campo estaba ahí. Una fila con los bichos ya culeados y otra más, adelante, con la gente. Me saqué del choto la perdiz con un revés, me paré de un salto, los miré ofendido, como violado, y ahí nomás, por tierra, empecé a volver. ¿Qué sentía? No sé. Calor. En eso pasó Domínguez en primera fumando un Jockey Club. "¡Chau, qué hacés!", me saludó. Yo levanté la mano pensando en otra cosa ("qué lástima, se va a saber") y dejé que me tapara el polvo del tractor.
MANDARINAAcá por el campo mucha lesbiana no se da, pero sí pajera, y en cantidad. (No lo digo mal). ¡Si supiera usted lo dolido que estoy! Al patroncito, muy serio, con la espalda lampiña encorvada (usa bajo el monitor), le gusta, le gustaba, decir que la mujer vale por dos, o por tres... Nunca lo entendí, pero eso explica, me parece, que la pajera (hablo de lo mío, hablo de Romina, la casera) no precise como entidad de nadie más: es lesbiana si al pajearse hace el amor con otra. Grita una sola, pero gozan las dos. (Después, mientras una fuma, la otra busca desesperada la bombacha). Enamorado de ella casi desde el día en que nací, aproveché la alegría del velorio del marido y la embestí. Me rechazó. (Nada violento: me miró callada y yo sentí que me caía en la mano la tapa del ataúd). Perfumado, en otra ocasión, y bien vestido, la agarré del cuello. Forcejeamos. Tropecé. La punta de la mesa se me vino encima muy despacio, con tiempo, y alcancé a oir: -"¡Nunca me gustó el varón!" . -"¿Y cómo es que te has casado alguna vez?" le quise y no le pude preguntar. Morí. -"¿Sabes? -dijo al rato en español- ese golpe, tu sangre, tu cuerpo más feo que nunca ahora que ya no late, me harán sufrir más que toda esta llanura...". Igual -la verdad- no estoy seguro si lo dijo o si yo estaba ya del otro lado: acá es tan fácil escuchar lo que no se entiende... Todo se dilata, como el amor sin un je je... No, no la extraño. ¿Rabia? No, tampoco. todo lo contrario. ¡Si fui yo el que estuvo mal! Día más, día menos, al otro día de mi muerte vino Dios a darme charla. Me pasó un bracito por los hombros (es de locos el tipo lo flaco que está, y encima con un grano en el tatuaje), nos sentamos sobre las tetas de su nube preferida, más pulida que un imán, y, sacándose la boina, me dio permiso para ver de nuevo el mundo allá abajo: el agua revuelta del tanque (australiano) -un verdín surfeaba en las ondas, ahora no-, la chancha más lejos que nunca de parir, la sombra de Miranda sobre el arado y, ya adentrándome en la casa, unos fósforos de Playboy sobre la almohada. "Bueno", dijo el Señor, que no había dicho nada, "¿vamos?". Entonces la ví: estaba preciosa, sola, viva, haciéndose la paja en el espejo. "¡Romina!", la llamé y ella -milagro- levantó la vista y acabó (no por mí pero levantó la vista y acabó): Dios no entendía nada. Se hizo una pausa de aliento satisfecho en el espejo, y en su boca la sombra de sus pestañas tembló. Yo -a propósito, como todo, incluído lo imposible-, sabiendo que Dios me miraba, sonreí.
BUENAS, GAMBAROTTA
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