Notas |
Carlos Arigos |
"-Antes de los dioses, reinaban solas las tinieblas, y flotaba un soplo, pesado e indistinto como la conciencia de un hombre durante un sueño." Gustave Flaubert, "Salambó".
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El soplo se dispersó entre las primeras hojas del otoño del árbol, ayudándolas a brotar en la vereda desnuda de toda belleza, preparándola para venideros pasos esperados en la casa. Torció su destino de próximo árbol, la contradanza de la brisa sin norte de otro soplo que, desorientado, lo arrojó fragmentándolo a través de la mirilla de la celosía de la casa abatida en la penúltima luz del día. En dispersión se estuvo un momento, atento al espectáculo de las partes separadas que debilitaban su misión de mensajero evocador. Con un golpe circular, que estremeció las amarillas flores inútiles del inútil jarrón en su parodia de estíos pasados por las que ya nada podía hacer al caer de los pétalos arrugados, se re_unió y reconstruyó la naturaleza libre y unitiva de su destino. Blindándose contra su pariente del interior, que en la habitación era como un aire enrarecidamente caliente por el intercambio gaseoso que allí practicaba por las tres vías posibles el cuerpo que unos pies levantaron del sillón para que el brazo terminado en una mano sarmentosa tirara de la cadenita que tiraba del interruptor que encendía la lámpara en la mesa, alisó con suaves golpeteos de sus alitas todo su contorno hasta saberse a salvo, fresco, y en condiciones de cumplir su tarea de soplo incontaminado. Ya seguro de sí, avanzó penetrando la densidad del aire estancado que a su paso dejaba en el vacío olas que se esparcieron por todo el cuarto, ondas lentas y gelatinosas que distorsionaban los objetos, como si vistos por encima y detrás de un fuego que ya se había apagado en el hornillo y enfriaba la olla destapada. Una rabia sorda, y premonitoria de mala leche, lo invadió al ver y sentir contra su cuerpo las asquerosas y malolientes ondas del aire en el cuarto en desbandada, y en defensa propia se reunió sobre sí reconstruyendo la primera y más perfecta esfera. Con un golpe de timón que le nacía de su corazón en cólera, dio una vuelta vertiginosa que dejó un anillo ondulado de vacío fresco en derredor de la habitación. Desertando la esfera, y otra vez con su cola de soplo recompuesta, giró lentamente bajo la lámpara sin foco que colgaba del techo colgado de telarañas para mirar su obra: un fresco remolino que avanzaba hacia él fijando ahora los objetos, después del fuego, en sus lugares. Hacia el vórtice del trompo en vacío dónde seguía girando el soplo, atraída violentamente voló la única luz desde la mesa encendida. A su alcance en el vuelo disparó la cola fresca haciendo estallar el foco en mil esquirlas de vidrio pulverizado, que abandonó en su caída un reguero fosforescente de curva en expansión y extinción, de cometa abatido que agotó sus posibilidades ontológicas. En el fósforo de la penumbra, con un halo los dos ojos ascendieron desde el sillón empujados por el cuerpo empujado por las piernas empujadas por los pies, hasta dejar ver el filamento en menguante reflejado en las pupilas que cubrieron los párpados en un quince avos de segundo. La instantánea oscuridad dejó oír el tembleque frotar del brazo con la mano con el fósforo en la caja, y ver avanzar el candelabro que la otra mano ofrecía a la sedienta llamita que debía justificar su existencia, en el amarillento y vacilante y breve tiempo de su esplendor. Los zapatos transportaron su pesada carga hasta el sillón repitiendo al trasluz del betún deslucido distintos espejismos de la vela en llamas, amenazada por el soplo en ciernes. Desde su mirador bajo la lámpara dejó el soplo escapar un aire fresco que se coló por el pescuezo estriado del cuerpo que se estremeció impulsado por el movimiento en cadena de los zapatos que lo transportaron hasta la ventana, que cerraron las manos de los brazos del cuerpo, y luego hasta el camastro revuelto en su soledad. Ya no vendría, y no era la primera vez. Nunca había venido. Los brazos abarcando dos semicírculos, desde los costados taparon el cuerpo yacente que giró hasta quedar dormido boca abajo. Primero fue el pánico y luego la furia; encerrado el soplo peleó en la noche gimiendo contra los pasadores de la ventana que amenazó ruina, desesperado tumbó la vela que se apagó miserablemente en el plato frío de sopa, hizo rodar el cobertor del cuerpo dormido, alborotó los mosquitos tardíos, adelantó temperaturas de un invierno por venir, removió pelusas que nunca habían visto cosa igual en la oscuridad que las confundía mezclando las azules con las rosas, infló en un paracaídas innecesario la tela que las arañas suspendieron en su telar amenazado, arrancó un almanaque de 1492 que señalaba un día, y finalmente oyó el ronquido en estertor que lo detuvo. El culo blanco allá abajo disparó el recuerdo de viejas sabidurías que lo precipitaron a soplar entre las nalgas descarnadas, inútilmente ya. En el mediodía la casa de la ventana abierta en ruinas asomó los ojos del otro cuerpo esperado que desde los zapatos de tacos altos relucientes de hojas y árboles sin hojas con pájaros, murmuró: -cagó fuego, como tero comiendo bichos. Durante mucho tiempo, los durmientes de aquél barrio suburbano oyeron estremecidos el zinc de sus techos mascullar, como en un rezo: -Mierda.
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