Rescate |
Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. Publicó Bizancio (1994) y Tres poemas dramáticos (1995). |
que terminaba ante unas puertas de madera esculpida. Allí algunas figuras se desvanecían como adornos demasiado vivaces para alguien que dormía. ¿Podré ahora ver, despierto, algo más allá? ¿Inventaré esos niños de mármol pintado? Celestes estatuas que cabalgaban con soberbia infantil sobre el trabajo minucioso de un dios esclavizado. Los sueños pueden vestir sombras sin fe, pero también traernos noticias de la verdad, ¿qué es, si no, la tenue métrica de los versos, qué otra cosa? ¿Acaso la agitada respiración del durmiente, cuando ve su propia muerte pesada y cayendo sobre su pecho con la apariencia inexplicable de unos niños sin rostro? ¿O puede ser el sueño, imagen repetida de la muerte, único sitio donde voces y cosas, quien las mira y las oye, llegaron a mezclarse? No he traído del cielo este raro arco que tanto te ha asombrado. Soy tu guía pero podés llamarme como quieras. Sí, deberías mirar estas tenues, traslúcidas sombras, agrupadas o dispersas, pues son mortales que esperan nacer. Aquellas tres siluetas de cabellos trenzados han sido peces, escarabajos, cisnes antes que los llamaran para volver de nuevo a la poesía, hacia unas vidas repletas de palabras. Si lees ya las notas que en sus túnicas verás para tus ojos traducidas, tal vez adivines el día en el que iban a nacer, aunque otras necesidades lo evitaron. ¡Con qué pena temblé al disparar entonces mi arco hacia los hilos frágiles de esos futuros poetas que nunca nacerán! Otros cuerpos, otras voces, que quizás vayas a conocer, y que los tres todavía esperan. Lee sus epitafios y si las leyes que me ordenan un día lo permiten, sabrás reconocerlos. En lugar de casarme, consagré a mis versos la juventud. Ahora atravieso las verdes aguas de la aflicción. Tantos efebos me buscaron, atraídos por mi gracioso paso, pues aun siendo quizás muy alta nadie bailaba mejor que yo en las fiestas córneas del hirsuto dios; pero no me halló él, de quien la sombra en el último abrazo desgarré. A cambio de mi lecho nupcial, mi madre puso aquí una virgen de marfil que se parece a mí. Sin embargo, tú, recuérdame, niñita, como al grillo y a la cigarra, huésped de la encina, que sepultaste llorando, soy Ánite, juguete precoz. Recuerda al delfín que se moría encallado en la playa, ¡cómo pensamos, niñas, que había visto su efigie en alguna proa de bronce y que engañado por el arte siguió a la nave hasta morir allí tendido! Detente tan sólo un momento, quienquiera que seas. Es el cuerpo de Nóside, la de cejas espesas y piel blanca, el que ahora pisas. No toques la sagrada ofrenda, esta red que llevaba mis cabellos. El cuadro se ha gastado con el roce de los dedos de otros viajeros demasiado curiosos, dicen que muy bien reflejaba el alegre encanto de mi suave mirada. Que mis ojos oscuros alumbren la noche de tus sueños, lector, si crees en mi belleza que ya nada atestigua. Ni una hija que repita la gracia de mi gesto. Pero si vas a la playa, diles a las chicas hermosas que no guarden la miel insuperable que las cubre. ¡Que su talento te brinde alegría y que limpie tu cuerpo del dolor de los dardos! Dijiste, transportada, que me querías y el llanto sellaba tus palabras sobre mi piel. ¿Cómo no recordé entonces tu inscripción, la risa con que me la hiciste leer, apenas te conocí? "Tómame entera, decía, y luego no te aflijas si otro también me tiene". Ahogué entonces las brasas de mi olvido en el vino sin mezcla, y encima de un profundo pozo me asomé. No quise ver la vejez reflejada en mi rostro, sino decir mi breve poema sobre un niño pequeño, que a los tres años fuera atraído al agua por su imagen y sacado, ya muerto, para evitar el agravio de las fuentes. "Sabes, me dijo un joven, eternos son tus versos, pero demasiadas veces te acuesta la pasión sobre espinas o cenizas aún calientes de un banquete secreto, ven, recítame los versos que hace tiempo compusiste para otro; soy moreno, ¿qué importa?, los carbones son negros y brillan encendidos".
todavía conservan su dolor, sus voces aún parecen retener el eco de unos cuerpos devueltos a la fuente de la belleza. ¿Cómo pueden hacer esas perfectas miniaturas del propio desencanto? Brillan como flechas de plata sus pálidas túnicas o vestidos. La gracia que las cubre es la belleza en movimiento. Tenues vidas sin cuerpo que cantan y que con la bebida del olvido mirarán hacia el cielo y desearán entrar de nuevo a un cuerpo. Aun si no las vieras, seguirían brillando. No somos tres mujeres que bailemos para que tu certeza nos condene a un olvido dorado. ¿Te parece que es un sueño mirar cosas hermosas tan complacientes y únicas, que esconden la acertada belleza? Ya las gracias se alisaron las ropas, mientras vemos nuestros cuerpos flexibles, reflejados en tus ojos. ¿No ves que sin nosotras no tendrías un guía y creerías que la belleza existe? Sólo hay instantes placenteros, vidas sueltas sobre este musgo corto. ¿Cómo harías para hablar del dolor sin despedirte del áspero temblor de nuestras voces y del deseo que esta exhibición te ofrece? Cuando ya quieras morir, escucharás a otros que te llamen y rompan tu gratuita supresión. Nunca formas tan celosas y antiguas como esta voluntad suprimida que resume en cada cuerpo todo y nada deja de nuestras tres sonrisas transparentes. Parecida a la noche, me senté, a escuchar un chasquido sordo, el arco tenso del destino que dispara sobre mí. No hablaré de mi infancia, del peligro desafortunado, de expulsiones familiares, allá donde entre tan escasa gente nadie miraba el brillo de esta niña, hoy tan alta como un árbol que se hunde profundamente en la tristeza terrestre. Busqué después la vana promesa de leer a dos hombres unidos por un hilo que yo llevaba danzando. La muerte los hace ahora totalmente distintos, ¿qué rara trama decisiva diría que uno fuera consumido por su enfermedad, dándole un excesivo alimento, qué hizo al otro detener un crecimiento que hoy tejo con la malignidad de mi aceptación? Todavía mi herida me quemaba y él sacó una flecha nueva, alada, causa de sombríos dolores. ¿Quién podía saber que un gesto negativo, juvenil y violento, que esta cápsula, yo, me aboliría para siempre? No sé cuántas personas se conmueven al verme; quienes me aman susurran, para asistir a la belleza de mi llanto que me dobla como la lluvia al frágil junco: "¿Por qué quieres crear otro cuerpo con tu cuerpo?" Es cierto que fui yo la que tiré del telón, pues no podía tolerar mi propio secreto oscuro. Dije lo que hice, pero me concedí un sombrío cortejo: dos delgadas y alegres mujeres que pudieron hacerlo también. ¿Quién sabría decir si fue un efecto del sufrimiento que las envolvía? Mis ventajas están en que yo hablo y me quejo de una fatalidad, donde el dolor se vuelve casi una forma del deseo. Entonces rindo homenaje a mi destino amargo. Cuando fui a ese lugar que simulaba la blancura de la asepsia, me apoyé en los hombros de una amiga; sus huesos que parecían salirse, su temblor, me mostraron que yo la hubiera podido salvar, a ella, y que al ceder a mi martirio la condenaba conmigo. Pero ahora mi tristeza relumbra entre las noches y los mentirosos días. Después volví a mi pieza a llorar como si el cuerpo tuviera una extensión de lo que hago. Íbamos sobre sombras que mojaba la lluvia, pisando unos fantasmas sin rostro. Si pienso en ellos y en el coro que formábamos las tres, me pregunto qué nombres, qué sexo les hubiéramos puesto. ¿Cómo enumerar eufonías y alfabetos, genealogías y caprichos, cómo hacerlo sin recordar la pesadez de esa anestesia que llamó al secreto? En una caja de cartón yo guardo tres hojas amarillas de una planta que arranqué en mi infancia. Ahí había muerto una pequeña tortuga, de hambre o de sed, sin probar las hojas de la maceta: su condena, ¿fue mi ignorancia de la historia natural o las especies cambiantes de seres como yo? Ahora enmudezco, entregada a un retorno quizá menos casual, que no repite nada, callo la intensidad de un acto al que mi voz intenta desligar de mi memoria. ¿Supe entonces que mi cuerpo era algo más que sus oscuros mecanismos? Dispuse una cesura entre mi mente, que silenciosamente habla, y eso que dejo de nombrar a cada instante. Nada podía levantarse de mí, dentro de mi abandono, huérfana que no quiere dar a tenebrosos huérfanos de sangre coagulada una luz imposible. ¿Pueden las amenazas, los estorbos, peligros de una monstruosidad o de una ausencia de deseo, explicar mi negativa? No creí haber interrumpido, dije, más que la misma interrupción. Pero, ¿entonces por qué callo, a qué le temo en la mirada de una muerta, que destella en los ojos de todos como reflejo de sus propias fugas? Me acompañó mi madre, su fantasma, ¿con quién fui, si no, a la camilla de las despedidas, mientras sonaba extrañamente una melodía alegre de vivaces flautas, como pasos y saltos de una sombra infantil que ya se iba?
ahora iluminados por los rostros tranquilos de las mujeres, uno oscuro, otro gris y el último castaño, tienen ya la forma de las vidas que la suerte los hiciera elegir. Pero aún recuerdan lo que vivieron antes, y por eso siguen a las muchachas y se posan en los hombros juveniles que la luz del sufrimiento les indica. Dicen no al lúcido dolor, aunque protejan a las tres bailarinas de un enjambre de abejas extraviadas: son las formas que toman los recuerdos de sus actos, pero también como a los pájaros les gusta el sabor dulce del dolor olvidado que cura en los mortales las heridas de mis flechas. Ellas van hacia allá. Por todas partes, donde mire, un duelo cruel, el miedo, la imagen repetida de la muerte. Desde aquel instante en que una flecha oculta atravesara el camino de mi aliento. Niños ya sin corona, ya imposibles, flotan mudos en un pantano que sólo yo recuerdo. ¿Por qué sigo este curso de dicha estéril, de solitaria danza empecinada? Abandono este día las sombras inexactas, buscaré nuevas formas, objetos más precisos. ¿Dónde hallar, en qué ritmo, los detalles de ese olvido? Ahora, aquí estos tonos, aquí mi arte depongo. Toda escritura, un pecado contra uno mismo, quebrada la corteza frágil de la paciencia. Le dije no a la discreta posibilidad de un nacimiento, un hijo en el que nada vería descender, salvo la repetición del nombre. ¿Y qué otra cosa es escribir? ¿Por qué negarme entonces a que mi vida fuera mi obra y el olvido, mi última meta? Miento, miseria de la belleza inexistente, ausencia de un deseo lo bastante intenso para oponerse al aborto, más allá de la sucia moral. Pero todavía sé que quise, que anhelé, en mi quietud, como un sátiro ocioso y apoyado en un pilar celeste donde descansara una perdiz, la libertad católica de una perpetua desdicha. ¿Puedo ya dedicarme a bailar mientras agito furiosa, inconcientemente, una rama de tirso? La gracia se va y vuelve. Vine de un lugar demasiado lejano, aislado entre personas que no se distinguían casi de la inmensa llanura. Las calles eran simulacros de las verdaderas, nada tan diferente a lo que después vi en un viaje intraducible. No formé mi voz con libros de un encierro sino con el deseo de huir. Un exceso de posibilidades fue el principio que me hiciera encontrarla, viuda de letras amargas. Pero sonreía en su anhelo como una estrella, imperfecta de tan luminosa. Claro que su nombre estaba atado a una remota infancia y a una devastación. Ahora su voz, que ya no escucho, cerrará el triste círculo: lo que no llegó a ser ni siquiera una cosa, ¿nos tiende hoy el hilo de una trampa mutua? Sueño que no sabe lo que es el dolor, de otro modo no buscaría yo, artero, de este artificio, la promesa inocua de la variedad del mundo. Pues es lamentable alimentar un dolor y no entender el inmenso peso que transporta. Digo que la fidelidad si revela un secreto es más transparente que el cristal. ¿Acaso el ímpetu y cierta vanidad por lo que creemos hacer otorgan este manto de olvido que me cubre y que carga con toda la memoria posible? Sueño que las hermosas gracias hieren la tierra con paso cadencioso. Hay un cuadro de William Blake, creo, sobre la piedad, donde una mujer pasa volando en un caballo cubierto de telas impulsadas por el viento, llevadas contra el fondo gris azulado de una noche sombría. Y en sus manos recoge a un pequeño homúnculo, un ser miniaturizado de bucles rubios que parece irse con ella. Pero su mirada rauda no mira ese cuerpo ínfimo que apenas sostienen las yemas de sus dedos. Sus ojos se dirigen a una mujer yacente, las manos entrelazadas sobre el pecho, y cuyas cejas se arquearon por el dolor del último instante. Todavía la piel pareciera mantener los colores de la vida y los pechos tersos se asoman al final de una túnica o quizá una mortaja muy tenue. Supe que ese cuerpo pequeño y rubio era un emblema del alma de la muerta. ¿Qué me hizo pensar en un hijo que hubiera observado y llorado en su cuerpo el acto que ella no pudo dejar de realizar? ¿Dónde está quien debería acompañar ese resto demasiado mortal? ¿Un niño devuelto a alguien, tal vez yo, que se negó tanto a la aceptación como al castigo de las decisiones precarias? La fija risa mundana de la belleza ya me abandona. Y la tumba demuestra, falaz consuelo, que es tan efímero el niño bajo la noche como la hermosa madre rechazada, y yo ojalá muestre un día alguna llama afirmativa. Este árbol que parece transparente, con hojas como sílabas pueriles, no es de ningún idioma, ya su especie no tiene nombre. Sólo esos frutos rojos, que ves entre las ramas invisibles, pueden tocarse. Cuando caen al piso, hay una lengua que desaparece, una red de hilos rítmicos cortada para siempre. Los poetas que cuelgan de sus telas ilegibles, de pronto dejan los instrumentos que el arquero rompió con una flecha. Y corren todos desde esta loma hacia la cumbre aquella donde les piden a las parcas, diosas de la necesidad, un nuevo cuerpo, otra lengua que los salve del fin de todas las estaciones. Reclaman el regreso del verano, algún fruto que reproduzca la inútil presencia de este enano arbolito del lenguaje. ¿O pretenden acaso la imposible devolución del órgano extirpado, como si a cada enfermo le doliera el objeto podrido que alguien tira sin siquiera mostrárselo? Las lenguas muertas flotan como abortos deseados. Llegaste ahora al patio de las diosas, la escalera, que parece de mármol, te conduce al lugar donde tejen la ropa del destino, los vestuarios de las sombras que esperan. Pero no lo deciden por suerte, algo vacila para que elijan siempre lo que son. Aunque estés ciego, vas a ver tras aquella ventana la materia de unos hilos que nunca entenderás. ¿O crees que en tus frases temerosas cabría el casual barro de donde saliste para escucharme? Tus dedos son inútiles acá, tu memoria te hará ver la impureza de la imagen frente a la vanagloria del idioma. Me asomo por una ventana y veo unas bolsas tiradas en un charco. Más allá, el río escuálido de mi ciudad natal, donde flotaron idénticas bolsas. ¿Qué hay en ellas, si no el aliento encerrado de un pasado sombrío o de actos cuyo peso nadie mide aunque ya estén aquí, cayendo? Flotaban como círculos de brillo intermitente que rebotaran contra obstáculos secretos del fondo verde y sordo sin posible piedad. ¿Qué son, si no las posibilidades de ciertas líneas, de pronto detenidas y devueltas, que acaso nunca salgan de los bordes grasosos de esta corriente verde? ¿O una ventanilla de auto, empañada, donde cayó de pronto una gota de sangre, como si el vidrio fuera el piso, una estrella perfecta de transparencia roja? ¿Qué es, si no el rastro de mi propia culpa en actos que eludí? ¿Y no empaña hoy el vidrio la clausura repleta de ese auto de respiraciones intranquilas? ¿Por qué el dolor que se niegan se hace mío? ¿Por qué yo puedo verme y también verlos? ¡Oh tú!, sagrado, ven a los banquetes festivos, pero tira por favor lejos de aquí tus flechas, tus ardientes antorchas extingue. Y ustedes canten al dios, pidiendo en voz alta ganancias, aunque en silencio o aun murmurando, ocultas las palabras por el ruido alegre de la fiesta: flautas, gritos, pidan para sí mismos algún cuerpo. Disfruten; ya la noche y las estrellas son el lascivo coro de la luna. Después vendrá, callado, el sueño, envuelto por sombrías alas, y los temores, negros fantasmas de inseguro paso.
su casa con nuestros huesos, arquero, y ramifican tu nombre. Sálvanos, libéranos de estas piernas caprinas, pues amamos unos ojos oblicuos de alpaca verde sólo para recitar la música que nos dabas. Llévanos, o dispáranos y muertos volveremos a saborear el jugo de tu arbusto sagrado. Nuestro absorto sentido perdió tu rastro, el reguero que ensangrentó tus pies, en varias partes repartido. No dejas huellas porque caminas sobre las cabezas de los que mueren o te desafían. No bailamos aquí para un mortal, ni siempre fuimos faunos infernales; Sagitario, decile que se cuide, ya brillan sus ojos cuando mira tu espalda recorriendo este país de sombras. Muchos poetas terminan desollados para luego reproducir el ritmo de sus versos miles de veces, golpeando con pezuñas, garras, cascos o élitros, esa escansión que siempre seguirán. Que nos den otra suerte a nosotros, quisiéramos corregir otra vez lo que hemos hecho. Hacia aquel bosquecito te conducen los pasos de estos tres alegres faunos, que favorecen tu sueño y los brotes nuevos de los árboles. ¿Soportaste el azar, el evidente incumplimiento de las cosas? Escúchalos ahora: ya bastante te han dado si tus versos son bellos, y aun si no son dignos, ¿para qué lamentarte? Mirtos plateados te rociarán la cara. La belleza es un vidrio tan frágil que se quiebra apenas con el roce de una sombra. Más profético soy que pensativo, y estas plumas de rocío prueban que no aprendí a mentir. A vos, me decía un maestro, la verdad te maltrata el estilo, ése es tu defecto. Una vez quise mostrar, no sé ante quién, mi fracaso de vidrio, el himno cristalino de mi fragilidad. No saltaban mis ojos como ahora fuera de sus órbitas, ni el viento me despeinaba así, no me reía como una comadreja que acecha a las serpientes. Fui a la estación de trenes; medianoche era la única docena de mis días. No, dijeron, ya salió con el sol blanco de la llanura, que otra vez revelaba sus chistes. Y percibí el rencor de los incultos. Me encerré en una mónada perfecta junto a los fogoneros relucientes, llegué cubierto de carbón y caminé, abandonando la locomotora, varios miles de metros. Purgaba así los saltos retenidos de mis versos secretos, me libraba del peligro de una prosa reptante y sibilina. ¿Pude escapar de mi anuncio o recaí en el mal del alegre excluido? Lo digo sabiendo cuánto la gente agradece un nuevo tema de conversación. Mi tarea era la de entretener, encantar. Si pudieras decirle al que te guía, ¿lo harás?, no quisiera reptar y menos aún rumiar. Para las sombras como yo, que buscan apasionadas sin poder recoger nunca el tesoro, "vagar" es la palabra que conviene. Mortal, ya el doble arco de las gracias, ¿se apresta a castigar mi atrevimiento con dardos venenosos y confusos o marcará mi espalda la flechita de la buena suerte? Que vos la tengas. Señor del gasto y del arco de plata, toca la cuerda que nos apacigüe, dirígenos como a un coro de musas, ilumínanos con tu pelo de oro y danos algo que aprender, escucha las voces suplicantes. Sabemos muchas cosas, y aunque las diosas no nos dañaron, tampoco nos hicieron jardineros ni orfebres, para nada servimos ni tenemos una técnica útil, pues somos tus esclavos. En cada hoja de tu bosque escribimos nuestras estelas póstumas, deseamos, te rogamos que no las pisen nunca tus sandalias brillantes. Aunque sé que el otoño se lleva los secretos que recitamos cuando el sueño leve nos deja sin respuesta y no podemos frenar el tiempo sino con la muerte. Junto a un arroyo dúctil, hay arena y en ella cuatro huellas de pies descalzos: chicas de manos con estrellas frías todas a la misma altura del miedo con que huyendo grabaron sus plantas aquí. Me estoy citando al recordar el pelo rojo, destello en la pálida espalda, como leído. Esta frente abultada me hizo alzar la cabeza, pero no tuve fuerzas, no corrí detrás suyo. ¡Quisiera hundirme en este arroyo y olvidar toda mi vida! Si alguien creyera en lo que digo, pronto sería un mudo pez boqueando; y es lo justo. ¿Es cierto que estoy aquí? ¿Es tangible mi tristeza? He visto mandarinas de luz en cada objeto diurno; cada gajo me cerraba los ojos. No era miedo a la ceguera, que toca a los poetas como una pluma venenosa tras la flecha perfecta, aún escribía leyéndome sin volver al pasado de cigarra. ¿Sabías que Platón dijo que eran poetas olvidados hasta de sí mismos, cantando toda su vida sin parar? Pero, ¿alguien escucha a las cigarras? El que limpia y el simple, el acertado guía, él escucha aun cuando ya no oiga en nuestra lengua su nombre. No lo dudes, no pienses, imagina: esos bracitos que otra vez tenderán hacia vos su sed de inasequible. En el campo, ¿sabés?, hay una tumba coronada por un niño de mármol italiano que flota delicado como una profanación de la planicie. Yo estoy solo, soy un pequeño cíclope tirando ramas de sauce a la brutal indiferencia. ¡Qué importa! "Poetas" en su idioma se dice igual que "huérfanos", y si fuera cigarra yo querría lamentar la muerte de los fulminados por el rayo con lágrimas de ámbar. ¿Qué cabecita en corona, arquero, decidirá el encuentro? ¿Se hará? Ausentes, confusas memorias para nosotros, pero en ellas infinita claridad de confines que no tienen fronteras; al despertar las vi a las tres bailando en las tinieblas, como un regalo inmerecido del búho siniestro del saber, y agregaban lágrimas a las lágrimas del río, imágenes a las figuras del sueño, letras tachadas al libro de sus vidas que nunca, y en esa eternidad escondida su reunión de gracias, nunca se borraría, como el gasto que no arroja sus dones donde implora la indigencia: "¡Algo, que me dé!", sino donde el exceso mendiga todo. Hoy el temor me impide levantarme en la noche, y ni las plumas ni una colcha bordada ni el sonido del agua serena podrían conciliar mi sueño. ¿Es esto lo que oí en mi desmayo: la risa de los faunos y el paso presuroso de las musas? No; sólo unos labios de mármol pintado que recordaban: es corto, muy corto el plazo de la belleza. Ahora sé que respondí con mi pregunta. ¿Quiénes son estos cuerpos sin nombre, estas posibles voces que me das? ¿Qué olvidé para desmentir con ellos mi próximo fin? ¿Por qué, oh inexorable, quemas tus dones? Sus pies golpean las puertas. Toda la estancia tiembla como esta ramita de laurel. Que se deslicen los pestillos, giren las llaves por sí mismas. Chicos, estén listos para cantar. Crecerá quien lo vea, quien no, se sentirá humillado. Arquero, ¿te veremos? Que los niños hagan sonar sus instrumentos, si quieren oír el poema y ver su pelo claro. Los aplaudo aun antes de escucharlos. Silencio. El agua misma se calla cuando sentimos el clamor que llega y no lloran las piedras limpias del arroyo. Contengan sus gritos. Pero el coro cantará más de un día, fácil es el motivo, que cubre la belleza con oro, siempre joven, nunca tapada por la sombra de la tarde. Sus cabellos mojados esparcen perfumes, dejan caer gotas que viajarán con el rocío hacia el sol. Nadie tiene tanto arte. En su destino están el arco y la poesía, que adelantan o atrasan la muerte. Él siempre cumple sus promesas. Te llaman compasivo, brillante. En primavera, te ofrecen todas las flores que se abren con el rocío; en invierno, dulce azafrán: en el fuego que no se apaga nunca, sobre las brasas de ayer no se amontona la ceniza. ¡Cómo te alegraste cuando en las fiestas los elegidos bailaron con las chicas rubias! No habías visto un coro tan feliz y tales raptos. ¿Me oyen? Fiesta o entierro se asoman cuando con tu arco muestras tu habilidad. Bajo el vuelo de tus flechas acuciantes, todos gritaban sobre tus huellas: "¡Lanza ese tiro de auxilio desde el nacimiento!" Y entonces te aclamaron. La envidia puede susurrarte frases que arrastran barro entre sus olas. Pero le das una patada y dices: "Sólo llega hasta el sol el agua clara y limpia, algunas gotas de suprema pureza." ¡Muy bien!, y que la envidia vaya tan lejos como el limo.
Sufro el fuego de tu miel oscura y suplico inútilmente, nieve recién derretida. ¿Dónde la encontraría aquí, eterno verano? ¿Dónde podría tocarte? Sos tan fugitiva, tan pocas veces puedo verte reír. ¿Hablás? ¿Por qué no me contaste el secreto que te hizo devolver un posible triunfo? Y aquí estás como un árbol delgado y solitario cuyas hojas mastico sin piedad ni saber. Aunque recibo de tu ausencia el silencio que me impulsa. Sola, en el campo, sintiendo un aroma de naturaleza en mí, feliz, expuesta y atravesada por el viento siempre. No me preocupa el pelo, ni quiero a nadie. De plomo son mis pasos. Pero él ya me había visto y su deseo le daba nuevas esperanzas. Miraba cómo caían por mis hombros los cabellos sueltos. Ve en mis ojos brillar oscuros carbones que quisiera encender; ve en mi boca dibujados besos; piensa en la delicadeza de mis dedos, la forma de mis brazos moviéndose; imagina cuánta belleza escondería mi cuerpo vestido. Corrí, no lo escuché cuando me dijo: "Esperame, por favor, te persigo apresado, me duele tanto tu fuga. No te voy a causar ningún dolor, ni quiero ver tus piernas marcadas por las espinas que pisás. Te pido que parés y sigamos lentamente. ¿No sabés de quién te vas? Soy yo, hago cosas nuevas que aún desconocés. Disparo con acierto, aunque más grave es lo que al verte me hiere. ¿Por qué no podré nunca curarme de tu cuerpo, de tu movimiento?" Para no oírlo, seguí corriendo, dejé que sus palabras quedaran inacabadas, y para él más hermosa aparecí. El viento apretaba mi ropa, hacía vibrar mis muslos y estiraba hacia atrás mis cabellos, toda mi cara brillando al irme. Él ya no soporta perderme, espera tenerme un instante, rastreando cada una de mis huellas leves. Pero sentía incansable su velocidad en mi nuca esparcida. Rogué entonces que mi vida fuera otra y apenas me callé, me fui haciendo más lenta, se endurecieron mis senos ceñidos por una tenue corteza, mi pelo se dispersaba en hojas coriáceas y oscuras. Me detengo, pues mis pies ya son raíces y mi cara se diluye entre las ramas, sólo quedó en mi forma el brillo de la piel. Al fin, sin frenar su amor, él me concede que nunca mi copa se marchite. Haces lustrosos, pálidos reveses y en primavera racimos de flores blancas, para que el sol resplandezca sobre mí sin tocarme. Esa flor que repite allá en el borde del bosque: no te olvidés de mí, no tiene colores más leves, más claros que el espacio creciendo entre nosotros. ¿Cómo un yuyito puede producir tales miniaturas de perfecta belleza? Acaso, como lo que hicimos, sea una compensación por sus espinas, o acaso su florcita azul, brillando sobre el verde húmedo, esconda secretas fallas, ínfimos dolores de pétalos incompletos. Pero aun así repite: no me olvidés, no dejés de protegerme con tu sombra esbelta. De pronto, vimos ante nuestros pies una esbelta flor rosada, con tenues puntos purpúreos. Máculas de la suerte, pensé, en lo natural. Cuánto podía durar la puntillista inscripción ahí. "Te diera el cielo, dijiste, si el tiempo no se hubiese ido cuando a la primavera siguió el verano: tantas veces naces en el verde césped y floreces, pero no son mis flechas honradas, se agitan y desvían en el olvido. Tampoco me negué a acompañarte, incitando un deseo de seis días, de ansiosa prisión ya en tus ojos y en tu pelo de sombra, cuando el golpe cayó sobre tu frente y mi tristeza." Las nubes se van con el peso del día. Apresurado a lanzarse, el deseo rebota contra el aire y vuelve hacia el pálido rostro. Ya el arquero recibe la caída de su cuerpo y en vano lo reanima, seca las heridas e intenta detener la fuga de su belleza con las permeables manos. De nada sirve, como esta flor quebrada por el sol doblaría de súbito su débil cabeza, inerme mirando la tierra con su corola, así yacía el rostro moribundo, despojado de fuerza y recostándose en el hombro brillante. "Defraudado, dijiste, de tu niñez te mueres; pero veo en tu herida delitos míos, mi dolor; en tu fin mi mano debe inscribirse, soy el autor de tu huida. ¿Cuál es mi culpa, sin embargo, si no haberte amado? Ay, si pudiera devolverte la vida ante esta ley fatal. ¿Te unirás a la memoria de mis labios? Falso consuelo de versos: cada año imitarás con un escrito mis lágrimas, leídas en los pétalos suaves de esta flor." Vi entonces correr sangre por el suelo marcando el pasto, deshaciéndose y con brillo escarlata subiendo hacia los pétalos como de lirios insólitos, y en ellos vi unirse los puntos más oscuros formando siempre la misma sílaba, AI AI, y se trazaron las letras siempre funestas. "Seis días, escuché, en la sombra de una luz." Si a mi mano acudiera, no tan débil, la perdida figura que una frase de Alejandro dibujara: la caja llena de agudas flechas, ¿sentiría al deseo levantarse y arrojarme su lento rayo de ojos que olvidaba? No puedo ahora rayar ni raspar, fijas en mi retina, las frágiles piezas que componían su cuerpo. Mis dardos como versos persisten alineados en la costumbre de medir contando el espacio entre el azar y el incierto movimiento. ¿Por qué los puntos límites de mi imperio se enfrían o se encienden sin aviso? Parece confirmada la suerte que al final deja escapar su cara adversa, y escucho el vacío del cántaro resistente y cerrado. Sin túnicas, sin ropa, como salieron del seno materno, aunque lleven ahora lazos y vestidos coloridos, masajeándose incesantemente el pelo con cremas aceitosas, vengan y pongan sus manos todavía untadas sobre mis versos para que vivan muchos años sin mí. No me conviertan en parte muda de este bosquecito donde corren sus lágrimas, ¿pidieron que fueran infinitas como las del niño enamorado de un animal doméstico, pero amado a su vez por el arquero? Era un ciervo, cuyos largos cuernos de oro brillante daban sombras oscuras. Dicen que tenía perlas y colgantes medallas de plata, que sin temor visitaba las casas y se ofrecía a las caricias de los desconocidos. Pero sólo él, la agilidad de su cuerpo, lo guiaba a los brotes recientes de pasto y a los arroyos más dulces. Niño, vos ponías flores entre sus cuernos. Y un verano, al mediodía cuando la tierra hierve, el dócil ciervo se acostó bajo un árbol frondoso. Jugando con un arma asesina, lo mataste. Supiste que nunca el azar puede eximir al culpable. "¡Quiero morir, quiero llorar eternamente!, dijiste, ¿cómo ver el fin de mi ignorancia enferma y al mismo tiempo pagar el precio que el dolor me impone?" Regalo supremo que tu amante más triste que vos, inexperto niño, más avezado en perder la belleza de un cuerpo con cada estación, te brinda. Ya el líquido de tu vida se va entero en tus lamentos, se vuelven de un raro tono verde tus brazos ligeros y los bucles graciosos que caían sobre tu frente blanca se hacen follaje sombrío. Él mira cómo empieza a endurecerse tu figura y se estira apuntando hacia el cielo. Cuánto se parece su tristeza a tu nueva forma, para que él diga: "Siempre te lloraré, árbol joven, testigo del error, y también a todos los culpables, mutilados por dañar sin saberlo a quien más deseaban tocar, tú asistirás a los dolientes, lágrima verde proyectada sobre el luto de los visitantes nocturnos." Entre los grupos de alargados árboles bailaba un fauno, llevando en la mano un pequeño ciprés desarraigado. Tal vez protegía el silencio del campo, alimentaba a esas plantas que brotan de nuevo sin ninguna siembra. Oí que su presencia era una larga lluvia. Quise pensar que era un alivio, aun si inventado por huérfanos lejanos, para los que vagaban por estas lomas repartidos. Ya cerca, dijo: "Puede llamarse feliz o fecundo aquel a quien las plantas le contaron fábulas siguiendo las huellas de algún caballo fogoso. Hasta pronto y seguí tu camino. Yo ahora me iré sencillamente por la pradera que parece abrirse." Escribo para los que escuchan el canto agudo de las cigarras y no el estrépito de los astros. Tomo mis gotas de rocío del aire y sacudo mi ropa cuando se vuelve pesada. En la vejez, ¿no me dejarán solo mis versos demasiado justos, pues nunca los miré con ojos oblicuos? Los poemas no son más que sueños hasta que se perciben sus efectos. Están cerrados los ojos del cielo y la noche oscura oculta el oprobio que sigue al goce. En el sueño no hay nadie, sólo algo de ajeno dolor. ¿Soy un animal, una piedrita, una rama agitada? ¿Qué es un árbol? Baudelaire pedía la gracia fácil de escribir unos versos que probaran que no era el último. Y yo subo a la hora de la siesta a las copas gigantes de los plátanos: lo imposible no entra siquiera en el sueño furtivo. ¿Por qué tan favorable travesía para el rápido curso de una persecución? Una cosa perdida busca un nombre perdido, ¿y encontrará su posibilidad tras los instintos de insensato aborto? Soy rico, mi brillo ciega y excita. Como un delfín o un cisne me deslizo constantemente y florezco sombrío en los bosques húmedos. Por las cuerdas de mis armas continuas, resinosas, paso el barniz también de las ciudades. Pero puedo curarte, oíme, salvo que no quieras ser sano, yo prefiero comidas abundantes y poemas ligeros. Seguí la ruta inusual, no pongas tu auto en las huellas de otros ni sobre el camino ancho; seguí tu propia estrechez, aunque parezca una condena. Ya mis flechas te indican el reposo y todo vale en la espera inaudita de la gracia. No hago más que extender con mis estrofas el efímero encanto y la atracción de tan agudos pero cortos pasos como el deseo de un niño da fácilmente, agradando o provocando, para recibir una respuesta sin secreto ni demasiada importancia. ¿Buscaba oír la lengua muda y dolorosa de las plantas apenas sensitivas, o asistir sólo en ellas a las escenas del fin natural que nadie conoce? Nos corresponde la naturaleza de romper con su mudable despliegue, masticar hojas crujientes y medir la lentitud de los días o el hueco de las noches. Así los seis deseos ejecutaron tres mínimos destinos con implacable impaciencia y dieron blancos puros a tus flechas límpidas y tan certeras que esquivarlas hubiera sido en vano. No quiero decir tu nombre, aunque te llame Sagitario, como si tus flechas invisibles fueran las de un centauro dibujado en el cielo. Sé que negarme a pronunciar tu pálida aparición de sílabas en un idioma ajeno es empezar a escribirla. Espero verte, cuando el sueño me brinde las palabras que mis amigos condenaron al silencio con su mugido misterioso al recibir tus disparos. Sí, sólo eres uno, y sos el que dispersa multitudes, ¿quién, si no, corta el aire del instante en que algo muere? ¿Quién me dará una voz o una cadena de voces escritas, para que tu cuerpo azul brille de nuevo? Índice
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