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Ant.H
Rescate
Prox.

  Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. Publicó Bizancio (1994) y Tres poemas dramáticos (1995).
 

SAGITARIO


Hijos.
"los ojitos estiran el paisaje
como en la cuerda de un arco
un iris continuo que devorara
las flechas"
Arturo Carrera, Animaciones suspendidas.
Hace ya muchos años tuve un sueño
que terminaba ante unas puertas
de madera esculpida. Allí algunas figuras
se desvanecían como adornos
demasiado vivaces para alguien que dormía.
¿Podré ahora ver, despierto, algo
más allá? ¿Inventaré esos niños
de mármol pintado? Celestes
estatuas que cabalgaban con soberbia
infantil sobre el trabajo minucioso
de un dios esclavizado. Los sueños pueden
vestir sombras sin fe, pero también
traernos noticias de la verdad, ¿qué es,
si no, la tenue métrica de los versos, qué
otra cosa? ¿Acaso la agitada
respiración del durmiente, cuando ve
su propia muerte pesada y cayendo
sobre su pecho con la apariencia
inexplicable de unos niños sin rostro?
¿O puede ser el sueño, imagen
repetida de la muerte, único sitio
donde voces y cosas, quien las mira
y las oye, llegaron a mezclarse?
No he traído del cielo este raro arco
que tanto te ha asombrado. Soy tu guía
pero podés llamarme como quieras. Sí,
deberías mirar estas tenues, traslúcidas
sombras, agrupadas o dispersas, pues son
mortales que esperan nacer. Aquellas
tres siluetas de cabellos trenzados
han sido peces, escarabajos, cisnes
antes que los llamaran para volver
de nuevo a la poesía, hacia unas vidas
repletas de palabras. Si lees ya
las notas que en sus túnicas verás
para tus ojos traducidas, tal vez
adivines el día en el que iban
a nacer, aunque otras necesidades
lo evitaron. ¡Con qué pena temblé
al disparar entonces mi arco
hacia los hilos frágiles de esos futuros
poetas que nunca nacerán! Otros
cuerpos, otras voces, que quizás
vayas a conocer, y que los tres
todavía esperan. Lee sus epitafios
y si las leyes que me ordenan
un día lo permiten, sabrás reconocerlos.
En lugar de casarme, consagré
a mis versos la juventud. Ahora atravieso
las verdes aguas de la aflicción. Tantos
efebos me buscaron, atraídos
por mi gracioso paso, pues aun siendo
quizás muy alta nadie bailaba
mejor que yo en las fiestas córneas
del hirsuto dios; pero no me halló él,
de quien la sombra en el último abrazo
desgarré. A cambio de mi lecho nupcial,
mi madre puso aquí una virgen de marfil
que se parece a mí. Sin embargo, tú,
recuérdame, niñita, como al grillo
y a la cigarra, huésped de la encina,
que sepultaste llorando, soy Ánite,
juguete precoz. Recuerda al delfín
que se moría encallado en la playa,
¡cómo pensamos, niñas, que había visto
su efigie en alguna proa de bronce
y que engañado por el arte siguió
a la nave hasta morir allí tendido!
Detente tan sólo un momento, quienquiera
que seas. Es el cuerpo de Nóside,
la de cejas espesas y piel blanca, el que ahora
pisas. No toques la sagrada ofrenda, esta red
que llevaba mis cabellos. El cuadro
se ha gastado con el roce de los dedos
de otros viajeros demasiado curiosos, dicen
que muy bien reflejaba el alegre encanto
de mi suave mirada. Que mis ojos oscuros
alumbren la noche de tus sueños, lector,
si crees en mi belleza que ya nada
atestigua. Ni una hija que repita la gracia
de mi gesto. Pero si vas a la playa, diles
a las chicas hermosas que no guarden
la miel insuperable que las cubre.
¡Que su talento te brinde alegría
y que limpie tu cuerpo del dolor de los dardos!
Dijiste, transportada, que me querías y el llanto
sellaba tus palabras sobre mi piel. ¿Cómo
no recordé entonces tu inscripción, la risa
con que me la hiciste leer, apenas
te conocí? "Tómame entera, decía,
y luego no te aflijas si otro también me tiene".
Ahogué entonces las brasas de mi olvido
en el vino sin mezcla, y encima de un profundo
pozo me asomé. No quise ver la vejez
reflejada en mi rostro, sino decir
mi breve poema sobre un niño pequeño,
que a los tres años fuera atraído al agua
por su imagen y sacado, ya muerto,
para evitar el agravio de las fuentes. "Sabes,
me dijo un joven, eternos son tus versos, pero
demasiadas veces te acuesta la pasión
sobre espinas o cenizas aún calientes
de un banquete secreto, ven, recítame
los versos que hace tiempo compusiste
para otro; soy moreno, ¿qué importa?,
los carbones son negros y brillan encendidos".


Madres.
"Tocas el blanco, cruzas. ¡Oh el zumbido
del arco al distenderse, el surco que ara
el oleaje y se cierra!"
Eugenio Montale, Las ocasiones.
Aquellas tres mujeres que se acercan
todavía conservan su dolor, sus voces
aún parecen retener el eco
de unos cuerpos devueltos a la fuente
de la belleza. ¿Cómo pueden hacer
esas perfectas miniaturas
del propio desencanto? Brillan
como flechas de plata sus pálidas
túnicas o vestidos.
La gracia que las cubre
es la belleza en movimiento.
Tenues vidas sin cuerpo que cantan
y que con la bebida del olvido
mirarán hacia el cielo y desearán
entrar de nuevo a un cuerpo.
Aun si no las vieras, seguirían brillando.
No somos tres mujeres que bailemos
para que tu certeza nos condene
a un olvido dorado. ¿Te parece
que es un sueño mirar cosas hermosas
tan complacientes y únicas, que esconden
la acertada belleza? Ya las gracias
se alisaron las ropas, mientras vemos
nuestros cuerpos flexibles, reflejados
en tus ojos. ¿No ves que sin nosotras
no tendrías un guía y creerías
que la belleza existe? Sólo hay
instantes placenteros, vidas sueltas
sobre este musgo corto. ¿Cómo harías
para hablar del dolor sin despedirte
del áspero temblor de nuestras voces
y del deseo que esta exhibición
te ofrece? Cuando ya quieras morir,
escucharás a otros que te llamen
y rompan tu gratuita supresión. Nunca formas
tan celosas y antiguas como esta
voluntad suprimida que resume
en cada cuerpo todo y nada deja
de nuestras tres sonrisas transparentes.
Parecida a la noche, me senté,
a escuchar un chasquido sordo, el arco
tenso del destino que dispara sobre mí.
No hablaré de mi infancia, del peligro
desafortunado, de expulsiones familiares, allá
donde entre tan escasa gente nadie
miraba el brillo de esta niña, hoy
tan alta como un árbol que se hunde
profundamente en la tristeza terrestre.
Busqué después la vana promesa de leer
a dos hombres unidos por un hilo
que yo llevaba danzando. La muerte
los hace ahora totalmente distintos, ¿qué
rara trama decisiva diría que uno
fuera consumido por su enfermedad, dándole
un excesivo alimento, qué hizo al otro
detener un crecimiento que hoy tejo
con la malignidad de mi aceptación?
Todavía mi herida me quemaba y él sacó
una flecha nueva, alada, causa
de sombríos dolores. ¿Quién podía
saber que un gesto negativo, juvenil
y violento, que esta cápsula, yo,
me aboliría para siempre? No sé
cuántas personas se conmueven al verme;
quienes me aman susurran, para asistir
a la belleza de mi llanto que me dobla
como la lluvia al frágil junco: "¿Por qué
quieres crear otro cuerpo con tu cuerpo?"
Es cierto que fui yo la que tiré
del telón, pues no podía tolerar
mi propio secreto oscuro. Dije
lo que hice, pero me concedí
un sombrío cortejo: dos delgadas
y alegres mujeres que pudieron
hacerlo también. ¿Quién sabría
decir si fue un efecto
del sufrimiento que las envolvía?
Mis ventajas están en que yo hablo
y me quejo de una fatalidad,
donde el dolor se vuelve casi
una forma del deseo. Entonces
rindo homenaje a mi destino amargo.
Cuando fui a ese lugar que simulaba
la blancura de la asepsia, me apoyé
en los hombros de una amiga;
sus huesos que parecían salirse, su
temblor, me mostraron que yo
la hubiera podido salvar, a ella,
y que al ceder a mi martirio
la condenaba conmigo. Pero ahora
mi tristeza relumbra entre las noches
y los mentirosos días. Después volví
a mi pieza a llorar como si el cuerpo
tuviera una extensión de lo que hago.
Íbamos sobre sombras que mojaba
la lluvia, pisando unos fantasmas
sin rostro. Si pienso en ellos
y en el coro que formábamos las tres,
me pregunto qué nombres, qué sexo
les hubiéramos puesto. ¿Cómo
enumerar eufonías y alfabetos,
genealogías y caprichos, cómo
hacerlo sin recordar la pesadez
de esa anestesia que llamó al secreto?
En una caja de cartón yo guardo
tres hojas amarillas de una planta
que arranqué en mi infancia. Ahí
había muerto una pequeña tortuga,
de hambre o de sed, sin probar
las hojas de la maceta: su condena,
¿fue mi ignorancia de la historia
natural o las especies cambiantes
de seres como yo? Ahora enmudezco,
entregada a un retorno quizá menos
casual, que no repite nada, callo
la intensidad de un acto al que mi voz
intenta desligar de mi memoria. ¿Supe
entonces que mi cuerpo era algo
más que sus oscuros mecanismos?
Dispuse una cesura entre mi mente,
que silenciosamente habla, y eso
que dejo de nombrar a cada instante.
Nada podía levantarse de mí, dentro
de mi abandono, huérfana que no
quiere dar a tenebrosos huérfanos
de sangre coagulada una luz imposible.
¿Pueden las amenazas, los estorbos,
peligros de una monstruosidad o de una ausencia
de deseo, explicar mi negativa?
No creí haber interrumpido, dije,
más que la misma interrupción. Pero,
¿entonces por qué callo, a qué
le temo en la mirada de una muerta,
que destella en los ojos de todos
como reflejo de sus propias fugas?
Me acompañó mi madre, su fantasma,
¿con quién fui, si no, a la camilla
de las despedidas, mientras sonaba
extrañamente una melodía alegre
de vivaces flautas, como pasos y saltos
de una sombra infantil que ya se iba?


Padres.
"El bauprés, la flecha, que anhela y se abalanza,
el vuelo hacia un blanco cuyo designio
nunca conoceremos"
Derek Walcott, El reino del caimito.
Esos pájaros límpidos que ves
ahora iluminados por los rostros tranquilos
de las mujeres, uno oscuro, otro gris
y el último castaño, tienen ya
la forma de las vidas que la suerte
los hiciera elegir. Pero aún recuerdan
lo que vivieron antes, y por eso
siguen a las muchachas y se posan
en los hombros juveniles que la luz
del sufrimiento les indica. Dicen no
al lúcido dolor, aunque protejan
a las tres bailarinas de un enjambre
de abejas extraviadas: son las formas
que toman los recuerdos de sus actos, pero
también como a los pájaros les gusta
el sabor dulce del dolor olvidado
que cura en los mortales las heridas
de mis flechas. Ellas van hacia allá.
Por todas partes, donde mire, un duelo
cruel, el miedo, la imagen repetida
de la muerte. Desde aquel instante
en que una flecha oculta atravesara
el camino de mi aliento. Niños
ya sin corona, ya imposibles, flotan
mudos en un pantano que sólo yo
recuerdo. ¿Por qué sigo este curso
de dicha estéril, de solitaria danza
empecinada? Abandono este día
las sombras inexactas, buscaré
nuevas formas, objetos más precisos.
¿Dónde hallar, en qué ritmo,
los detalles de ese olvido? Ahora,
aquí estos tonos, aquí mi arte depongo.
Toda escritura, un pecado contra
uno mismo, quebrada la corteza
frágil de la paciencia. Le dije no
a la discreta posibilidad
de un nacimiento, un hijo
en el que nada vería descender, salvo
la repetición del nombre. ¿Y qué
otra cosa es escribir? ¿Por qué
negarme entonces a que mi vida
fuera mi obra y el olvido,
mi última meta? Miento, miseria
de la belleza inexistente, ausencia
de un deseo lo bastante intenso
para oponerse al aborto, más allá
de la sucia moral. Pero todavía sé
que quise, que anhelé, en mi quietud,
como un sátiro ocioso y apoyado
en un pilar celeste donde descansara
una perdiz, la libertad católica
de una perpetua desdicha. ¿Puedo ya
dedicarme a bailar mientras agito
furiosa, inconcientemente, una rama
de tirso? La gracia se va y vuelve.
Vine de un lugar demasiado lejano,
aislado entre personas que no se distinguían
casi de la inmensa llanura. Las calles
eran simulacros de las verdaderas, nada
tan diferente a lo que después vi
en un viaje intraducible. No formé
mi voz con libros de un encierro sino
con el deseo de huir. Un exceso
de posibilidades fue el principio
que me hiciera encontrarla, viuda
de letras amargas. Pero sonreía
en su anhelo como una estrella, imperfecta
de tan luminosa. Claro que su nombre
estaba atado a una remota infancia
y a una devastación. Ahora su voz,
que ya no escucho, cerrará el triste
círculo: lo que no llegó a ser
ni siquiera una cosa, ¿nos tiende hoy
el hilo de una trampa mutua?
Sueño que no sabe lo que es el dolor,
de otro modo no buscaría yo, artero,
de este artificio, la promesa inocua
de la variedad del mundo. Pues es lamentable
alimentar un dolor y no entender
el inmenso peso que transporta. Digo
que la fidelidad si revela un secreto
es más transparente que el cristal.
¿Acaso el ímpetu y cierta vanidad
por lo que creemos hacer otorgan
este manto de olvido que me cubre
y que carga con toda la memoria posible?
Sueño que las hermosas gracias
hieren la tierra con paso cadencioso.
Hay un cuadro de William Blake, creo,
sobre la piedad, donde una mujer pasa
volando en un caballo cubierto de telas
impulsadas por el viento, llevadas
contra el fondo gris azulado de una noche
sombría. Y en sus manos recoge a un pequeño
homúnculo, un ser miniaturizado
de bucles rubios que parece irse
con ella. Pero su mirada rauda
no mira ese cuerpo ínfimo que apenas
sostienen las yemas de sus dedos. Sus ojos
se dirigen a una mujer yacente, las manos
entrelazadas sobre el pecho, y cuyas cejas
se arquearon por el dolor del último instante.
Todavía la piel pareciera mantener
los colores de la vida y los pechos tersos
se asoman al final de una túnica
o quizá una mortaja muy tenue. Supe
que ese cuerpo pequeño y rubio era
un emblema del alma de la muerta. ¿Qué
me hizo pensar en un hijo que hubiera
observado y llorado en su cuerpo el acto
que ella no pudo dejar de realizar? ¿Dónde
está quien debería acompañar ese resto
demasiado mortal? ¿Un niño devuelto
a alguien, tal vez yo, que se negó
tanto a la aceptación como al castigo
de las decisiones precarias? La fija risa
mundana de la belleza ya me abandona.
Y la tumba demuestra, falaz consuelo,
que es tan efímero el niño bajo la noche
como la hermosa madre rechazada, y yo
ojalá muestre un día alguna llama afirmativa.
Este árbol que parece transparente,
con hojas como sílabas pueriles,
no es de ningún idioma, ya su especie
no tiene nombre. Sólo esos frutos rojos,
que ves entre las ramas invisibles,
pueden tocarse. Cuando caen al piso,
hay una lengua que desaparece,
una red de hilos rítmicos cortada
para siempre. Los poetas que cuelgan
de sus telas ilegibles, de pronto
dejan los instrumentos que el arquero
rompió con una flecha. Y corren todos
desde esta loma hacia la cumbre aquella
donde les piden a las parcas, diosas
de la necesidad, un nuevo cuerpo,
otra lengua que los salve del fin
de todas las estaciones. Reclaman
el regreso del verano, algún fruto
que reproduzca la inútil presencia
de este enano arbolito del lenguaje.
¿O pretenden acaso la imposible
devolución del órgano extirpado,
como si a cada enfermo le doliera
el objeto podrido que alguien tira
sin siquiera mostrárselo? Las lenguas
muertas flotan como abortos deseados.
Llegaste ahora al patio de las diosas, la escalera,
que parece de mármol, te conduce
al lugar donde tejen
la ropa del destino, los vestuarios
de las sombras que esperan. Pero no
lo deciden por suerte, algo vacila
para que elijan siempre lo que son.
Aunque estés ciego, vas a ver
tras aquella ventana la materia
de unos hilos que nunca entenderás.
¿O crees que en tus frases
temerosas cabría el casual barro
de donde saliste para escucharme?
Tus dedos son inútiles acá, tu memoria
te hará ver la impureza de la imagen
frente a la vanagloria del idioma.
Me asomo por una ventana y veo
unas bolsas tiradas en un charco. Más allá,
el río escuálido de mi ciudad natal,
donde flotaron idénticas bolsas.
¿Qué hay en ellas, si no el aliento
encerrado de un pasado sombrío
o de actos cuyo peso nadie mide
aunque ya estén aquí, cayendo?
Flotaban como círculos de brillo intermitente
que rebotaran contra obstáculos secretos
del fondo verde y sordo sin posible piedad.
¿Qué son, si no las posibilidades
de ciertas líneas, de pronto detenidas
y devueltas, que acaso nunca salgan
de los bordes grasosos de esta corriente verde?
¿O una ventanilla de auto, empañada,
donde cayó de pronto una gota de sangre,
como si el vidrio fuera
el piso, una estrella perfecta
de transparencia roja? ¿Qué
es, si no el rastro de mi propia culpa
en actos que eludí?
¿Y no empaña hoy el vidrio
la clausura repleta de ese auto
de respiraciones intranquilas? ¿Por qué
el dolor que se niegan se hace mío?
¿Por qué yo puedo verme y también verlos?
¡Oh tú!, sagrado, ven a los banquetes
festivos, pero tira por favor
lejos de aquí tus flechas, tus ardientes
antorchas extingue. Y ustedes canten
al dios, pidiendo en voz alta ganancias,
aunque en silencio o aun murmurando,
ocultas las palabras por el ruido
alegre de la fiesta: flautas, gritos,
pidan para sí mismos algún cuerpo.
Disfruten; ya la noche y las estrellas
son el lascivo coro de la luna.
Después vendrá, callado, el sueño, envuelto
por sombrías alas, y los temores,
negros fantasmas de inseguro paso.


Huérfanos.
"Si las cosas ahora no van bien,
no serán siempre así:
en ocasiones con su cítara
él despierta a su musa silenciosa
y no siempre mantiene tenso el arco."
Horacio, Odas, II, X.

Las musas nos transforman, hacen
su casa con nuestros huesos, arquero,
y ramifican tu nombre. Sálvanos,
libéranos de estas piernas caprinas,
pues amamos unos ojos oblicuos
de alpaca verde sólo para recitar
la música que nos dabas. Llévanos,
o dispáranos y muertos volveremos
a saborear el jugo de tu arbusto
sagrado. Nuestro absorto sentido
perdió tu rastro, el reguero
que ensangrentó tus pies, en varias
partes repartido. No dejas huellas
porque caminas sobre las cabezas
de los que mueren o te desafían.
No bailamos aquí para un mortal,
ni siempre fuimos faunos infernales;
Sagitario, decile que se cuide, ya
brillan sus ojos cuando mira tu espalda
recorriendo este país de sombras. Muchos
poetas terminan desollados para luego
reproducir el ritmo de sus versos miles
de veces, golpeando con pezuñas,
garras, cascos o élitros, esa escansión
que siempre seguirán. Que nos den
otra suerte a nosotros, quisiéramos
corregir otra vez lo que hemos hecho.
Hacia aquel bosquecito te conducen
los pasos de estos tres alegres faunos,
que favorecen tu sueño y los brotes
nuevos de los árboles. ¿Soportaste
el azar, el evidente incumplimiento
de las cosas? Escúchalos ahora:
ya bastante te han dado si tus versos
son bellos, y aun si no son dignos,
¿para qué lamentarte? Mirtos plateados
te rociarán la cara. La belleza
es un vidrio tan frágil que se quiebra
apenas con el roce de una sombra.
Más profético soy que pensativo,
y estas plumas de rocío prueban
que no aprendí a mentir. A vos,
me decía un maestro, la verdad
te maltrata el estilo, ése es
tu defecto. Una vez quise mostrar,
no sé ante quién, mi fracaso de vidrio,
el himno cristalino de mi fragilidad.
No saltaban mis ojos como ahora
fuera de sus órbitas, ni el viento
me despeinaba así, no me reía
como una comadreja que acecha a las serpientes.
Fui a la estación de trenes; medianoche
era la única docena de mis días. No,
dijeron, ya salió con el sol blanco
de la llanura, que otra vez revelaba
sus chistes. Y percibí el rencor de los incultos.
Me encerré en una mónada perfecta
junto a los fogoneros relucientes, llegué
cubierto de carbón y caminé,
abandonando la locomotora, varios
miles de metros. Purgaba así
los saltos retenidos de mis versos
secretos, me libraba del peligro
de una prosa reptante y sibilina. ¿Pude
escapar de mi anuncio o recaí
en el mal del alegre excluido? Lo digo
sabiendo cuánto la gente agradece
un nuevo tema de conversación. Mi tarea
era la de entretener, encantar.
Si pudieras decirle al que te guía,
¿lo harás?, no quisiera reptar y menos
aún rumiar. Para las sombras
como yo, que buscan apasionadas
sin poder recoger nunca el tesoro,
"vagar" es la palabra que conviene.
Mortal, ya el doble arco de las gracias,
¿se apresta a castigar mi atrevimiento
con dardos venenosos y confusos
o marcará mi espalda la flechita
de la buena suerte? Que vos la tengas.
Señor del gasto y del arco de plata,
toca la cuerda que nos apacigüe,
dirígenos como a un coro de musas,
ilumínanos con tu pelo de oro y danos
algo que aprender, escucha las voces
suplicantes. Sabemos muchas cosas,
y aunque las diosas no nos dañaron, tampoco
nos hicieron jardineros ni orfebres,
para nada servimos ni tenemos
una técnica útil, pues somos tus esclavos.
En cada hoja de tu bosque escribimos
nuestras estelas póstumas, deseamos,
te rogamos que no las pisen nunca
tus sandalias brillantes. Aunque sé
que el otoño se lleva los secretos
que recitamos cuando el sueño leve
nos deja sin respuesta y no podemos
frenar el tiempo sino con la muerte.
Junto a un arroyo dúctil,
hay arena y en ella cuatro huellas
de pies descalzos: chicas
de manos con estrellas frías
todas a la misma altura del miedo
con que huyendo grabaron sus plantas
aquí. Me estoy citando
al recordar el pelo rojo,
destello en la pálida espalda,
como leído. Esta frente abultada
me hizo alzar la cabeza,
pero no tuve fuerzas, no corrí
detrás suyo. ¡Quisiera
hundirme en este arroyo y olvidar
toda mi vida!
Si alguien creyera en lo que digo,
pronto sería un mudo pez
boqueando; y es lo justo.
¿Es cierto que estoy aquí? ¿Es tangible
mi tristeza? He visto mandarinas de luz
en cada objeto diurno; cada gajo
me cerraba los ojos. No era miedo
a la ceguera, que toca a los poetas
como una pluma venenosa
tras la flecha perfecta, aún escribía
leyéndome sin volver al pasado
de cigarra. ¿Sabías que Platón
dijo que eran poetas olvidados
hasta de sí mismos, cantando
toda su vida sin parar? Pero,
¿alguien escucha a las cigarras?
El que limpia y el simple, el acertado
guía, él escucha aun cuando
ya no oiga en nuestra lengua
su nombre. No lo dudes,
no pienses, imagina: esos bracitos
que otra vez tenderán
hacia vos su sed de inasequible.
En el campo, ¿sabés?,
hay una tumba coronada
por un niño de mármol italiano
que flota delicado como
una profanación de la planicie. Yo
estoy solo, soy un pequeño cíclope
tirando ramas de sauce a la brutal
indiferencia. ¡Qué importa! "Poetas"
en su idioma se dice igual que "huérfanos",
y si fuera cigarra yo querría
lamentar la muerte de los fulminados
por el rayo con lágrimas de ámbar.
¿Qué cabecita en corona, arquero,
decidirá el encuentro? ¿Se hará?
Ausentes, confusas memorias para nosotros,
pero en ellas infinita claridad de confines
que no tienen fronteras; al despertar las vi
a las tres bailando en las tinieblas,
como un regalo inmerecido del búho
siniestro del saber, y agregaban lágrimas
a las lágrimas del río, imágenes
a las figuras del sueño, letras tachadas
al libro de sus vidas que nunca, y en esa
eternidad escondida su reunión de gracias,
nunca se borraría, como el gasto
que no arroja sus dones donde implora
la indigencia: "¡Algo, que me dé!", sino
donde el exceso mendiga todo. Hoy
el temor me impide levantarme en la noche,
y ni las plumas ni una colcha bordada
ni el sonido del agua serena podrían
conciliar mi sueño. ¿Es esto lo que oí
en mi desmayo: la risa de los faunos
y el paso presuroso de las musas?
No; sólo unos labios de mármol pintado
que recordaban: es corto, muy corto
el plazo de la belleza. Ahora sé que respondí
con mi pregunta. ¿Quiénes son
estos cuerpos sin nombre, estas posibles
voces que me das? ¿Qué olvidé
para desmentir con ellos mi próximo fin?
¿Por qué, oh inexorable, quemas tus dones?
Sus pies golpean las puertas.
Toda la estancia tiembla
como esta ramita de laurel.
Que se deslicen los pestillos, giren
las llaves por sí mismas. Chicos,
estén listos para cantar.
Crecerá quien lo vea, quien no,
se sentirá humillado. Arquero,
¿te veremos? Que los niños
hagan sonar sus instrumentos,
si quieren oír el poema
y ver su pelo claro. Los aplaudo
aun antes de escucharlos.
Silencio. El agua misma se calla
cuando sentimos el clamor que llega
y no lloran las piedras limpias
del arroyo. Contengan
sus gritos. Pero el coro
cantará más de un día, fácil
es el motivo, que cubre
la belleza con oro, siempre
joven, nunca tapada
por la sombra de la tarde.
Sus cabellos mojados
esparcen perfumes, dejan caer
gotas que viajarán
con el rocío hacia el sol.
Nadie tiene tanto arte. En su destino
están el arco y la poesía,
que adelantan o atrasan
la muerte. Él siempre cumple
sus promesas. Te llaman
compasivo, brillante.
En primavera, te ofrecen
todas las flores que se abren
con el rocío; en invierno,
dulce azafrán: en el fuego
que no se apaga nunca,
sobre las brasas de ayer
no se amontona la ceniza. ¡Cómo
te alegraste cuando en las fiestas
los elegidos bailaron
con las chicas rubias! No
habías visto un coro tan feliz
y tales raptos. ¿Me oyen?
Fiesta o entierro se asoman
cuando con tu arco muestras
tu habilidad. Bajo el vuelo
de tus flechas acuciantes, todos
gritaban sobre tus huellas: "¡Lanza
ese tiro de auxilio
desde el nacimiento!" Y entonces
te aclamaron. La envidia
puede susurrarte frases
que arrastran barro entre sus olas. Pero
le das una patada y dices:
"Sólo llega hasta el sol
el agua clara y limpia, algunas gotas
de suprema pureza." ¡Muy bien!,
y que la envidia vaya
tan lejos como el limo.


Naturalezas.
"Tras los ojos cerrados surgió y desapareció
una interminable sucesión de fantasmas.
Al cabo de un rato empezaron a adquirir
cierta forma. Una serie de flechas doradas
voló muy cerca y se alejó. Había en sus puntas
jacintos de un profundo violeta. En los extremos
había orquídeas de diversos colores. Parecía extraño
que las flores no se cayeran a semejante velocidad."
Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes.

Sufro el fuego de tu miel oscura
y suplico inútilmente, nieve
recién derretida. ¿Dónde
la encontraría aquí, eterno verano?
¿Dónde podría tocarte? Sos
tan fugitiva, tan pocas veces
puedo verte reír. ¿Hablás?
¿Por qué no me contaste
el secreto que te hizo devolver
un posible triunfo? Y aquí estás
como un árbol delgado y solitario
cuyas hojas mastico
sin piedad ni saber. Aunque recibo
de tu ausencia el silencio que me impulsa.
Sola, en el campo, sintiendo
un aroma de naturaleza
en mí, feliz, expuesta
y atravesada por el viento siempre.
No me preocupa el pelo, ni quiero
a nadie. De plomo son
mis pasos. Pero él ya me había
visto y su deseo le daba
nuevas esperanzas. Miraba cómo
caían por mis hombros los cabellos
sueltos. Ve en mis ojos
brillar oscuros carbones que quisiera
encender; ve en mi boca
dibujados besos; piensa
en la delicadeza de mis dedos, la forma
de mis brazos moviéndose; imagina
cuánta belleza escondería mi cuerpo
vestido. Corrí, no lo escuché
cuando me dijo: "Esperame, por favor,
te persigo apresado, me duele
tanto tu fuga. No te voy a causar
ningún dolor, ni quiero
ver tus piernas marcadas
por las espinas que pisás. Te pido
que parés y sigamos lentamente.
¿No sabés de quién te vas? Soy yo,
hago cosas nuevas que aún desconocés.
Disparo con acierto, aunque más grave
es lo que al verte me hiere. ¿Por qué
no podré nunca curarme de tu
cuerpo, de tu movimiento?"
Para no oírlo, seguí
corriendo, dejé que sus palabras
quedaran inacabadas, y para él
más hermosa aparecí. El viento
apretaba mi ropa, hacía vibrar
mis muslos y estiraba
hacia atrás mis cabellos, toda
mi cara brillando al irme. Él
ya no soporta perderme, espera
tenerme un instante, rastreando
cada una de mis huellas leves. Pero
sentía incansable su velocidad
en mi nuca esparcida. Rogué
entonces que mi vida fuera otra
y apenas me callé, me fui haciendo
más lenta, se endurecieron
mis senos ceñidos por una
tenue corteza, mi pelo
se dispersaba en hojas coriáceas
y oscuras. Me detengo, pues mis pies
ya son raíces y mi cara
se diluye entre las ramas, sólo
quedó en mi forma el brillo
de la piel. Al fin, sin frenar
su amor, él me concede
que nunca mi copa se marchite.
Haces lustrosos, pálidos reveses
y en primavera racimos de flores blancas,
para que el sol resplandezca
sobre mí sin tocarme.
Esa flor que repite allá en el borde
del bosque: no te olvidés de mí, no
tiene colores más leves, más claros
que el espacio creciendo entre nosotros.
¿Cómo un yuyito puede
producir tales miniaturas
de perfecta belleza? Acaso,
como lo que hicimos, sea
una compensación por sus espinas,
o acaso su florcita
azul, brillando sobre el verde
húmedo, esconda
secretas fallas, ínfimos
dolores de pétalos incompletos.
Pero aun así repite:
no me olvidés, no dejés
de protegerme con tu sombra esbelta.
De pronto, vimos ante nuestros pies
una esbelta flor rosada,
con tenues puntos purpúreos. Máculas
de la suerte, pensé, en lo natural.
Cuánto podía durar la puntillista
inscripción ahí. "Te diera el cielo,
dijiste, si el tiempo no
se hubiese ido cuando a la primavera
siguió el verano: tantas veces
naces en el verde césped
y floreces, pero no son mis flechas
honradas, se agitan y desvían
en el olvido. Tampoco me negué
a acompañarte, incitando un deseo
de seis días, de ansiosa prisión
ya en tus ojos y en tu pelo de sombra,
cuando el golpe cayó sobre tu frente
y mi tristeza." Las nubes se van
con el peso del día. Apresurado
a lanzarse, el deseo rebota
contra el aire y vuelve
hacia el pálido rostro. Ya el arquero
recibe la caída de su cuerpo
y en vano lo reanima, seca
las heridas e intenta detener
la fuga de su belleza
con las permeables manos. De nada
sirve, como esta flor
quebrada por el sol doblaría
de súbito su débil cabeza, inerme
mirando la tierra con su corola,
así yacía el rostro moribundo, despojado
de fuerza y recostándose
en el hombro brillante.
"Defraudado, dijiste, de tu niñez
te mueres; pero veo en tu herida
delitos míos, mi dolor; en tu fin
mi mano debe inscribirse, soy
el autor de tu huida. ¿Cuál
es mi culpa, sin embargo, si no
haberte amado? Ay, si pudiera
devolverte la vida ante esta ley
fatal. ¿Te unirás a la memoria
de mis labios? Falso consuelo
de versos: cada año imitarás
con un escrito mis lágrimas, leídas
en los pétalos suaves de esta flor."
Vi entonces correr sangre por el suelo
marcando el pasto, deshaciéndose
y con brillo escarlata subiendo
hacia los pétalos como de lirios
insólitos, y en ellos vi
unirse los puntos más oscuros
formando siempre la misma
sílaba, AI AI, y se trazaron
las letras siempre funestas. "Seis días,
escuché, en la sombra de una luz."
Si a mi mano acudiera, no tan débil,
la perdida figura que una frase
de Alejandro dibujara: la caja
llena de agudas flechas, ¿sentiría
al deseo levantarse y arrojarme
su lento rayo de ojos que olvidaba?
No puedo ahora rayar ni raspar, fijas
en mi retina, las frágiles piezas
que componían su cuerpo. Mis dardos
como versos persisten alineados
en la costumbre de medir contando
el espacio entre el azar y el incierto
movimiento. ¿Por qué los puntos límites
de mi imperio se enfrían o se encienden
sin aviso? Parece confirmada
la suerte que al final deja escapar
su cara adversa, y escucho el vacío
del cántaro resistente y cerrado.
Sin túnicas, sin ropa, como salieron
del seno materno, aunque lleven
ahora lazos y vestidos coloridos,
masajeándose incesantemente el pelo
con cremas aceitosas, vengan
y pongan sus manos todavía untadas
sobre mis versos para que vivan
muchos años sin mí. No me conviertan
en parte muda de este bosquecito
donde corren sus lágrimas, ¿pidieron
que fueran infinitas como las del niño
enamorado de un animal doméstico,
pero amado a su vez por el arquero?
Era un ciervo, cuyos largos cuernos
de oro brillante daban sombras
oscuras. Dicen que tenía perlas
y colgantes medallas de plata,
que sin temor visitaba las casas
y se ofrecía a las caricias
de los desconocidos. Pero sólo él,
la agilidad de su cuerpo, lo guiaba
a los brotes recientes de pasto
y a los arroyos más dulces. Niño,
vos ponías flores entre sus cuernos.
Y un verano, al mediodía
cuando la tierra hierve, el dócil
ciervo se acostó bajo un árbol
frondoso. Jugando con un arma
asesina, lo mataste. Supiste
que nunca el azar puede eximir
al culpable. "¡Quiero morir, quiero
llorar eternamente!, dijiste, ¿cómo
ver el fin de mi ignorancia
enferma y al mismo tiempo
pagar el precio que el dolor me impone?"
Regalo supremo que tu amante
más triste que vos, inexperto
niño, más avezado en perder
la belleza de un cuerpo con cada
estación, te brinda. Ya
el líquido de tu vida se va
entero en tus lamentos, se vuelven
de un raro tono verde
tus brazos ligeros y los bucles
graciosos que caían
sobre tu frente blanca se hacen
follaje sombrío. Él mira
cómo empieza a endurecerse
tu figura y se estira
apuntando hacia el cielo. Cuánto
se parece su tristeza a tu nueva
forma, para que él diga:
"Siempre te lloraré, árbol
joven, testigo del error, y también
a todos los culpables, mutilados
por dañar sin saberlo
a quien más deseaban tocar, tú
asistirás a los dolientes, lágrima
verde proyectada sobre el luto
de los visitantes nocturnos."
Entre los grupos de alargados árboles
bailaba un fauno, llevando
en la mano un pequeño ciprés
desarraigado. Tal vez protegía
el silencio del campo, alimentaba
a esas plantas que brotan
de nuevo sin ninguna
siembra. Oí que su presencia
era una larga lluvia. Quise
pensar que era un alivio, aun
si inventado por huérfanos
lejanos, para los que vagaban
por estas lomas repartidos.
Ya cerca, dijo: "Puede
llamarse feliz o fecundo aquel
a quien las plantas le contaron fábulas
siguiendo las huellas de algún caballo
fogoso. Hasta pronto y seguí
tu camino. Yo ahora
me iré sencillamente
por la pradera que parece abrirse."
Escribo para los que escuchan
el canto agudo de las cigarras
y no el estrépito de los astros.
Tomo mis gotas de rocío
del aire y sacudo mi ropa cuando
se vuelve pesada. En la vejez,
¿no me dejarán solo mis versos
demasiado justos, pues nunca
los miré con ojos oblicuos?
Los poemas no son más que sueños
hasta que se perciben sus efectos.
Están cerrados los ojos del cielo
y la noche oscura oculta el oprobio
que sigue al goce. En el sueño no hay nadie,
sólo algo de ajeno dolor. ¿Soy
un animal, una piedrita,
una rama agitada? ¿Qué es un árbol?
Baudelaire pedía la gracia fácil
de escribir unos versos que probaran
que no era el último. Y yo subo
a la hora de la siesta a las copas
gigantes de los plátanos: lo imposible
no entra siquiera en el sueño furtivo.
¿Por qué tan favorable travesía
para el rápido curso
de una persecución? Una cosa
perdida busca un nombre perdido,
¿y encontrará su posibilidad
tras los instintos de insensato aborto?
Soy rico, mi brillo ciega y excita.
Como un delfín o un cisne me deslizo
constantemente y florezco sombrío
en los bosques húmedos. Por las cuerdas
de mis armas continuas, resinosas,
paso el barniz también de las ciudades.
Pero puedo curarte, oíme, salvo
que no quieras ser sano, yo prefiero
comidas abundantes y poemas
ligeros. Seguí la ruta inusual,
no pongas tu auto en las huellas de otros
ni sobre el camino ancho; seguí
tu propia estrechez, aunque parezca
una condena. Ya mis flechas
te indican el reposo y todo vale
en la espera inaudita de la gracia.
No hago más que extender con mis estrofas
el efímero encanto y la atracción
de tan agudos pero cortos pasos
como el deseo de un niño da
fácilmente, agradando o provocando,
para recibir una respuesta sin secreto
ni demasiada importancia. ¿Buscaba
oír la lengua muda y dolorosa
de las plantas apenas sensitivas, o
asistir sólo en ellas
a las escenas del fin natural
que nadie conoce? Nos corresponde
la naturaleza de romper
con su mudable despliegue, masticar
hojas crujientes y medir
la lentitud de los días o el hueco
de las noches. Así los seis deseos
ejecutaron tres mínimos destinos
con implacable impaciencia y dieron
blancos puros a tus flechas
límpidas y tan certeras
que esquivarlas hubiera sido en vano.
No quiero decir tu nombre, aunque te llame
Sagitario, como si tus flechas invisibles
fueran las de un centauro dibujado en el cielo.
Sé que negarme a pronunciar tu pálida
aparición de sílabas en un idioma ajeno
es empezar a escribirla. Espero verte,
cuando el sueño me brinde las palabras
que mis amigos condenaron al silencio
con su mugido misterioso al recibir
tus disparos. Sí, sólo eres uno,
y sos el que dispersa multitudes,
¿quién, si no, corta el aire del instante
en que algo muere? ¿Quién me dará una voz
o una cadena de voces escritas,
para que tu cuerpo azul brille de nuevo?

Índice


Hijos......................................2
Madres....................................13
Padres....................................24
Huérfanos.................................39
Naturalezas...............................55





<=Ant. Prox.
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