For Cauli, the last inmortal
Prefacio de la primera edición
El autor de este libro no siempre ha pensado como hoy. Durante mucho tiempo ha errado en la corrupción contemporánea teniendo su parte de culpa y de ignorancia. Luego, pesares muy merecidos le han advertido y Dios le ha hecho la gracia de comprender la advertencia. Se ha prosternado ante el Altar tanto tiempo ignorado y hoy adora la omnibelleza, invoca la omnipotencia, hijo sumiso de la iglesia, el último en méritos, pero lleno de buena voluntad.
El sentimiento de su flaqueza y el recuerdo de sus caídas le han guiado en la elaboración de esta obra que es su primer acto de fe público, después de tan largo silencio literario; no se encontrará nada en ella, contrario a esa caridad que el autor, en adelante cristiano, debe a los pecadores de los cuales en otro tiempo y casi hasta ahora ha practicado sus odiosas costumbres.
Dos o tres piezas, sin embargo, rompen el silencio que él se había impuesto a este respecto; pero se observará que ellas se basan en actos públicos, en acontecimientos desde entonces demasiado generalmente providenciales para que no se pueda ver en su energía más que un testimonio necesario, más que una confesión solicitada por la idea del deber religioso y de una esperanza francesa.
El autor ha publicado muy joven, es decir hace una decena de años, unos versos escépticos y tristementes ligeros. Pero se atreve a suponer que en esos versos ninguna disonancia irá a chocar la delicadeza de una oreja católica : esta será su más preciada gloria del mismo modo que es su esperanza más noble.
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Paul Verlaine, Sagesse.
París, 30 de julio 1880.
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El vértigo
Ajedrecistas expertas,
las mujeres se enfrentan.
Sócrates y Glaucón con polleras
hacen pasear por el tablero
a sus enamorados, sus ropas de estación,
sus alcancías de nylon.
El día se consume
como una pastilla efervescente.
Silencio. Mueven sus piezas.
Ahora que el clima marca su nivel,
ya nadie se anima a hablar profundamente.
Atenas gozó de un alto prestigio
por hurgar en las conversaciones.
Y a menudo buzos expertos,
cayeron en la ilusión
sin escafandra.
Doxa
No debería perturbarte
el ruido que hace tu viejo con la boca
cuando come. Ni la ordalía de bolsillo
en las horas pico; o tu scrum privado
contra los malos pensamientos.
No deberían perturbarte
los novios que acumulan en las piezas paternas
sus artefactos domésticos;
ni las mujeres en las peluquerías,
con sus gorras de goma,
cuando palma la tarde...
Alguien talla, desde que naciste,
un ostracón con tu nombre.
No debería perturbarte.
La idea del Norte
La ropa al costado, la pieza a oscuras
y la presión de nuestros muertos
implorando por un significado.
Benditas horas previas a la salida del Yo.
Cuando las palabras son postes
en una larga carretera, nos ponemos de rodillas
en nuestra iglesia ortodoxa.
Benditas horas previas a la salida del Yo.
La yegua pasta, distraída,
y el pianista chasquea sus dedos
en el imaculado camarín.
Benditas horas previas a la salida del Yo.
El malogrado
De no haberse tensado en tu fuerza
mis poemas no hubieran sido así.
Alguien corría muebles mientras te los leía.
Después me enceguecí,
me faltó el aire
y el polvo fue un tatuaje
para todos los objetos de mi casa.
La maquinaria psicosomática se atascó.
El gallo muerto es una peluca en el medio del camino.
Y cuando en la Academia se habla de mis versos,
jamás te nombro. Te empujo
hacia el fondo del canasto
con los Levis sucios y las obsesiones.
Algunos pasos nos sirven
para salir de nuestra pieza;
otros pocos para salir de nuestra vida.
Y mientras me regodeo
en la costumbre pagana del vermut,
espero tu llamada, tu advocación.
Hazlo, Señor,
y da origen a un nuevo animal.
El parque, a diferentes horas
Oscurece, y en el centro del parque se prende
el esqueleto luminoso de la feria.
Días cortos, con un fondo de viento y lluvia
no paran a los visitantes
que estacionan sus autos
sobre las calles laterales.
Como las amistades en cautiverio
de los tours, la gente pasea, habla y se enoja
porque el lago está repleto
de sus propios excrementos
y los patos parecen
sachets a la deriva...
Un sacón negro, 50 pesos.
Camisa floreada, psicodélica, 25.
La prole corre con su nieve artificial
mientras los padres añoran
el verano pasado en el corazón del bronceador.
Recién salidos de la bailanta,
la colonia de jóvenes
se arrastra y se aparea sobre el césped...
"Soy negro -dijiste- soy de raza inferior
para toda la eternidad".
"vidas insulares", escribí.
Y todo el tiempo
que tardan las mujeres en vestirse
no fue suficiente para nuestro proyecto:
comer cuando se tiene hambre,
dormir cuando se tiene sueño.
"Recemos -dijiste-
a millones de kilómetros
un salvaje toca su tambor ritual".
Oda
¿Quién consigue expresar sus emociones
en una simple conversación?
¿Qué preguntas hacemos
para que nadie nos responda?
Lo cierto es que el taxista
equivocó el camino. Y es tarde.
Por eso pienso en el mirador,
el banco apoyado contra la rejas
desde donde vi pasar,
infinidad de veces,
al tren del Oeste.
De noche, la luna se refleja
en la vías y las luces de señalización
parecen brasas de cigarrillo.
No viene el tren del Oeste.
No vibran las paredes de la casa
donde vivimos el eterno retorno
de los ciclos del amor.
(Qué estarás haciendo a esta hora,
andina y dulce Rita
de junco y capulí.
Mientras me asfixia el cansancio
y los tranquilizantes flotan
como flojo cognac
dentro de mí).
El hombre de campo mira pasar el río.
El hombre de ciudad mira pasar el tren.
Ambos reflexionan sobre el pequeño mecanismo
de los acontecimientos.
Pero yo no...
Yo estoy cansado de este mundo nuevo.
A veces, en la noche,
el ruido metalúrgico
de los talleres literarios
no me deja dormir.
Para tranquilizarme, me digo:
"Soy mi padre y mi hermano,
nací de pie, al final de la última era nupcial;
contemporáneo del Gran jugador".
Pero tus preguntas vuelven
una y otra vez:
¿Nuestro amor llegó a ser tan necesario
como el agujero de una olla?
¿No debimos aislarlo
de la paideia berreta
que crece en los gimnasios?
Fue como salir de la pieza apagando la luz.
Mientras en un rincón se acumulaban
los programas y los tickets
de todos los lugares donde fuimos.
Vibra la tierra. Pasa el tren del Oeste.
Y lo que vemos brillar a lo lejos
es la bisagra de acero
que nos separa de los jóvenes
para siempre.
Good bye
Benditos los que no tienen mitologías
y se refugian agazapados
bajo las lámparas del criadero;
benditos los que no saben que la muerte
da clases en todos lados
y se conforman con una palmada
y un plato de comida;
benditos los que entran en ese lugar
donde los significantes
le dan vuelta la cara a Dios.
Costumbres
Pensá en esos que matan el tiempo
acodados a las barras de los bares
con sus vasos de vino, imperturbables.
Pensá en los esquimales
y sus muchas palabras para nombrar al hielo
que es bueno, que es malo;
que sirve y no sirve para construir.
Pensá en los que se sacan fotos
con el agua hasta las rodillas,
alzando entre sus brazos
un pescado plateado e inmenso.
Pensá en ese chico
esperando en la penumbra,
que la madre venga a ponerle
el almidonado guardapolvo.
El culto ortodoxo de los tranquilizantes
Siguiendo las señas del hombre de overol
recorriste la rampa.
El espacio acústico tembló
cuando latigazos de agua cayeron
sobre la carrocería.
Estabas sentado, con un chicle en la boca,
en el medio de esa tempestad artificial.
Y sin motivo, apareció la silueta de tu vecino
detrás de la cortina iluminada
mientras ella, dedos amarillos de nicotina,
te decía: "No soy digna de que entres en mi casa,
pero me cuidaste, como quien mira de reojo,
en el subte, el diario ajeno".
Preludios
Uno
Porque ahora me parece, Malvolio,
que ya no queda tiempo.
El horizonte relampaguea
como el tubo fluorescente de la cocina
y el olor del guiso recalentado
sube por el pulmón del edificio
mientras alguien tiene demasiado alto
el volumen de su televisor.
Dos
Aquí fundaron ciudades,
aquí se discutió sobre el prestigio de los griegos.
Y antes de acostarse,
la mujer pasó el trapo sobre el mármol,
cerró el gas y puso el reloj en hora.
Tres
Desde lo alto el águila distingue
qué es comestible, qué no;
desde el llano el taxista
quién es remisero y quién no.
Cuatro
El niño autista con el ludomatic.
Malvolio que no quiere repetirse.
El policía, molesto por el calor,
se saca la gorra y se rasca la cabeza.
Daniel Willington, ya veterano,
jugando del lado de la sombra.
Cinco
Malvolio, en serio te digo,
olvidá tu vanidad.
No somos animales fabulosos.
Somos tamagotchis asustados bajo el granizo,
perritos de ceniza, clauditos, x...
Seis
¿Dónde están los que nos acusaban, Malvolio?
¿Se fueron todos? Salgamos entonces
y no pequemos más.
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