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Ant.H       
Prox.

  Arnaldo Calveyra
         nació en Mansilla, Entre Ríos, en 1929. Reside en París desde 1962. El 1959 publicó Cartas para que la alegría, que Libros de Tierra Firme reeditó, junto a Iguana, iguana, en 1987. La mayor parte de su obra poética, dramática y narrativa se encuentra traducida y editada en francés. En 1997 Tusquets editó El hombre de luxemburgo.  Este texto es inédito.

 

Dos casas ensimismadas


         Había en los aledaños de ese pueblo una casa semiderruida a la que indiferentemente llamaban la casa rota o casa de los vidrios rotos, cuando no la tapera.

         Espaciosa en medio de la ruina que amenazaba -sólo los árboles del patio parecían llegar del futuro de los días-, más agreste que las casas que la rodeaban, los charcos que las últimas lluvias traían y abandonaban parecían aislarla todavía un poco más, y ello pese al sol que partía la tierra.

         Al parecer albergaba a más de una familia, en todo caso a varias personas. El hecho de que a ciertas horas, al paso de un carruaje o automóvil, las paredes parecieran sonar a hueco como si piezas adentro no hubiese nadie, la devolvía a los campos de donde en realidad procedía o como si éste -incansablemente su verdor- le mandara noticias. Ella y el patio las escuchaban en aquella parsimonia de las horas.

         La luz que de ellos le llegaba se desplazaba a sus anchas como en medio de lo mejor. Nada ni nadie hubiera podido ponerle freno al irse en vicio de las acacias. Arboles criados en ausencia de toda mirada humana, librados a su voluntad de árboles. Nada parecía tampoco sujetarlos al suelo, el hamacarse de las copas al menor atisbo de brisa eran el cielo de esa casa.

         Y ahora que por la vereda ya no pasaba casi nadie, las hojas caídas se amontonaban contra el sur, hacían las veces de pasos desconocidos yendo y viniendo al capricho del viento, pisadas que la casa, que se contaba entre las casas ensimismadas de la comarca, parecía atraer hacia sí, siempre hacia sí...

         Entre las singularidades de esa casa, sus habitantes se parecían entre ellos como gotas de agua goteando del mismo balde y, según se afirmaba, también nacían con impresiones digitales idénticas. ¿Era acaso por esta razón que la semejanza fuera de lo común entre las personas de esa casa no se atenuara con los años (los niños eran idénticos a los viejos), no parecía irse con nada, los mantenía ojerosos y desvelados?

         Cada vez que pasaba por la destartalada vereda -todavía hoy sigo pasando, en sueños- y que echaba un vistazo hacia el interior de las piezas, podía entrever la sombra o reflejo de unos niños deformes que yacían en camastros, a veces de a tres y como al abandono en esas camas, yo me decía que los vidrios de las ventanas al romperse debían haberlos lastimado en esa forma, lo más seguro que por el resto de sus vidas.

          ¿Había sido nueva alguna vez?, "¡La hermosa casa a medio caerse!" ¿Cómo hacer para que con mi mero pasar pueda volver a la salud?, ¿cómo conocer la palabra capaz de devolverle la vida?"...

         Las acacias del patio, ya monte, al acercarme a ellas, parecían suspender el vuelo, detenerse a recuperar energías, dejar por unos momentos de seguir yéndose en vicio. Ni bien llegados, los llamados del pueblo se transformaban allí en ecos.

         Por mi parte, nunca llegué a ver a nadie entrar o salir al patio de cuerpo entero. Como si la vida en aquellos verdes años fuera ya la misma eterna suspensión de cosas.

         La segunda casa que quisiera evocar se encontraba en medio del campo de Entre Ríos, la luz se paseaba por ella como de isla en isla. Cuidada, acicalada, una rosa en la mano (no, no era luz en mitad del campo), la casa le preparaba un parapeto, una forma de tajamar desde donde disponerse como un balcón para la fiesta. Y siempre en medio de lo mejor ese color dorado que nos llegaba de las tunas.

         Había en esa casa largas luces extraviadas a espejo, luz espaciosa, luz que el campo le procuraba de la mañana hasta el atardecer. Un mal sueño parecía a veces quebrantarla, quebrar en lugares el espejo que volvía a reacomodarse un poco más lejos, unos minutos más allá, hacia el territorio encantado de los patos silvestres. Llegaba como escondiéndose en si misma, luz mareada, envuelta así, trayendo algún regalo, aroma, color de una flor nunca vista, hallaba en pastizales y que ella, en medio de su soledad de luz sustraía a su soledad de flor para ponerla en nuestras manos.

         Otras luces podían pasar por el mediodía de la casa, una o dos palomas mensajeras, luz súbita que terminaba con cualquier conversación.

         De pronto, esas luces que pasaban eran palomas mensajeras, y nosotros permanecíamos inmersos en su eclipse luminoso, en su luz. Unos olmos llegados del alfalfar, venían de visita.

          Los veíamos llegar.

         Al amanecer, la luz invadía como un relámpago a partir de cualquier pared, cerco, parapeto que dieran al este. Todo lo que a esa hora fuera o pareciera ser del este en esa casa empezaba, sin más, a transmitir esas señales, torrente, andanadas de luz que penetraban seres y cosas, sus puertas se agrandaban a cada instante en el silencio aún no interrumpido de los pájaros, podían sacar a una persona dormida de la cama.

         Avanzaba inexorable como el arroyo Desmochado en medio de tantas cosas que pasaban la noche afuera y que con su llegada resucitaban.

         Manantiales de esa luz, nosotros y los perros expuestos desde las primeras horas a sus ganas de jugar con cuanta cosa, hombre, animal, niño, estanque, se le pusiera al alcance, intentara deletrearla, nos invadía sin que pareciera tocarnos ni a nosotros ni a los perros.

         Cuando empezaba a querer ocuparse del suelo era que descendía del entrevero de copas. Una vez llegada al suelo parecía buscar nuestros juguetes fabricados por el campo.

         Luz de las lomas, de tan próximas parecían empezar (y nosotros con ellas) en el patio. Hasta que un día se les diera por jugar a la gata parida con nosotros.

         También a esas horas la luz volvía al campo para encontrarse con otras luces nacidas para vivir a campo, así como existía en casa una raza de perros conocidos por su negativa a permanecer adentro, cualquier sombra de árbol les era más propicia que echarse en el suelo fresco de una pieza.

         Y días en que la luz se paseaba como un forastero entre nosotros, luz fuera de hora hacia lo profundo de los campos. Ya tarde, indiferente a lo que pudiera reflejar, buscábamos la palabra que la hiciera durar un poco más. En el acuático atardecer, la poníamos a vibrar en nuestros labios (ya en las piezas no quedaba más luz que la que traíamos del campo en nuestra ropa).

         Teníamos siempre una manera de llevarla con nosotros a bañarse al tajamar.

         Luz, eras otrora junto a las parvas recién plantadas, tu eco en nuestras caras curtidas más el sol, el sol, el sol, llegabas de pastizales junto a barrancos, de poblaciones encandiladas en tu espejo, llegabas de granjas que no tenían nombre.

         Luz comedida por las tardes, de después de siesta, en especial entre las cuatro y las cinco en que parecíamos, tanto la hora como nosotros, ser de nadie, ser de nadie esos olmos, no pertenecerles más a ese cielo en el cual nos movíamos. Y luz aventurera y casi enseguida desorientada entre las cañas que al atardecer se las arreglaban para cobrar formas de grutas. Con los años, esos rincones a prueba de guadaña, parecían llegar de ninguna parte. Nada, nadie, hubiera podido indicar su procedencia, costa de río, hondonada, estero.

         Tanto, que por momentos parecía que a esa luz estaban por sucederle palabras.

         Tenían su momento esas palabras, llegaban, se nombraban, se aposentaban.

         Tardecitas en que la luz llegaba de algún lugar en la antípoda de nuestros juegos, llegaba de deltas inseguros, de alguna región donde no andaba nadie. No podíamos decir qué lugar.

         "Queda siempre luz", decía, "luz fuera de sitio, luz fuera de hora, luz de la mañana siguiente, irá detrás de tus pasos, por ellos volverá, les irá sacando lo huido que tenían, los irá poniendo del lado de los ecos".

         "Luz siempre queda", repetía.

         Y ahora desde lejos se acerca la noche. No en realidad lo que ahora entendemos por noche : por el ruido que hacían ciertos menesteres en los patios (ya no los mismos ruidos que durante las horas de sol) : ruido más íntimo de una pala al dar contra un rastrillo en el momento de guardarlos, no sé, algo que nuestros oídos transformaban conforme llegaba la sombra. Y como si en una pieza dejada con la ventana abierta estuviera la luz de prestado, mariposa que enceguece, empieza a darse contra los muebles a medida que sus fuerzas disminuyen.

         Mientras avanza el crepúsculo de una pieza dejada con la ventana abierta.

         Afueras de provincia al abandono.

         Y el Tiempo (es decir, nosotros) callado ante su gracia de árbol, de ramillete hallado en pastizales.

         Sentados a unos pasos del anochecer, también nosotros en espera de calladez.

         Cielo, cielos cambiados por estuario.

         A diferencia de tanto maestro incapaz de dar clase de soledad, esa luz declinante volvía al cabo de una rotación completa del día, volvía para contarnos de lo que de veras se trataba; a la vez nos invitaba a sentarnos y escuchar esas lecciones ("sólo estás y sólo morirás"). Esa luz perita en la materia de dejar a una persona consigo misma, rotos los puentes que la unen a las demás personas, a los pasos erráticos del decurso del día, y ello a partir de los primeras horas de la mañana.

         Como si el Tiempo buscara tener éxito bajo el parral, nos pusiera ante una situación insólita, a tal punto que ahora no resulta difícil seguir estando ahí, junto a la hebra de un sueño.

         ¿Explicar, por ejemplo, lo que el anochecer hace con los niños y los adolescentes de una casa en el campo de Entre Ríos?

         Podíamos permanecer sentados hasta bien entrada la noche (las vísperas de luna llena era voluntad estricta de las casuarinas que permaneciéramos callados hasta aparición de la luna en el horizonte), de no mediar la voz de nuestra madre llamando a la cena.

         En la casa de los aledaños de ese pueblo vivía hace años un tartamudo al que sacaban a la vereda a tomar el sol de las once. Ignorante de una palabra completa, no conseguía salir de una misma sílaba.

         Sentado por las tardes sobre los ladrillos de la silvestre vereda, se pasaba horas repitiendo esa sílaba (yo por entonces no sabía que los tartamudos son tartamudos por haber querido decir una cosa extraordinaria), jugaba a decírsela a la luz, queriendo llamarla por la palabra completa de esa sílaba, la siempre escamoteada palabra, cuando no jugando a que la apagaba con un dedo. Se entretenía con las hojas que nadie se ocupaba de barrer hasta que alguien llegaba para alcanzarle un pedazo de pan, un vaso de algo, o para entrarlo en las piezas. Detrás de ese lugar andaban los campos para siempre verdes. Pero él no lo sabía.

         Ya de hombre lo curaron, es decir, lo devolvieron a sus fantasmas, gracias al sistema del pantalón corto (consejo de un anciano que pasaba), modesta medicina consistente en vestirlo de pantalones cortos y en sentarlo en ese mismo lugar de la vereda sólo que esta vez por la tarde y de cara al poniente. Hasta que un buen día, hombre ya, se levantó hablando y preguntando como usted y como yo.

         





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