RECORTES DE UN DIARIO INTIMO
Exclusivamente calla, verdadera dama,
anunciando una exigencia, un drama,
ante la urgencia del destino. Exclusiva llora
y en su llanto aflora el reto serpentino
y la curiosidad que mató al gato. Está tentada
de hace rato, porque en los secretos cajones
del dressoir no guarda nada final, definitivo.
El peso del mundo lo lleva puesto; la carta
de triunfo ha ido a dar al cesto
de los papeles, con otros oropeles
de descarte. No tiene arte
de fuerte voluntad pero sí tiene atisbos
de su ejercicio: el vicio de la solterona
que acabará por dar a luz una personalidad
excéntrica, obsesiva, minuciosa: en los cajones
nada, pero un lugar para cada cosa. Si llora,
como yo, es por su historia: nadie la cuida
y nadie a quien cuidar. Queda la vida.
El espíritu se atrasa con las vueltas
de la noria de este pobre corazón de muselina
fina, exclusiva, bella, y ella
recibe en casa.
En el momento de nacer, poco más tarde,
no hubo sentidos revelados. Lo auspicioso
de ese día fue una luz de neón, perecedera,
incandescente, enrarecida, dibujando el signo
de la palindromía-Madam, I'm Adam- más perfecta
en otro idioma y más sombría
que dominar los sentidos. El reflejo
intermitente tornó inútil el espejo; demorado, ¡ay!
el círculo callado, sorprendido,
de los cuerpos que buscándose se evitan
en el calor de lo íntimo. ¡Haber nacido
bajo ese signo! Haber nacido. A diario
el tedio vuelve del revés el derecho natural,
y el asedio es del sitio de lo mismo:
Al no desear, me muero. Quiero a ese pájaro
de mal aguero, al que amenaza Mad am I
con énfasis vital y tanto élan. . . Madam, ¡ay!,
perdamos tiempo si todo está perdido, hablemos
trivialmente del paso, del abismo.
Cuando es muy joven, echada,
se debate al dirimir la suerte
recostada en opacas ilusiones que la prenden
a la cola del instante , y a sutiles ex presiones
donde sola, necia, la voz que habla
no es sedante pero arrecia, pues es ella
y es aquélla de su propia madre invitándose
a sí misma a una conversación que cuadre
a esta ocasión tan Intima en que en una
se han juntado dos en sumo grado separadas
por la vida, perpetuada como estigma
que somete lo que prende, consumida
en fertilidad que enciende muerte, sumándose
a la suerte de decir, de dirimir, de ser
la indigna.
Una mentira, pretensión insoslayable
de la mente: adivina lo que siente, rabia
cuando no retoza. La cosa en sí
no se revela, remoza
lo actual de la pura ausente.
Dime que sí, que lo herido
no gangrena lo presente y habla
del virtual espacio que tu cuerpo
no ha buscado hasta este ahora.
Demora allí, dilata lo pasado por el pulso
de la mano, y en ese lugar guardado
deja el roce de tu aliento a lo cercano,
al árbol del jardín, a mí, al canto
del cisne y lo cantado.
Me sometería tal vez ahora,
que ha sonado la hora repentina, convincente,
despedida, al poder suasorio, a la caricia.
El oogonio, con el tiempo de la planta afina
el órgano en la flor, y el perfume
no varía: sutiliza la función y encanta.
Me sometería tal vez ahora, no diría
para siempre: la felicidad mata
suavemente; no de males, de verdades
clandestinas. ¿Es ésa la cosa, el desengaño
indecente de la rosa, la cautelosa
que se pensaba ardiente? Desanima. ¡Oh esa bruma
de belleza, esa morosa dilación de la espuma
en la rompiente!
Soledad, languidez, y la sorda tumescencia
que, en verdad, anhela la preñez como distante
evanescencia, tras el tedio y lo cambiante.
En su medio, en su doblez, ella es el redoblante que,
frenético, augura el ritmo de la espera si certera
nada aguarda. La sutura de lo ascético
es sostén de la quimera, almirez
que muele en lo perdido su mansión para el olvido
y mentira que, en verdad, refleja lo que es.
O lo que está sin lugar y se queja de la pasión
por lo estético: el profético rodar de la frutera
rechazando la manzana que se pudre, el lar
con su piedra movediza y la hiedra
que la cubre, pelliza imperturbable.
Sería dable pensar al inicio de algún acto,
o de cualquiera, en un épico ejercicio
de versatilidad que, en verdad, no se tolera;
y sería exacto.
La desazón, el agotamiento, la razón
que da el silencio y la presencia
inevitable del corazón que late
tenso en el estable aliento
del extenso trayecto de la vida,
renacida en el proyecto
de morir mejor cuando haya tiempo
de dolor, de falla interior
y de deseo: al ir allí en el intento
de abrir la boca
de la marca, ser, la loca y desdecir
lo que el monarca
ha instaurado en mí de su adorado
esqueleto de dominio, de razón,
de altísimo respeto y de tesón en el ahora
y el aquí que nada insume, pero resta
el tiempo de decirlo, cuando el mirlo
se ha posado, al fin, sobre esta rama.
La vida ha cambiado, se decía, untándose
los labios con la lengua, relamiendo, aaámm,
como si de un bocado se tratara, o de un perfume.
Este es mi gusto, y sin embargo, el pelo
se me atiesa y cae como. . . ¿un sudario?
No, una señal de giro. A la hora pico
nadie se ha apoyado contra mí. . . o si, en mi contra:
rueda la edad, canta la alondra y el leve maquillaje
en las mejillas ha cobrado una espesura
de mitad de la vida que adelanta. No fresca,
pero dura con el pelo así: en consonancia.
¿Será el recelo de la mala figura, o la blusa candorosa,
olanes y satines, de una vejez pasada? Vieja no,
gastada y brillosa en los codos y en los puños,
sobre las uñas manicuradas. Cuidar las manos
con amor, con garra, con impudor, coqueto:
lo que relumbra, es brillo. ¿Aprieto el gatillo?
Laca descolorida para esa cómoda nueva que, envejecida,
empieza a tornarse incómoda. El cajón superior
de la derecha, por ejemplo, ha perdido
el tirador. ¿ Y si gatillo? Allí guardo soutiens,
sostenes, corpiños, todo en desuso. Lo que hice,
ya lo excuso: tuve niños, reía y buscaba
los parecidos. Confuso: en parte, todo mentira,
en parte aliño, letal, del pecado original.
¿Cuál es mi parte?
No tengo arte. El arte de una amada
es ocultarlo tras el cuerpo. Este poder,
decía, es un espectro. Porque amo soy,
esclava y gozne de ilusión, insomne
que abrirá, tras el jardín, la cerca.
Atrás nardos, ciclámenes, violetas: se completa
la guirnarla, y aquella falda drapeada,
cuando era bella. ¿Aquel amado? ¿Recuerdas?
¿Tuvo otra casa, ella? ¿Otro jardín, y cerca?
Tantos abrazos. ¿Gemía acaso 'no tengo arte'
cuando observaba, erguida en falso,
lo fatal del lazo? Su parte era ser bella,
misteriosa por demás, urdida sobre sí
como celdilla de un panal desalojado. Las abejas,
en otro lado y tiempo, finito, para espiar
por la mirilla. Esta mujer, decía,
admiraba la traición y la insuflaba en peso.
Ese, digo yo, sería su exceso. Cada movimiento
de su voluntad un átomo duraba, que volvía
con tiento a la materia irreal del tiempo.
Allí cabía verdad, olvido, igual, ausente.
Mi casa era diferente. Mi tía no me crió,
mi abuela prefería a mi hermano. Más sano
hubiera sido preferirme a mí, o más osado.
Sin embargo, todo era perfecto así,
en un sentido errado. Erré perfectamente
el camino, y fue acertado el sino del fracaso
en la presencia. La música fue el caso,
y la poesía, para perderse en los sentidos,
la enfermedad, la experiencia. Parecía
saberlo todo y no hacer nada para impedirlo.
¿Quién podría decirlo, salvo un secreto?
Un universo, no. No un universo
de significados, fenómenos de luz, ideas
pendientes de su enunciado.
Un universo, no. Excedería
al mundo, le sería escaso e infecundo
a lo minúsculo, a lo raso. Con todo,
aquí se expande: grandes ideas, no,
tensiones grandes, como en el caso
de este corpúsculo de luz que arde;
la hiriente sensación de que ya es tarde
porque el paso, la transposición, el cruce
del presente no nos luce como gema
rara. Chucherías cadentes para dama
vana, sórdida, enigmática, en una estética
errática, imaginaria, atribulada
por el festín de la hora y por la suerte
varia. La hora no se atesora, se cuela
entre pasamanerías guardadas en el arcón
de la abuela, en un tiempo perfumado
con espliego y alcanfor. Ni yo,
aunque lo querría, ni un universo motor
caldeado por la conquista. La vista
abarca los muros de algún recinto de esparto:
lánguido jardín cerrado, íntimo, familiar, sagrado,
pendiente como un del Sarto de la sala del museo:
mundillo de los deseos, suspiro, ensueño, retrato
cándido en el empeño de ser su propio reverso.
No un universo de acopio, tutelar,
lo que profano.
Dulce brevedad del resplandor, el hueco
más hueco de la tarde. Es tarde con rigor final
en el trasluz que gotea sobre las manos
y las mantas, sobre la seda decimal
de las palabras, las pupilas
como dos gajos de la misma planta.
Se ensombrecen mientras hablamos
y rutilan en dos tensiones
sones distintos, distintas voces,
roces, carámbanos. Hemos construido
una caverna: nuestras piernas en cruz
viran al rojo: en tus ojos hay algo
que soy yo encandilada por la luz axial,
que no encadena. Llegará a disiparme
como arena lacia, acrisolada
en un cristal que tu boca soplara
en duras láminas. Hoy, entre silencios
rápidos, comimos un arroz raudo,
activo, salado por el descontento casual
de lo arbitrario. Desconsuelo diario,
consignarlo. Nada que entender:
un centro fatigado que procuro explicar
por vanidad y alarma. La imaginación,
después, atiza el resplandor hasta la prisa
de un fuego que acapara la verdad: es
el ciego juego de las sombras
en un ultraje de luces satinadas. Soy
ese tábano en el distante cielorraso,
amparado en la oscuridad, urdida, acaso absorta.
Un rábano me importa, y la figura de las santas
ascendidas de la nada. La nada como ultraje
superior; el amor, sin duda una cuestión
salvaje. ¡Oh el seguro sereno
de quedarse en casa, en el oscuro corredor
de persianas entornadas, y vivir como las plantas!
Para evitar la furia, concentrar la mente
y su penuria en el espacio de lo elocuente.
Sería el de la poesía y bastaría,
en realidad, el puro espacio de un cuerpo
inseguro, que desmiente estar allí alimentado
de presente. Un lugar de ausencia se reclama,
de verdad, donde la llama excuse alguna
decepción: una cuestión de tiempo y de tensión
-no de espacio de elocuencia-, de lejía
reservada a la inclemencia del error
y del ensayo. Expuesta al fallo de la ciencia,
la certeza ya no es propia: medir la realidad
por la crudeza de la copia es desvelo
de científico que apena al corazón y,
por prolífico, resiente la sanción y no la llena.
La mente habrá de poner celo en lo indudable
y consuelo en la mentira --moriré pero jamás;
me estanco en lo mutable-, y eso es todo
a lo que aspira, a eso apela. A alguna salvación
de lo inminente en el papel en blanco
que revela lo vaciado del vacío,
y lo concentra y se ve. Si se centra
el resultado, impío, es un antro de fe.
La medida de los átomos dura en la voluntad,
y es figura de la acción en movimiento
de una lucida estrella fugaz, la pasión que cae.
Lo que trae no es paz ni el cumplimiento
de los tres deseos en el firmamento, sólo un haz
de oscuridad ardida en la constelación perdida
por esa mira del telescopio. El tiempo
expira, y parece que el acopio que resiste
es de oscuración y gira sin ser de sentimiento
precisable: el mal y el bien en el recuento
son de la ficción de lo admirable, de la prez
de lo ejemplar y de lo impar que cada vez demora
el cálculo del hoy en el ahora, y lo agrega
a lo ocurrido. Caído sobre sí, el fruto desprendido
de la rama, amarillento, ha cumplido con la hora
que lo entrega y se ha soltado a tiempo: lento, lento,
aunque un simple sexto de segundo le ha llevado
colmar la decisión. Toda acción es un pretexto: rotundo,
madura para eso. Quien observa especula con el peso y,
cuando puede, se reserva el sentido que bascula
entre el tener y el ayer, enaltecido: ayer tenía,
Es el ayer que ha cedido; yo, no puedo.
En lugar idéntico, el mismo cuenco de porcelana, blanco
con el borde azul, concéntrico, abre en vana concentración
un centro estanco, de luz que no fulgura ni sujeta
ni está triste en su prisión segura. La ruptura
en cada acción es simiente de alguna decepción
de lo deseado que al caer, fugaz, oscuro, lento,
se hará resplandeciente.
Atropelladamente, con el mismo fuego
enciende un puro y hace arder
la confusión. Desafía
a la engolada compañía pero es
la víctima y pide perdón, pues
en verdad no deseaba ser desagradable.
Líneas de fuerza, a su alrededor,
se cruzan en pos de lo imposible pero
pasan, y a un gesto de sus manos todo
se derrumba. ¿Apretó donde había aire?
¿Peor? ¿Acarició a nadie?
Fue rechazada, no basta. Parece
achicarse porque debe reducirse
a la derrota, o admitir que ya estaba perdida
de antemano, o explorar los resquicios
de la propia trampa y pasar por ahí,
inconquistable y sin haber conquistado
a quien podría haberla hecho más alta.
El deseo regula la estatura y es un decir
que una ama en proporción a su tamaño:
a tanto daño, o atadura, igual querella.
Ni siquiera queda olvido, y ya ha perdido
la idea que dice que a su lado
está aquél a quien amar más que a ella misma.
Quién es ella, no contesta, no se explica.
De este modo, cualquier cosa
se complica, y por mentira que parezca,
no es lo hecho lo que está equivocado,
sino aquello en lo que uno se convierte tras
hacerlo, y sigue sola. Mientras tanto,
estoy equivocada porque pido
pensar en una cosa, y no me atengo
a lo que pasa. ¿Qué pasa?
"Piénsalo todo" (Mme. von Bartmann en voz alta),
"bueno, malo, indiferente, todo, y todo házlo, házlo".
Si una se atiene a lo ya hecho, conviene admirar
la vida de los santos, contemplarla. O esperar
entre uno y otro pensamiento, a que se vayan:
comprender para no caer, para caer, para nada
que se mida en esta vara. No soy la acacia,
soy la que habla desde la rama: -No quiero
ser otra-dice. Sólo quería estar cerca, añado,
mirando al tigre roer sus garras. (If you
do not tell the truth about yourself,
me han recordado, you cannot tell it
about other people). Por eso, volvamos
al relato: sombrero negro, ladeado,
y en los ojos, desgastado, el uso
del instante. Ha pasado el rato
y ha pasado, de virgen que fue,
en desacato, a madre sin que sobre,
a los cuarenta, velada la mirada, el ardor
de la insolencia: las piernas cruzadas
y la trémula herencia de una llama.
Pasión, piedad, paciencia, reclama un literato
que sabía que la pasión no es jamás proporcionada
y así mismo, resulta necesaria. Quería cerca,
añade, añado, porque esa energía era mi falta.
Salta del lugar y su copa se derrama:
¿desea quien sabe que desea, con el cuerpo,
aquello que no habla? Está de pie, abriendo
una ventana:-¿Qué habrá que dar a cambio?
¿Visión, verdad, prudencia?-No sabe dónde
está parada y sólo puede seguir a su nariz,
donde la lleve. No ha perdido el sentido
que la pierde. Camina en vela, desvelada,
se revela acorazada pero frágil: cambiar de persona
no es tan fácil y naufraga en la cresta de la ola.
El lugar para llegar, en ella, sola, sería
el sitio mismo donde estaba. Si vive separada
de la vida por la espera, persigue otra salida
("Vuelve a mí cuando quieras". Mme. von Bartmann
lo decía, "pero hecha una buena mujer"),
otra celada.
El deseo convive con el pasado: yo paseo
por un costado. Miro los peces-¿japoneses,
africanos?-comiendo-casi perros-de la mano.
Son largos como un muslo y anchos, algunos,
como un brazo musculado. Coloreados
como en la infancia, crudos, suben
a la superficie donde aluden, por pedazos,
al interior de un cuerpo humano imaginado.
No hay manos pero sí ojos, una boca
perfectamente circular, como cedazo,
y rígidos indicios de bigote a cada lado.
¿Un torso desmembrado o miembros
de la misma cosa? Tejido policromado,
conectivo, conectado. La manera de mirar
y la manera de ventosa, obscena, de la boca,
el tamaño-yo diría, colosal-y la evidencia
brutal de los colores contra el agua parda
son dignos de admirar: un bagre bello, grande
y envidiable en colorido, en el estanque,
hasta sociable en el encuadre de un verde japonés
que no es de estampa, sino de vida. Pero hay trampa
y paseo bajo sombrillas. Atraída, algo en la escena
me fastidia: ¿el oooh de esa boca admirativa?
Una vaga aprensión-tibia, lasciva-por el aspecto
de la imaginación que mira y ve, escenográfica, sombría,
una región de miembros descuartizados. Se diría
la zona-atea-de la porfía, que junto al agua
imagina su propia anulación. Yo deseaba
un canto de sirena entre los peces, las heces
del pasado, la sanción y hacerme a un lado.
Fue una pena. No conviven el deseo y la inocencia
de lo deseado, que dejaba que desear. Entre tanto,
me ha dejado pasear.
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