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Jorge Fernández Granados |
Mester de manzanilla, lo más. Queda esa flor, su suave ombligo. Meñique en la multitud del matorral. Bebo manzanilla para soñar el sol, ese sol que la parió breve y levitada, un sol que mi abuela vio en el racimo de sus tallos y me lo untó después, aún con el hervor de sus blancuras. Era muy pequeño para entender los trapos de la fe, muy torpe para abarcar la mirada de esmeros de mi abuela. Sus plasmas. El sol de polvo en el centro de una flor. Durmieron en sus ojos después tinieblas blancas, en un carnaval de fantasmas apurados por el señuelo de la cena. Mi abuela quería curar con manzanilla. Ella sola y su oración. Nombre sea de Dios. Así, su trago de fuerza arrodillada como el conjuro y noviembre y la remota rabia y pregunta. No sé. Su voz contra la noche, el agua humeante y el remedio. Monte de manzanilla, con peces de amargura y un dios de parafina. Creo que la manzanilla no me curó, pero algo aquel responso sin promesa. Ni salvarse de esta plaga de desdichas enterradas en el cuerpo, abuela, puro dolor inútil y animal y pozo. Entrañas los años. Carbón. Qué pasto de dolor, nacido de no sé qué abajo, qué empecinada piedra. Miro tu tumba ahora y pienso dónde estarán tus ojos ya disueltos. Polvo. O se desparraman limpios en ese verde de tallos. Serán también madera y ni qué fe, qué flores faltan. Verán por fin el prado de eterna manzanilla. Dónde te devolveré algún día los guijarros de la soledad y la astilla de humo del amor. Yo también soñé despacio los caballos de la muerte. Pocos años. La ventana, el vértigo de la claridad que remaba el lumbar de la mañana. Los veranos. Era hermoso el mundo. Era extraño. Mi piel, mi lápida se deshacía y me cubrió un musgo demacrado y cicatrices. Recuerdo el canto de un pájaro tras la ventana mientras la uña rodaba cuesta abajo como un guijarro de gis, digamos. Había una sombra blanca sobre la cama, largos hilos de una mano gigantesca. Todo ardía. Tres toronjas. Al fondo esa ventana con ventana. Atrapada transparencia (harapos). Y el corazón peleaba por esa pinza de células y días. Pequeña furia roja. Su guerra siempre demasiado inútil. Jaulas. Dónde pesa el centro. Cuánta luz cayendo desde el cielo. Jaulas. Era más grande el galope de los caballos del valium que el racimo de un minuto de latidos. Úlceras en el cielo. Sulfato. Alúmbranos. Bosque de luciérnagas las manos. Sólo en el horizonte la muralla. La gran muralla blanca. Dormí por varios días un largo sueño sin recuerdos. Cuando me despertaron volví a mirar largos pasillos, algodones, tubos, pasos, otra luz y esas manos gigantescas. Fueron esas manos gigantescas. Algo dentro de mí se hizo barro en esas manos, pez en esas redes. Sea. El otro se fue. Era hermoso el mundo. Era extraño. Porque la vimos hace años. Dejo entrar a esa sombra en el armario. Corro las cortinas y la espío. Su aroma está en la ropa, en la madera quejumbrosa de las puertas. Andan sus pasos por la casa, predadora, cuando ennegrece el alargado rojo del geranio. Su raro mecanismo se afina en los engranes de una caja. En el patio, después, varias hormigas llevan, sobre una rama de tulipán, su morena mímica o los simples descalabros de su verde. Bebe el agualisa de los espejos cuando la tarde llueve y habla en un monólogo de puertas y lentitud de laúdes. Sin embargo no la veo. No logro con mi pobre cacería darle jaula. Sólo la escucho avanzar sobre la alfombra. La pienso con los dedos. Toco su nariz al fondo de los cajones cuando, a oscuras, busco algún objeto olvidado. Fumo la malamiel caldeada de sus hojas. Al caer la tarde, el último aguijón de sol dibuja sobre mi cama el índice de su mano derecha. Su silueta está debajo del tapiz, difusa. La vimos hace años. Era una mancha blanca que apareció detrás de mi retrato. Una silueta sobre la pared. Nos miraba con fijeza. El niño de la foto tenía siete años. Años en medio de un óvalo de terciopelo verde. La retratista retocó a lápiz las pestañas y los dientes, atrucó la sonrisa desganada que, a pesar de sus fabricios, no pudo conjurar la sombra blanca que impregnó la pared tiempo más tarde. Porque la vimos hace años. Sabemos que sigue ahí, pensando, debajo del papel con flores.
Tarde. Domingo. Carretera. Crujían maderas en la simetría morada de la casa, hablaban de otro repicante abril que pasa, otra lentitud y carretera. Hospitales. Vigilaba con su altura encolumnada el zincolote, torre de maíz que empala su guardia gallinera, a las caravanas en la tierra del jardín con pensamientos. Y el aspa de los cuervos. Domingo. Tarde. Carretera. Pisadas saturnales y un horizonte veloz de gasolina. Al final de la bajada un árbol de barnizados higos. Espatularia tarde de cansados granitos. Perales replicantes a una luna de pálidos pichones. Catarinas. Congelada tarde en las pestañas de una bailarina laca para Elisa y en su catarro el cielo como rambla de ventiscas. Arriba aleros de teja de aceituna piel llovida, con cicatrices de nidos. Un cielo de numerales golondrinas. Lavabo, libros, un bizcocho, catorce peldaños, una ventana con árbol y música de organillo, perros que ladran a la medianoche, sombras que brincan en un domo, el silbato de un tren que ya no pasa, sueños de un plenilunado laberinto en ruinas y el rostro borrado de una virgen de piedra. Dorada sed de una carrera sobre un madagascar de olotes, ollas y conejos, artefactos de ruedas y medusa de lombrices, pichones, máquinas de nervios rojos que trituraban un niágara de granos y catarinas confiscadas de un alcatraz friolento. Tus vulnerables fábulas. Un cajón con humo. Nada. Digamos que no importa. Ya no importa. Que son catorce pasos para arriba y catorce pasos para abajo, cielo y camino con goteras. No más recuerdos. Sólo los vidrios del anochecido invierno, tu camino por el hilo de este frío. No tu milpa, no tu azúcar, sino el mismo amargo estar del hilo, lo metal, lo enmedio, lo perdido. Y pésate sin qué, sin más, sin escribo. Un bórranos, pensaste. Y el silencio. Quemar tu sombra blanca, tu limón, tu frío.
Cruzar la noche para buscarte. Nadar las sombras y los ecos, circulares chispas, población de apuros. Sin memorizarte nunca (andamios, mordeduras, toldos). Ir a la angular centuria de tus pasos solo, con la empezada risa de un tirón o cielo. Llenar la estancia del naciente abajo de una asfaltada fe con fábulas o persistentes, animales miedos. Avanzar por el revés con tuercas avanzar y una moneda de aire entre los dedos. La miserable maravilla de tu modo. Pesado de otro ir, de otro pasar en la piramidal resina. Llegar a una buscante luz, tejida con humor en un botón del cuello. Y ya era como después la manzanilla, inmensurable suma del amor o persuasiva y pálida rareza, templo por el que busca el sol sobre los campos, su roto nombre de centrada fecha. Ya luego ser como el renglón resaca, estela, babel de alarma y aletazo. Probar un fin, rodando, de otra silva, otra soltura, otro sudor en un probable aparte. Aparecer, el pie con cepillados pasos bajo las ruinas de la noche, especie de traspié o equilibrante abajo, descomenzar (bajo las ruinas), subir, saber que lo esperado piensa y lo despierto sopla (de la noche) con una levedad mutante y atraviesa de súbito a su umbral serpiente el laberinto de piedra. Entonces piedra. Abierta piedra. O luz. Aprisa. La espiral. El ángel. Arrugado rumor que dora el hilo de un pasaje bajo las ruinas de la noche. Ir a tu encuentro por camino oscuro, pisar apenas a tus pies el templo.
Si pudiera contar las astillas de cristal que duermen sus edades de lágrima en los ojos o soldar el calcio de la fractura más iridiscente del alma buscando en una gota de lluvia los signos que la memoria extravió en un ritual de manzanilla. Decirte que navego, que hay lugares donde mis ojos son el vestigio soñoliento de otro exilio, que he buscado en azoteas alzar mi copa hasta los cielos para celebrar a un dios de labios duros y que he tirado agujas a los escarabajos luminosos de la soledad. Ahora que el dolor es un recuerdo ya, esa voz de arena de los ángeles que habitan los desiertos o las sábanas. Sólo tuvimos a bien ser siervos de un fatigado sol de manzanilla. Lo que pasa y lo que alumbra, abuela, el peso de una piedra entre las manos, la herida que nos hace transparentes. |