TIEMPOS DE CARENCIA
Domingo. Despierto con el ruido del mar
golpeando la pared del acantilado.
Tengo el libro de Eliot en las piernas
al frente la niña en la cuna, infla los cachetes y parece
que va a pronunciar la magnífica palabra
pero sólo gime. Le digo: ca-ca
ella restriega sus ojos con las manos regordetas
y desde mis piernas la extraña sonrisa de Mr. Thomas Stearn
es una acusación, una amenaza,
la niña lanza un grito
aprieta los dientes contra las encías enrojecidas
y yo sentada sobre la manta
me convierto en voyeur de este placer.
Puja, hija mía, puja
esperemos con los dedos entrelazados
la sentencia.
Mr. Thomas Stearn partido en dos por la solapa del libro
me mira fijamente
el iris claro típico de los perversos
y la sonrisa de los bancarios, agestada.
Dime algo, ¿por qué no me dices nada? Habla
y sigue pujando hasta que puedas contar tus excrementos
o tus muertos, no se saben cuántos son ya, mantienen
un sabor misterioso que sólo se siente
en el fondo del paladar.
Las plazas se llenan de visiones de sombras, ojeras
tras ojeras en las colas por un kilo de azúcar
una miga de pan.
Todos estamos aquí con nuestras manos lacradas.
Extiende una vez esas manos
yo abro las piernas y dejo
que él fornique sobre mi como un cerdo
como un cerdo rosado
-frota tu sucio placer, ¡frótamelo!-
por un kilo de azúcar
una lata de leche.
Puja, hija mía, puja
es lo único que me interesa, eso
y rayar esta hoja en blanco
el olor del amoníaco en la batea
y la mitad de un pollo muerto.
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