ILos escritos en prosa de Juan L. Ortiz aquí reunidos pertenecen, en su mayoría, a la década del cuarenta. Con unas pocas excepciones (tres de los años treinta, otros tres en los cincuenta), coinciden con la primera etapa de la larga —y definitiva— radicación del autor en Paraná. Son los años de elaboración de El álamo y el viento y de El aire conmovido. Si el primero en estos libros marca, como creo, una inflexión significativa en el despliegue de la obra de Ortiz, en tanto en él se afianza una poética cuya búsqueda puede rastrearse desde los comienzos, tal vez no sea casual ni meramente anecdótico que ese movimiento se haya acompañado con una multiplicación de los modos de la escritura, como si se la interrogara o se la presionara desde registros más variados. Pero aun con las fuertes conexiones temáticas entre estas prosas y los poemas, aun con todo lo que revelan del hondo compromiso poético y social de Ortiz, ellas conservan cierto aire como de espacio de reflexión, o de banco de pruebas, para algo cuya realización más plena se persigue en la poesía. A diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, con los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, o con las prosas de Darío en Azul..., estos textos de Ortiz, pese a todo el interés que suscitan, resultarían en verdad laterales a su idea poética central. Debido a esto, quedan algo lejos de alcanzar la intensidad estética que les confiere a sus poemas un lugar único en la poesía en lengua española de nuestro siglo. La misma escasez de las prosas, sumada a la concentración temporal, las hace aparecer transitorias y circunstanciales sobre el largo fluir de la obra poética. Aun cuando notemos que las últimas acompañan el progresivo afinamiento de los modos de la dicción y de la sintaxis que se percibe en los poemas, ellas se eclipsan, literalmente, ante el crecimiento deslumbrante de la poesía de Ortiz. En sus notas, Sergio Delgado, coordinador de esta edición, deja entrever la penuria, la dispersión y hasta el abandono de estos textos, a diferencia del obstinado seguimiento que hacía Ortiz de sus poemas, patente en las infinitas correcciones de los originales, en las conocidas exigencias tipográficas de sus ediciones —que hasta la publicación de En el aura del sauce fueron casi artesanales— y en las obsesivas "fe de erratas" que seguían a los libros publicados. "Es posible —escribe aquí Delgado— que las cartas, como los textos en prosa, hayan ido disminuyendo con el tiempo, a medida que Ortiz se concentra en su trabajo poético. Y es posible, también, que su correspondencia haya terminado siendo sólo libros y fe de erratas". Cualquiera sea la conjetura que arriesguemos al respecto, lo cierto es que Ortiz nunca reunió estos escritos, y que ellos quedaron, bien dispersos en dos diarios de provincia y en algunas otras publicaciones periódicas, bien inéditos. No dejó, sin embargo, de referirse a ellos, anunciando los posibles títulos con que los agruparía, como se puede ver en tres de las cuatro cartas que representan en este volumen su exigua correspondencia. "...cosillas que han ido quedando al margen —dice Ortiz en una de esas cartas— y que compondrían algo a llamarse probablemente Los Homenajes... Y no olvido aún las narraciones de Niños y bestias". A partir de referencias mínimas como ésta, Delgado reconstruye esos "libros" hipotéticos, distribuyendo las prosas en dos conjuntos: Los amiguitos (título que estaba entre los proyectados por Ortiz, según leemos en otra carta), en el que las narraciones alternan con otros textos de difícil clasificación, y los Comentarios, formado por artículos y conferencias referidos, en su mayor parte, a poetas y a poesía.
II"Cosas de niños, de animales y de paisajes": el mismo Ortiz sugirió los "temas" recurrentes que trazarían las coordenadas del primer conjunto. Y de niños trata el primer relato, "El loquito", iniciando una breve serie que se continuaría con "Las calesitas", "La dominación de los mayores" y "Niños, copas". ¿Por qué los niños, qué serían los niños para Ortiz? Sabemos que en sus poemas son presencias que revisten múltiples funciones, tanto en el plano figurativo como en el de las significaciones. El "loquito" de este relato bien podría ser uno de los tantos descendientes del muchacho de los poemas de Wordsworth, aquél que gritaba imitando el ulular de los búhos, aquél a quien la voz del torrente le llegaba hasta lo más profundo de su corazón. En la mejor tradición del mejor romanticismo, la infancia es concebida como un estadio de locura o desmesura anárquica, y los niños, esos "otros" de los adultos, como portadores de una gracia poética que los conecta sin mediaciones con "el mundo mágico" donde reina la unidad entre todas las criaturas. De ahí las amenazas inexorables que penden sobre el ser del niño, condensadas aquí en una imagen: "su almita se había contraído". Es, en otras palabras, el pasaje de una máxima disposición de libertad creadora a las constricciones del mundo adulto, el mundo de la "sangre pálida del conocimiento", que clausuraría, junto con la infancia, las expansiones de la imaginación. Es verdad que los niños activan los impulsos de la compasión y del amor por las criaturas pequeñas y desvalidas, tan característicos del universo afectivo de Ortiz. Los niños, los niños pobres, los animalitos enfermos o abandonados, los niños cuyo único juguete es uno de esos animalitos: pese a lo que su sola mención haría temer, estos motivos se nos presentan exentos de todo patetismo sentimental. Por el contrario, y siempre en la estela de lo que acabo de llamar la mejor tradición romántica —la de los poetas que se nombran en el poema "22 de Junio" de El álamo y el viento— sostienen el núcleo quizá más poderoso de la poesía de Ortiz: la visión de una abolición de todas las divisiones, la de un encuentro de cada uno de los hombres consigo mismo, con los "otros", con las cosas y con la naturaleza toda. Una idea poética que, para nombrarla con una palabra tomada del léxico de Ortiz, llamaríamos de comunión, pensando, más allá de sus connotaciones religiosas y aun místicas, en los conjuntos semánticos sociales y políticos que ella anima. Leído desde esa perspectiva, "Niños, copas" —un texto, diríamos, de niños, de animales y de cosas—, nos revela, en las zonas más humildes de la experiencia cotidiana, esas intimidades o comuniones casi imperceptibles a las que se accede por las vías de la solidaridad y del amor. Las notas a estas prosas muestran bien, a través del registro del motivo de la mirada en "Aquel pájaro miraba", "Hace veinte años que me mira" y "Aquella mirada", la relación entre hombres y animales, así como la conexión de estos textos con el poema "Los mundos unidos...", uno de los que con más intensidad expresan la idea poética de abolir las divisiones. Cada ser, dice ese poema —el niño, el loco, el viejo, el enfermo, los animales y aun las cosas—, tiene su mundo, y "deberíamos cuidar su mundo, resguardarlo", o, como leemos en los versos finales, "envolverlos de un delicado respeto hasta que podamos penetrarlos/ y juntar tantas chispas en una gran llama fraternal que abrasará hasta las estrellas". Pero deberíamos cuidarnos nosotros, los lectores, de reducir estas visiones de unidad al encasillamiento de las interpretaciones en claves exclusivamente místicas o de dichosa bienaventuranza celebratoria: como en muchos poemas de Ortiz, las utopías de fusión de "Los mundos unidos..." derivan de una fuerte pulsión motivada por la percepción angustiada de la crueldad y de la injusticia social. No habremos de olvidar, entonces, el subtítulo que lleva el poema —"El Hospital Palma"— ni la insistencia, a partir de lo que se ve en el Hospital, en dos preguntas, casi obsesivas en los poemas de Ortiz cada vez que el yo poético accede a estados de plenitud en la naturaleza: "¿Es posible ver con ojos limpios, esto, / alejándose hasta el cielo en un azul dormido, / luego de ver `aquello'?"... "Es posible que los hombres hayan hecho `aquello'?"... Ni olvidaríamos, por último, el sesgo político que reviste aquí, como en tantos otros poemas, la esperanza: "Hay cosas horribles, y terribles, lo sé. / El horror sangriento en casi todo el planeta,/ pero atravesando el horror un alba aún pálida que avanza en las liberadoras bayonetas del Este". Si después de este rodeo volviéramos ahora a las prosas y a los niños, sería lícito sugerir que cuando Ortiz termina uno de estos textos preguntándose "¿Pero no serán los niños como el pueblo?", no estaría cediendo a los lugares comunes del más blando populismo acrítico, sino haciendo de "la dominación de los mayores" una metáfora política: una crítica de la dominación social. Aunque conserven las marcas de ese estilo suyo cuajado de alusiones, las críticas de la pobreza, de la desigualdad social y de la situación política resultan mucho más explícitas en estas prosas que en los poemas de Ortiz. En éstos, el efecto de levedad que resulta de los múltiples desplazamientos de la enunciación, de la ingravidez del universo lexical y figurativo, y de todos aquellos procedimientos que expanden casi hasta lo inconcebible las posibilidades de la lengua poética, construyen una de las más altas resoluciones para la siempre tensa relación entre poesía y política. Los relatos de Los amiguitos, como "Leandro", "El vagabundo" y "Luisa" están, en cambio, más próximos a las soluciones convencionales de la narrativa social, mientras que textos del tipo de "Paraná Etéreo" —escrito, al parecer, con motivo de la instalación de una estación de radio en Paraná—, con su contraposición entre la ligereza del "éter" y la pesadez de las " `cadenas' de las voces castrenses", resultan apenas ejercicios irónicos de crítica política y cultural. No obstante esta visible diferencia, múltiples hilos ligan estas prosas con los poemas, y en ellos podemos leer, transformadas y como aligeradas, sus huellas. Así, en el poema "Gualeguay", de La brisa profunda, volveremos a encontrarnos con el protagonista de "Un militante", multiplicado en todos aquellos que llegaban a difundir el "evangelio" revolucionario "...con una luz de `misión' y sobre los camiones ocasionales/ y sobre los techos de los trenes de carga y a pie...". Los textos de Los amiguitos referidos al paisaje son tal vez los que revelan con mayor claridad las significaciones sociales de las visiones cósmicas y utópicas de Ortiz. Se podrá advertir en ellos un verdadero uso político de las estaciones del año: el "ardor de liberación" de un otoño "lleno de marsellesas"; la "primavera de civilidad", esa hoy algo enigmática "primavera unitaria" que anticipa "la otra unidad, la unidad con la tierra y con el hombre, desde hace tanto tiempo rota"; el invierno opresivo que, como la inundación, será siempre más cruel con los pobres hasta que "pasemos a muy otras relaciones, a las que recién serán humanas...". Y si las utopías, convocadas en algún caso por el paisaje urbano, como en "Paraná, el otoño y la ciudad", anudan francamente sus dimensiones órficas con las sociales, hasta fundirse "en una nueva `Edad de Oro' para la dignidad mejor del ser... [...] ...en el camino de vencer finalmente, bajo las especies recién reales de la comunión, todos los terrores", en el paisaje fluvial de "La inundación" toman la forma de una radiante transformación sansimoniana de la naturaleza por la técnica, para "hacer de la fiera cósmica un dócil niño casi mágico". Estos rasgos tan visibles en las prosas de Los amiguitos parecerían estar advirtiendo, contra cualquier abandono a las complacencias de lo inefable, la alta exigencia ética de las comuniones y celebraciones de Ortiz, ya que ellas arraigan en el suelo de unas convicciones que llaman a instaurar, desde la "intemperie sin fin" en que los hombres se ven arrojados, ese mundo en que la acción pudiera llegar a ser, alguna vez, hermana del sueño.
IIICuando los buenos poetas escriben sobre otros poetas y sobre poesía, escriben, al mismo tiempo, acerca de sí mismos. A través de sus comentarios críticos y de las elecciones que realizan, ofrecen un lugar privilegiado para captar las reflexiones sobre la propia poética y la construcción de los sistemas y tradiciones literarios a que se sienten pertenecer. Esto es lo que ocurre con las prosas de Ortiz reunidas en los Comentarios. Unos pocos de los Comentarios están dedicados a poetas extranjeros: uno al rumano Hilarie [sic] Voronca, uno a Jean Cassou y tres a Louis Aragon. Las vetas de la herencia romántica en Voronca, la muerte de Cassou a manos de los nazis y la lucha de Aragon en el maquis ponen de manifiesto la común orientación de estas elecciones. Y se podrá ver que en la autobiografía de 1941 Ortiz ya había anticipado su afinidad con Cassou, en la creencia de que el destino de la poesía está ligado a la necesidad de transformar el mundo, precisamente para que ella, la poesía, pueda ser vivida por todos. Esta idea de la poesía, presente de un modo tan explícito en el relato "Un militante", está profundamente incrustada en los poemas de Ortiz, y bien podría ser vista como la idea poética central a cuyo alrededor giran las otras, en variadísimas realizaciones. Los comentarios sobre poetas argentinos podrían resumirse en el título "El paisaje en la poesía entrerriana". Ponen en primer plano el núcleo quizá más significativo de la poesía de Ortiz, núcleo que todavía espera lecturas más atentas a sus reverberos de la filosofía de la naturaleza: el del paisaje. Se refieren a un paisaje específico, el de Entre Ríos, y el sistema de elecciones recorta solamente nombres de poetas entrerrianos de desigual perduración: Chabrillón, Villanueva, Román, Álvarez, Mastronardi, Sola, Manauta... Si por un lado esto podría ser visto como una réplica de la misma excentricidad de Ortiz en la literatura argentina, por el otro parece claro que sólo su conocida cortesía impide a Ortiz colocarse en el centro de ese peculiar subsistema que construye a contrapelo de cualquier ordenamiento más o menos canónico. Pues en todos y cada uno de los poetas que comenta, en los tonos elegíacos ("lo provincial tiene siempre algo que ver con la elegía"), en las dicciones delicadas y despojadas de pesadeces decorativas o retóricas, Ortiz busca —y encuentra—, con antenitas muy sutiles, las huellas, ya premonitorias, ya sucesivas, de su propio paisaje: el de las fusiones intensas que ponen a la poesía "en contacto con un mundo en que todas, todas las cosas están relacionadas". Dos de estos textos se separan cronológicamente del tramo central: "En la Peña de Vértice", una conferencia de 1934, y "El lector y el duende", de 1959. Ambos resultan elocuentes como registros de un modo de vivir la poesía de singular fidelidad y al mismo tiempo de notable complejización. El primero, cuyo tema manifiesto es el de la idea de "coherencia lírica", condensa aspectos esenciales de la estética y de la poética de Ortiz: la índole simbólica de la poesía, por la cual toda ella sería un impulso hacia la unidad y una verdadera búsqueda de lo absoluto; la lógica secreta de los procedimientos, que lleva, por sucesivos despojamientos, a un centro vital del poema desde el que irradian sus múltiples significaciones, construyendo un orden propio que se corresponde, ineludiblemente, con el del cosmos. Hay, en esta conferencia temprana de Ortiz, un verdadero elogio de la forma dialógica: "...la gracia flexible de la auténtica conversación, en que nadie se destaca ante los demás y en que colaboran todos en una suerte de melodía viva de sugerencias en que ni la voz, ni la palabra, ni la frase, se cierra, porque no cabe una expresión neta, concluida, de nada". Se enuncia así, casi programáticamente, cierta cualidad ética del dialogismo, aquel "cuidado" y aquella apertura hacia el otro que trasuntan los poemas, con su correlato formal de procedimientos que buscan atenuar la dominación de la voz mayor del yo poético. Veinticinco años después, encontramos la fidelidad a esa forma en "El lector y el duende", un texto que, en la misma dirección que la poesía de Ortiz, se torna enigmático a fuerza de prodigar las alusiones y ramificar la sintaxis. Ortiz comenta allí, uno por uno, los poemas de Indio de carga (otra elección por cierto significativa: un libro de poesía social; un libro de un poeta provinciano publicado por una editorial de provincia), con plena conciencia de que se ha entregado al juego de traducir a las suyas las imágenes de otro. Y despliega luego sus apreciaciones sobre las filiaciones y la eficacia poética de esa poesía como "discutiendo" con su diablillo interior, multiplicando las formas interrogativas, disyuntivas, dubitativas, potenciales, y negando, finalmente, cualquier "ciencia" que pudiera disecar bajo fallos seguros la singularidad irreductible de cada poema. Nada más lejos, entonces, de este estilo hecho de cortesías delicadas, que la contundencia de los manifiestos. Pero quisiera llamar la atención, para concluir esta presentación de las prosas, sobre un texto al cual, aun con su dicción siempre como de tanteos, podríamos revestir de ese carácter. Emblemáticamente, no conocemos hasta ahora la fecha de su escritura. Quizá también emblemáticamente, fue publicado en 1969. Es "La poesía como desvelo o una actitud de la sensibilidad poética". Ortiz traza allí un cuadro singularmente agudo de las principales posiciones en el campo de la poesía, que incluye la suya propia. No casualmente, lo abre con una cita de Shelley: otra vez la tradición romántica de la pasión por la libertad, junto a la advertencia contra el abandono complaciente a las dulzuras de la vida, de la naturaleza o del paisaje. Es la "defensa de la poesía" en nombre de una idea de la poesía como responsabilidad amorosa hacia los otros, tanto hacia las "criaturas de nuestra misma especie, dividida consigo misma, dividida con su hermana y dividida con el mundo", como hacia las cosas todas de este mundo, "que van desde la piedra hasta las estrellas".
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