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Juanele

En el aura del sauce en el centro de una historia de la poesía argentina


p o r   M a r t í n  P r i e t o


En el aura del sauce en la historia de la poesía argentina

En el año 1957, Juan Carlos Ghiano publica Poesía argentina del siglo XX. Noventa y dos autores, desde Leopoldo Lugones hasta Fernando Guibert son estudiados de un modo más o menos minucioso por el profesor Ghiano quien, en la página 166, anota sobre Juan L. Ortiz: "[sus] mejores poemas, superación de un tenue romanticismo expresado con pulcritud posmodernista, se encuentran en las primeras colecciones: El agua y la noche, 1933 —que reúne versos escritos entre 1924 y 1923 (sic)—; El alba sube..., 1937; El ángel inclinado, 1938 y La rama hacia el este, 1940, mientras El álamo y el viento, 1947, y El aire conmovido, 1949, repiten la frecuentación de los mismos símbolos".

Encendido, Daniel Barros en una "Aproximación a la obra de Juan L. Ortiz", señalará, con precisión, que "Ghiano omite la mención de tres de los libros de Ortiz (tomando como punto de referencia el año de publicación de su antología), y aparte de ello lo trata con una ligereza poco frecuente en él". Ligereza, dirá Barros apenas después, propia "de un profesor esquemático y mal remunerado".

En efecto, La mano infinita, 1951, La brisa profunda, 1954 y El alma y las colinas, 1956, son sorprendentemente excluidos de la evaluación de Ghiano quien, de todas maneras, había resuelto el asunto bastante antes, una vez que decidió que la poesía argentina escrita después de Prosas Profanas merecía ser agrupada según sus coincidencias visibles: Modernismo y Posmodernismo; Imaginismo y formas de contención; Neorromanticismo, renovaciones superrealistas y otras modalidades. En ese marco, la poesía de Ortiz sólo podía ser evaluada como la "superación de un tenue romanticismo expresado con pulcritud posmodernista".

En el año 1958 David Martínez publica un Informe sobre la nueva poesía argentina (1930-1958), base sobre la que luego crecerá Poesía argentina actual (1930-1960), de 1961. En el mismo señala la aparición de la generación poética del `30, disidente de la de sus antecesores martinfierristas. Ignacio B. Anzoátegui, Alberto Franco, Cambours Ocampo son las cabezas visibles de esta "Novísima poesía argentina". Al margen de la misma, Martínez señala la existencia de otros poetas, parejos en edad con los anteriores, pero menos gustosos de participar en tertulias, cenáculos y grupos literarios: José Enrique Ramponi y Juan L.Ortiz "decantado en la pureza recoleta de una poesía que se anima en el hombre y en el acontecer mismo de la vida".

Se informa entonces que existe una generación del `30, cuya importancia radicaría en suceder a la martinfierrista y preceder a la del `40; de la misma, Ortiz sería un exponente marginal, autor de una poesía "recoleta". En 1958 el poeta entrerriano había publicado nueve de los trece libros que le conocemos actualmente.

En 1963, José Isaacson y Carlos Urquía publican el segundo volumen —de un total de tres— de Cuarenta años de poesía argentina 1920-1960, dedicado a estudiar "los autores más representativos [...] que aparecen entre 1930 y 1950. Lo que equivale a decir que aquí nos ocupamos de la novísima generación, de la llamada generación del cuarenta y de los grupos que, independientemente de la anterior, recogieron las banderas del surrealismo y del creacionismo".

La hipótesis de los autores es que, contrariamente a la del `22 que fue una generación "porque puede ser ubicada por algunas coordenadas objetivas", lo que viene después no puede ser llamado del mismo modo, salvo por la voluntad de los mismos escritores como "si su trascendencia dependiera de un salvavidas generacional y no de valores individuales".

La perspicacia no les impide, sin embargo, a Isaacson y a Urquía resumir el período estudiado como el resultado de una proyección desvaída de las invenciones del `22. Así, "En Boedo encontramos el antecedente de algunos poetas del interior que tal vez sin el matiz ideológico de ese núcleo provienen de él en cuanto al compromiso de su medio: Raúl Galán, Manuel J. Castilla, Busignani, Calvetti. De una promoción anterior a los citados, pero dentro de esa línea líricamente comprometida con su paisaje provinciano y con su anhelo de redención humana, encontramos al poeta entrerriano Juan L. Ortiz...".

En 1967 se publica en Madrid La realidad y los papeles. Panorama y muestra de la poesía argentina, de César Fernández Moreno, cuyo copyright es del año 1961. El tercer intento sistemático por realizar una historia de la poesía argentina empalidece frente a los objetivos de su autor: realizar un borramiento de quienes eran considerados entonces los más grandes poetas argentinos —Leopoldo Lugones, Macedonio Fernández, Enrique Banchs, Alfonsina Storni, Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges— en favor de Baldomero Fernández Moreno quien vendría a ser así el padre de la poesía moderna en la Argentina. La suerte corrida por la obra de Ortiz en este volumen es la que empieza a ser habitual: su aislamiento tiene que ver sobre todo con su ubicación generacional: historias, panoramas, muestras de la poesía argentina cuya convención capitular tiene que ver con movimientos y generaciones, no saben bien qué hacer con Ortiz y con su obra, que no se adaptan a la generalización. Fernández Moreno señala que quienes nacieron entre 1898 y 1901 pertenecieron a la generación ultraica, y quienes lo hicieron entre 1916 y 1920, a la neorromántica. Pero hay un grupo de poetas nacidos entre 1890 y 1897 que no tienen que ver con eso: entre ellos, "una notable figura aislada: Juan L. Ortiz".

El aislamiento de la poesía de Ortiz no obedece, como vemos, a un desconocimiento de la misma, sino más bien a la impertinencia del método de lectura que se le impone. Sobre el final del libro, Fernández Moreno presenta una selecta "muestra evolutiva" de la poesía argentina, donde incluye un poema de Ortiz, con lo que concluye por poner en escena un síntoma: la de Ortiz es una poesía insoslayable, pero a su vez no se sabe muy bien qué hacer con ella.

En su primer libro de poemas, El agua y la noche, de 1933, en su carátula, había escrito Ortiz citando a León Felipe:

Mi voz es opaca y sin brillo y vale poca cosa para reforzar un coro. Sin embargo me sirve muy bien para rezar yo solo bajo el cielo azul.

Y las historias de la literatura, los esquemas, las muestras, trabajan sobre el coro: un conjunto de voces que interpreta una misma canción, sea ésta modernista, postmodernista, simbolista, vanguardista, etc. Una voz disidente no tiene lugar en la convención de la historia de la literatura.

De Ireneo Funes, el personaje del celebrado relato de Borges, dice su narrador:

Había aprendido sin esfuezo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

En ese orden, la operación de las historias de la literatura difiere en nada de la concepción del pensamiento, según Borges: olvidar diferencias, generalizar, abstraer. Allí está la base de la función pedagógica de las historias de la literatura según las conocemos, del romanticismo para acá: y allí mismo se encuentra también la base de la defección del método. La literatura es un cuerpo que crece y se modifica a partir de los textos diferentes, textos que algunas veces sucumben ante el rigor del método de la historia de la literatura. Para tomar un ejemplo azaroso y a la vez significativo: las historias de la literatura argentina cuando estudian el período que va de principio de los años cuarenta a mediados de los cincuenta, la época que la historia política del país identifica con la primera y segunda presidencias de Juan Perón, hacen hincapié en, por un lado, la existencia de una poderosa literatura fantástica (las series política y social "determinan" la literaria: se escribe literatura fantástica como una manera de eludir las presiones —políticas y sociales— del presente); por otro lado, y contrariamente, la existencia de una literatura realista comprometida con las series política y social. De este modo, alguna novela de, en el primer caso, Manuel Mujica Láinez o Adolfo Bioy Casares o el primer Cortázar y, en el segundo, de Ernesto Sábato, Bernardo Verbitsky o Roger Pla, son las presentadas como las verdaderamente representativas de la época. Notablemente Zama, de Antonio Di Benedetto, es eludida, por no representativa y por diferente, cada vez que el método "historia de la literatura" vuelve a visitar ese período.

Por cierto, no se trata aquí de realizar una defensa de la despolitización de las historias de la literatura, porque sería quitarles la mitad de su sustento ya que, como señaló T.S. Eliot, "si se intenta llegar a la comprensión total de la poesía de un período se ve uno forzado a considerar materias que a primera vista guardan escasa relación con la poesía".

De lo que se trata, entonces, es de pensar en una modificación radical del método: una historia de la literatura en la que manden los textos. No una historia abrumada, como la cabeza de Funes, por los "detalles, casi inmediatos", pero sí una en la que las diferencias no se dejen abrumar por la generalidad.

En 1965, Alfredo Veiravé publica su "Estudio preliminar para una Antología de la Obra Poética de Juan Ortiz", base sobre la que crecerá su estudio definitivo Juan L. Ortiz. La experiencia poética, de 1984. Allí sostiene Veiravé que la poesía de Ortiz, lo que él llama su "Obra total", "responde a tal sentido unitario" que, por un lado, no se la puede antologizar y por otro no se la puede comprender cabalmente si no es en su totalidad. Esta es otra clave para entender lo refractaria que resultaba la obra de Ortiz a la mirada de la crítica: el "mundo orticiano" debía ser leído por completo, y esa completud hablaba tanto de los libros publicados —diez hasta ese entonces— como de los inéditos y de los por venir. Este "Estudio" es importante también como el iniciador de lo que ya podemos llamar "el mito Juan L. Ortiz". Veiravé sostiene que es casi imposible estudiar su obra sin haber trasegado su compañía, "sin haber asistido a cierto rito, en el cual el poeta lee sus páginas".

La idea de que el personaje era más interesante que su poesía tuvo, a partir de los años 70, suficiente predicamento, como lo confirman la cantidad de entrevistas publicadas y las "peregrinaciones a Paraná" de las que hablan Rodolfo Alonso en 1978 y Juan José Saer en 1989. Dos acepciones que nos interesan da la Real Academia Española del sustantivo peregrinación: "Viaje por tierras extrañas" y "Viaje que se hace a un santuario por devoción o por voto". Descontado el uso literal, en cuanto a la primera acepción, que hacen Alonso y Saer ya que los poetas que visitaban a Ortiz provenían, sobre todo, de Santa Fe, de Rosario y de Buenos Aires, de ningún modo hay que descartar un simultáneo uso literal de la segunda. De hecho, Alfredo Veiravé (cit., 1984, p. 16) habla de los jóvenes poetas "que amaban a Juan L. en su —subrayado nuestro— bondad franciscana, en su humildad angélica, en su pureza y también en su sabiduría de los seres y las cosas".>. Contemporáneamente a los hechos, Carlos Mastronardi, el más insistente, hasta entonces, difusor de la poesía de Ortiz, señala entre asombrado y apesadumbrado:

Ante los ojos de muchos, el mito-Ortiz tapa o desaloja al poeta Ortiz. Se trata de gente, claro está, que sólo finge interesarse en la poesía, pero que, puestos los poemas sobre la mesa, es incapaz de señalar un solo verso que la haya emocionado, un solo hallazgo que pudiese recordar con gratitud y fruición espontáneas. No faltan en nuestro lírico, por cierto, las páginas transidas de emoción y capaces de fijarse en la memoria colectiva. Ahora bien, esa distraída especie de lector no rastrea las virtudes intrínsecas de tal o cual trabajo; paradójicamente, omite las esperadas precisiones y de modo apriorístico señala méritos ajenos a la literatura. Casi nunca dictamina en función del arte, al que deja en un borroso segundo plano. [...] En consecuencia, conviene apurar un proceso de desmitificación al término del cual puedan apreciarse los reales esplendores de su obra.

En 1968, Adolfo Prieto publica un Diccionario básico de la literatura argentina, donde establece un paralelo sugestivo: Juan L. Ortiz parece ser para algunos poetas surgidos alrededor de la década del `50 lo que Macedonio Fernández fue para los escritores del grupo Florida, en la década del `20. Esto es, Fernández sería a la vanguardia lo que Ortiz a poetas como Hugo Gola, Juan José Saer, Aldo Oliva, Hugo Padeletti, Marilyn Contardi, Alfredo Veiravé, o algunos de los del grupo Poesía Buenos Aires quienes, por cierto, ya habían publicado en su revista poemas del entrerriano en el verano de 1955. Ortiz pasaría de este modo del margen de un sistema —el de la historia de la poesía argentina— al centro de otro, cosa que, sin embargo, sólo podrá verificarse cuando varios de esos "neófitos" de 1968 pongan en funcionamiento, en su propia obra, los mecanismos singulares de la de Ortiz: sólo entonces En el aura del sauce pasará a fundar una "historia de la poesía argentina".

En 1970 se publica En el aura del sauce, con una introducción de Hugo Gola. El conocimiento de la "obra total" de Ortiz le permite a Gola, el primero de todos, ser taxativo y radical en cuanto a su valoración: hacia atrás, nada.

En el aura del sauce

En 1954, Ortiz publica La brisa profunda, su octavo libro de poemas. El mismo incluye el poema "Gualeguay", de casi 600 versos, largo poema que recoge, por un lado, como si fuese una red, varias de las preocupaciones centrales de la poética de Ortiz desarrolladas hasta ese momento en sus libros anteriores, y precipita, por otro, lo que finalmente va a ser considerado como lo "suyo propio": los poemas de La orilla que se abisma.

"Gualeguay" está encabezado por una cita del propio Ortiz:

...Está en todo mi corazón pero allí

también estuvo mi infancia...

del poema "Villaguay", de su libro La mano infinita, de 1951; y comienza, propiamente, con la palabra "Pues", una conjunción causal que denota causa, motivo, o razón, que se emplea también como continuativa, ilativa, o aun como adverbio de afirmación, empleada en ese sentido como respuesta: en cualquiera de los casos —causa, motivo, razón, continuación, ilación o afirmación como respuesta— ese "pues" siempre presupone algo anterior a lo que está haciendo referencia: en este caso, confirmada la presunción por la presencia, como vimos, en la cabeza del poema de una cita del propio Ortiz, la referencia es su obra anterior que viene a desembocar en este poema.

Sigamos entonces, y puntualmente, algunas de las preocupaciones centrales de la obra temprana de Ortiz y veamos cómo son tratadas las mismas en el poema que nos ocupa y cómo, a su vez, se precipitan en la obra última del poeta.

a) El poeta en el paisaje

El poema "Señor..." de El agua y la noche de 1933, comienza con una cita anónima y reveladora:

He sido, tal vez, una rama de árbol,

una sombra de pájaro,

el reflejo de un río...

cita que está en relación tan directa como desviada con el célebre poema "Fui al río...", de El ángel inclinado de 1937, que termina diciendo

Me atravesaba un río, me atravesaba un río!

En el primero, y en una cita afuera del poema, el autor resuelve la relación poeta-paisaje de un modo más o menos convencional suponiendo que la atracción del primero por lo segundo tiene que ver tal vez con algo así como una transmigración de las almas. En el segundo caso, la postura es tan novedosa como radical: el río me atraviesa, el río soy yo, yo soy el paisaje, pero además: lo soy ahora mismo. Tal compenetración es equivalente para ambos términos de la proposición, por lo tanto, si "yo" soy el río, el paisaje, el paisaje también es capaz de tener los atributos del "yo": sólo de este modo se vuelve posible un poema como "¿Qué quiere decir?", de La mano infinita, de 1951, en el que el poeta pregunta al paisaje qué es lo que le quiere decir. Por supuesto, no se trata de una torpe "animación" según la cual los árboles, los perros o los crepúsculos "hablen" como si fuesen seres hispanoparlantes, sino de una apuesta que está en relación directa con ese cruce entre "el mundo palpable y visible y un reino de abstracción intelectual", como decía Edmund Wilson de la poesía de Paul Valéry que, en el caso de Ortiz, va a tender más a la fusión que al choque o al cruce: es en esa fusión en la que el paisaje va a tener algo que decir. Y es en ese orden que el poeta, ya en "Gualeguay", va a escribir:

Un silencio cortés, extremadamente cortés, ante las cosas y los seres...

Ellos debían aparecer con su vida secreta sólo llamando el silencio,

pero con cuidados infinitos, ah, y con humildad infinita... Escribe Rubén Darío, fundacional, en el "Coloquio de los centauros": "¡Himnos! Las cosas tienen un ser vital; las cosas/ tienen raros aspectos, miradas misteriosas;/ toda forma es un gesto, una cifra, un enigma;/ en cada átomo existe un incógnito estigma;/ cada hoja de cada árbol canta un propio cantar/ y hay un alma en cada una de las gotas del mar;/ el vate, el sacerdote, suele oír el acento/ desconocido; a veces enuncia el vago viento/ un misterio; y revela una inicial la espuma/ o la flor; y se escuchan palabras de la bruma;/ y el hombre favorito del Numen, en la linfa/ o la ráfaga encuentra mentor —demonio o ninfa.">

No podría, sin embargo, decirse que como en una habitual relación artista-paisaje Ortiz utilice el paisaje porque o bien el mismo poeta es el paisaje, o bien su representación es tan poco representativa que no tiene posibilidad de ser utilizada como una postal. Leer "Entre Diamante y Paraná", un poema publicado originalmente como plaqueta por El lagrimal trifurca, en Rosario, en el año 1978, confirma la pauta:

Un cielo de pre-lluvia

demora y demora un estupor de grises

y de azules... de azules, es cierto, en inminencia aún de decidirse... :

lo demoraría

hasta esa penumbra en que habrá de desleír

su silencio, al fin,

apenas, éste, apenas, muy apenas, caído

De tal modo rompe la convención poeta-paisaje el autor entrerriano que es inadmisible, en su caso, cualquier acercamiento que suponga folclore y color local.

b) El poeta en la sociedad

En El alba sube..., de 1936, escribe Ortiz: "No, no es posible...", cuya "hipótesis" se resuelve en los últimos seis versos:

No, la muerte mágica de la música,

ni la turbadora sutileza,

mientras bajo la lluvia

hombres sin techo y sin pan

parados en los campos,

vacilan al entrar a la noche mojada!

Y en El ángel inclinado, de 1937, en el poema "El río todo dorado...", va a narrar una historia que parece extraída de un manual de literatura naturalista, en su versión miserabilista: la de un niño que ofrece su perrita, única compañía y juguete, por treinta centavos, para saciar su hambre:

Su juguete. Pero su estómago ardía.

Un chico que ofrece su dicha por treinta centavos.

Hombres míos! El Otoño. No nombréis al Otoño!

Esta poesía, que ligeramente llamamos "social" por sus asuntos y proyecciones, no debe sorprendernos en un autor que sentía una singular admiración por González Tuñón, uno de los "poetas sociales" argentinos más emblemáticos.

"¿Quién da para usted la imagen del poeta?", le pregunta Juana Bignozzi, y contesta Ortiz: "Raúl, ah, sí, siempre me ha parecido. Raúl González Tuñón".

Si nos sorprende, en cambio, es porque lo que entendemos por "poesía social" en la Argentina, desde, justamente, Raúl González Tuñón en adelante, es una poesía de marcado tono urbano y Ortiz prefiere otro modelo, tan singular como el anterior, pero verdaderamente menos conocido. Dice en una entrevista a José Tcherkaski, en el año 1969: "La poesía belga era lo mejor que había y es riquísima con respecto a la francesa. No diría más rica, pero es tan rica como puede ser la inglesa, sobre todo en ese sentido que entonces a mí más interesaba, es decir, en el sentido del paisaje, y por otro lado, en el sentido social. Son cosas que parecen contradictorias, pero en ciertos poetas se daban sin choques, o en forma dialéctica si se quiere, o sea, aun chocándose llegaban a cohabitar, a darse, casi a hermanarse por momentos".

La red de "Gualeguay" recoge también, entonces, las preocupaciones sociales de su autor:

Allí más en contacto con el doloroso rostro de la orilla:

con esos silencios de harapos que me llenaban de vergüenza en el [ atardecer destacado:

yo, con animales "heráldicos" asomándome a los ranchitos sobre el agua

y a sus camas de bolsas y a sus chicos hacinados contra las pobres [ lanas vivas...

y el desdén de ese cielo como si todo fuera ya sin mancha...

Y la modificación sustantiva entre los primeros textos de Ortiz y los que nos ocupan ahora se encuentra en la utilización de los signos de exclamación, modificación de alcances sorprendentes y que, entendemos, está en la base de la exposición de Juan José Saer en el film Homenaje a Juan L. Ortiz, de Marilyn Contardi. {Marilyn Contardi (dirección), Homenaje a Juan L. Ortiz, Santa Fe, Taller de Cine de la Universidad Nacional del Litoral, 1994}. , cuando sostiene que las preocupaciones sociales en la poesía de Ortiz están perfectamente alejadas de los "discursos declamatorios y meros slogans políticos a los que nos han habituado los así llamados poetas comprometidos".

Según Th. Adorno, los signos de exclamación "se han hecho insoportables en su condición de gestos de autoridad con los que el escritor pretende infundir desde afuera un énfasis que la cosa misma no ejerce [...] los signos de exclamación han degenerado hasta ser usurpadores de autoridad, de insistencia en la importancia".

En el abandono del uso de estos signos, y en su correspondiente abandono del énfasis y de la autoridad no puede, sin embargo, verse un abandono de ciertas preocupaciones que los textos no corroboran. En "¿Por qué?", de La orilla que se abisma:

—Y qué dices de las manitas

que a nuestro lado piden

y se quedan

más acá de la "contemplación",

tendiéndose para asir lo que les tira el "minuto"

en una cascarilla

que no llegará a tocar fondo, no?

c) El poeta como autobiógrafo y narrador

En "El río tiene esta mañana..." de El ángel inclinado, de 1937, el poema "sufre" de una extraña inserción: la de un cuadro narrativo:

Una mujer que va hacia una canoa.

Hombres del lado opuesto que cargan la suya.

Los gestos de los hombres y el paso de la mujer

y el canto de los pájaros se acuerdan

con el agua y el cielo en un secreto ritmo.

El simbolismo de Ortiz, esa fusión entre dos mundos, es todavía, y claramente, declarativa: Ortiz percibe —y desea que perciba su lector— una comunión entre un cuadro objetivo —una mujer y unos hombres cargando sus canoas— y uno francamente subjetivo —el secreto ritmo del agua y el cielo—. Embrionariamente, Ortiz ya está frente a la que tal vez sea su mayor aspiración: fusionar los mundos objetivo y subjetivo en un poema, resolución ideológica que supondrá también una de tipo formal. Sin dudas, en "Gualeguay" Ortiz resuelve por primera vez y con una efectividad todavía vigorosa dicha fusión: un poema narrativo, autobiográfico y celebratorio, resuelto líricamente, ubicándose su poesía en un lugar equidistante de la "poesía narrativa" de buena parte de los mejores poetas norteamericanos de este siglo, y de las narraciones de poetas, uno de cuyos ejemplos emblemáticos sería, en la literatura argentina, Una sombra donde sueña Camila O'Gorman, de Enrique Molina.

Posiblemente el punto más alto de dicha resolución se vea en la efectiva realización de un poema autobiográfico, forma que Philippe Lejeune en su célebre tratado había excluido de la autobiografía. Una autobiografía, para Lejeune, debía necesariamente estar escrita en prosa suponiendo, entendemos, que en su concepción tal vez convencional de la poesía, ésta, en sus desbordes líricos se convertía en una forma inconveniente para el género.

Jean Starobinski en "El estilo de la autobiografía" nos da pistas más seguras para seguir a Ortiz, tanto en lo que hace al estilo de la autobiografía, como a su motivo y a su destinatario. En cuanto a lo primero, dirá Starobinski: "el estilo de la autobiografía resultará ser el conductor de una veracidad por lo menos actual. Por dudosos que sean los hechos relatados, la escritura nos dará al menos una imagen `auténtica' de la personalidad del que `maneja la pluma' ".

La autenticidad y la actualidad, en Ortiz, se revelan a través del uso, en "Gualeguay", de las palabras o giros marcados por las comillas. Dice Adorno: "no deben usarse comillas más que cuando se transcribe algo, al citar, o a lo sumo, cuando el texto quiere distanciarse de una palabra a la que se refiere" [el subrayado es nuestro].

Ortiz, no cita ni transcribe: "se ayuda de las comillas para citarse a sí mismo" como señala Tamara Kamenszain. Sus palabras y giros entrecomillados (escuela vieja, maestra, carreras de sortija, mascaritas, calle, vía, cuñadas, nuevo derecho, como un clarín, hermana mayor, madres, galleta, rancho, idílicas, felices, la libertad, pala, itálico, etc.) son palabras y giros de los que el autor se quiere distanciar: son las palabras y giros del pasado que este poema autobiográfico viene a recuperar, distanciándose.

Esto está en relación directa con el motivo de una autobiografía. Escribe Starobinski: "No hubiera existido motivo suficiente para una autobiografía sin alguna modificación o transformación radical en la existencia anterior [...] la transformación interior del individuo —y el carácter ejemplar de dicha transformación— aporta material para un discurso narrativo que toma al yo por sujeto y por objeto".

Como escribió Rubén Darío:

Yo soy aquel que ayer nomás decía

el verso azul y la canción profana

esto es: el yo que escribe es el mismo que el yo escrito, pero a su vez modificado. Esa modificación es la que una autobiografía viene a narrar. En "Gualeguay":

Pero la palabra habría de recubrir todo con sus gracias exteriores,

—en muy rara ocasión el misterio de las íntimas me tocaba—

y el corcel de los años era ciego y tenía gestos ajenos...

Esa es la modificación: aquél disfrutaba de la gracia exterior de la palabra, éste del misterio de las íntimas, ahora, que el corcel de los años no es ciego y tiene gestos propios.

En cuanto al destinatario, dice Starobinski, refieriéndose a las Confesiones de San Agustín, donde el autor se dirige a Dios: "Al tomar tan ostensiblemente a Dios como destinatario Agustín se compromete a una absoluta veracidad: ¿cómo podría falsear o disimular nada ante quien conoce los reinos y los corazones? Así, se garantiza el contenido del discurso con la más alta caución".

El destinatario, en "Gualeguay", a partir de sus últimos ochenta versos, es la ciudad celebrada:

Y yo conocí, oh ciudad, como no lo había hecho antes, tus harapos [ dormidos y tus lejanas gracias veladas

Así, la ciudad de Gualeguay se convierte en la garantía de veracidad del poema, del contenido del discurso. Este punto nos coloca en uno de los lugares más incómodos de este largo poema: el que supone la comprobación de que se trata de un poema celebratorio, de un poema civil, escrito por un autor que escribe "poemas de ocasión": casamientos de amigos, nacimientos de hijos de amigos, publicación de libros de esos mismos amigos, y ahora, los "ciento setenta años" de Gualeguay. De este modo, Ortiz construye una imagen de poeta convencional, porque responde a la convención en dos órdenes: por un lado, porque juega el rol del "pequeño dios": un extraño en el reino de este mundo; y por otro, o reafirmándolo, porque responde a las convenciones que socialmente la provincia espera de su pequeño dios: poemas celebratorios.

La convención se rompe, se despedaza, apenas el autor pone en funcionamiento los procedimientos formales de su poesía.

En el aura del sauce en el centro de una historia de la poesía argentina: Juan José Saer en la tradición modernista

La obra poética de Juan José Saer (Serodino, 1937) se inicia públicamente con la edición, en el año 1970, de una separata del número 246 de los Cuadernos Hispanoamericanos de Madrid titulada "Poetas y detectives" que será la base sobre la que más tarde crecerá El arte de narrar, de 1977, y su ampliación homónima, de 1988.

El penúltimo poema de "Poetas y detectives" —de una serie de doce— se llama "Arte poética", y se llamará, en la única modificación que sufrirán estos poemas en lo sucesivo, "El arte de narrar". Por cierto, es notable que un poema llamado "Arte poética", título bajo el cual los autores en general ubican el poema que, o bien describe —si esto fuera posible— la teoría interna de su literatura, o bien la representa más cabalmente, pase a llamarse "El arte de narrar", y que ése sea, de ahí en más, el título bajo el cual se publiquen todos los poemas de Saer. Pero es doblemente notable si pensamos que en esa modificación se apoya el crecimiento cualitativamente geométrico de su obra, que en esa modificación está creciendo ya El limonero real, de 1974, un texto central en la obra saeriana, el que despeja dudas acerca de sus filiaciones con el realismo argentino y lo ubica dentro de un sistema propio, impar, que no cesa. Sin dudas, a esa "singularidad" de la obra saeriana contribuye, entre otras varias cosas, la confusión de formas y géneros, que ha llevado, por ejemplo, a discernir los argumentos de sus poemas como si se tratase de narraciones informativas, y a leer sus novelas como si se tratara de extensísimos poemas en prosa.

En una entrevista de Guillermo Saavedra publicada en el año 1993 decía Saer: " Tradicionalmente, en la poesía el procedimiento esencial es la condensación y en la prosa, el de distribución. Mi objetivo es obtener en la poesía el más alto grado de distribución y en la prosa el más alto grado de condensación".

No deberíamos nosotros remontarnos demasiado lejos para encontrar las raíces de tal proposición: una de las singularidades, como vimos, de un poema como "Gualeguay", de Juan L. Ortiz reside, precisamente, en resolver poéticamente una estructura eminentemente narrativa, como lo es la de cualquier autobiografía. "Las colinas" o El Gualeguay son otros de los poemas —y no solamente por su extensión, aunque sería bueno señalar que también la extensión contribuye a elaborar este juicio— en los que Ortiz "condensa" y "distribuye" de manera tal que obtiene un producto que no puede ser clasificado ni como eminentemente poético ni como eminentemente narrativo. Pero estos poemas, si bien significativos de la obra orticiana no son en absoluto excluyentes, y hasta nos animaríamos a decir que, en una obra preponderantemente lírica, poética, como lo es la de Ortiz, estos poemas "distributivos" acaban sumiéndose en la norma general. Es en ese sentido en que podemos decir que si los objetivos que Saer se propone ya fueron realizados por otro, es porque el tamaño de su apuesta no pasa por la "invención", sino por el desarrollo exasperante de una ajena, hasta llevarla a límites insospechados en el modelo original: quien lea, por ejemplo, las prosas periodísticas de Ortiz, podrá distinguir en ellas, y con claridad, la prosa de un poeta; Saer, en cambio, confunde de tal modo los procedimientos de la poesía y de la narración que es definitivamente imposible suponer que sus poemas son los de un narrador, y sus narraciones las de un poeta.

La obra de Saer —y no sólo la convencionalmente poética, la que se publica bajo el título de El arte de narrar, sino una mucho más amplia que incluye, digamos, también, a Cicatrices, El limonero real, La mayor, Glosa— conforma en su conjunto una de las más importantes escritas en lengua castellana en el siglo que termina. Dicha importancia se asienta, entre otras cosas, en la preponderancia que tiene, para Saer, el aspecto musical del lenguaje, aspecto, dicho sea de paso, del que se desentendieron casi todas las experiencias vanguardistas españolas e hispanoamericanas en lo que va del siglo.

Pensemos, si no, como en un caso emblemático, en el Oliverio Girondo de En la masmédula, libro publicado en el año 1954 —aunque su versión corriente es de 1956— que contiene un solo signo de puntuación, el punto final del poema "A mí", a lo largo de más de novecientos versos. De esta manera, el célebre vanguardista argentino realizaba el programa diseñado treinta años atrás, si entendemos, con Adorno, que "en ninguno de sus elementos es el lenguaje tan musical como en los signos de puntuación".

En uno de sus Membretes, Girondo había escrito "Musicalmente, el clarinete es un instrumento muchísimo más rico que el diccionario", lo que en el marco de la vanguardia de los años veinte significaba tanto desconfiar del poder musical de las palabras como, a través de ese precepto, desautorizar otro, el verlainiano de "la musique avant toute chose", que Rubén Darío había traducido al español como "harmonía verbal". Contrariamente a la imagen que se tiene de ellos, y a la que ellos diseñaron de sí, los vanguardistas se vieron obligados a jugar un rol desprovisto de gloria en la historia de las literaturas en lengua castellana: el de devastar el edificio construido en la sólida piedra modernista. La labor era ingrata, al punto que el mismo Girondo, en otro de sus "Membretes" no pudo dejar de reconocer la tarea del fundador: "Hasta Darío no existía un idioma tan rudo y maloliente como el español".

Pero la proliferación de poetas de segunda o tercera categoría que no supieron escuchar el mensaje que les estaba dirigido en el prólogo a Prosas Profanas: "quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea", sobresaturó, entrado el siglo, el panorama. Que en 1925 se recitara en los bares de Buenos Aires la "Sonatina" de Rubén Darío, de 1893, puede hablar de la resistencia del gran público a las modificaciones que a los artistas resultaban urgentes; pero en esa persistencia debieron reconocer alguna virtud. Tal vez por eso la fórmula poética que ideó Borges en sus primeros manifiestos ultraístas para aniquilar a los cisnes que seguían paseándose por los estanques, y con la que se pretendía destruir todo el sistema poético de Darío, apenas si atacó sus excesos más notorios, dejando entre paréntesis la discusión acerca de la música modernista.

En el artículo de Adorno citado más arriba, leemos también que "tal vez la idiosincrasia contra los signos de puntuación que se produjo hace unos cincuenta años y que no pasará por alto ninguna persona atenta, no sea tanto una sublevación contra un elemento ornamental cuanto poso de la violencia con la cual tienden a separarse música y lenguaje".

Pero hay que decir que en la poesía en lengua castellana, y sobre todo en la poesía argentina, los hechos se presentaron de manera exactamente inversa a como los denunció Adorno: la revolución contra los signos de puntuación fue mucho más un gesto anti-ornamentalista (antimodernista, según se entendió equivocadamente al modernismo) que una discusión seria acerca de un tema —la relación entre música y lenguaje— que excedía en muchos casos la formación y los propósitos de los actores. La proliferación, en Girondo, en La masmédula, de aliteraciones, y la casi ausencia de cacofonías, esto es, la supremacía de los períodos armónicos frente a los inarmónicos —aunque la falta de signos de puntuación haga difícil pensar en algún tipo de período— pone en evidencia que la discusión acerca de la música modernista seguía, como casi cuarenta años atrás, puesta entre paréntesis. Otro ejemplo de lo mismo lo podemos encontrar en uno de los poemas más significativos de la década del `60, "Argentino hasta la muerte" de César Fernández Moreno: en el mismo, sobran las faltas de signos de puntuación. Sin embargo, cuando el autor en su disco {César Fernández Moreno por él mismo. César Fernández Moreno, César Fernández Moreno por él mismo, AMB Discográfica. [Sin fecha ni lugar de edición]}. lee o interpreta ese largo poema, repone todos los signos que había quitado en la obra impresa, con lo que demuestra lo insustancial de la quita. Esto es, que tanto Girondo como Fernández Moreno, casi contemporáneamente, estuvieran planteándose los mismos problemas y resolviéndolos parecidamente, no hace otra cosa que poner en evidencia la existencia del problema y las dificultades que presentaba resolverlo: porque no se trataba de un problema acerca de la música de las palabras, de los versos o de la poesía; y si se trataba de eso, era sólo lateralmente, para tratar un problema mayor: el que por primera vez la vanguardia, lo que en la década del `60 quería seguir siendo vanguardia respondiendo tanto al dictado de la hora como a los programas del `20, empezaba a entender que sólo era posible escribir una obra enteramente nueva no desechando los principios modernistas, sino incorporándolos. Si el gesto de la vanguardia había sido de corte radical con el pasado —y sobre todo con el modernismo— y el de los modernistas había consistido en un raro sincretismo que no rechazó ni las enseñanzas clásicas, ni las románticas, ni las simbolistas, para la tradición de la vanguardia aceptar postulados modernistas significaba entonces una traición doble a la que no muchos estuvieron dispuestos a someterse.

Saer, sin dudas, retoma entonces la tradición modernista en uno de sus aspectos centrales y definitivos: el musical. Pero la retoma, además, procesada por En el aura del sauce. Si Darío, para devolver musicalidad al verso y al poema trabajó sobre formas fijas —remozando algunas, rescatando otras, resignificando otras más—, Ortiz aprovechó toda la experiencia modernista agregándole la utilización de un instrumento para trabajar la musicalidad de versos y poemas: los signos de puntuación.

Cualquiera que haya leído con cierto detenimiento la obra de Saer, sabrá distinguir, de cualquiera otra, el peso de sus comas, que pauta la lectura aún más que el punto seguido, el punto aparte, el punto y coma, y los dos puntos. Se diría que en este esquema la coma, según Adorno "el más modesto de todos los signos, cuya movilidad es la que más se adapta a lo voluntad expresiva, pero que, precisamente por esa su proximidad al sujeto, desarrolla todas las astucias del objeto y se hace especialmente susceptible de pretensiones de que nadie la creería capaz", adquiere en Saer el lugar de una marca de estilo. Si pensáramos en un diagrama de Venn para relacionar el conjunto de sus textos en prosa y en verso, veríamos que quedarían afuera de la relación, de cada lado, apenas dos lunitas menguantes, la prosa informativa en uno, los cortes de verso en el otro. En los poemas de El arte de narrar, Saer cuenta con este recurso agregado para hacer sonar la lengua a su antojo. De allí su proyecto varias veces declarado de escribir una novela en verso, forma que le daría la posibilidad de desarrollar un sistema literario autónomo ejecutado con los recursos de toute la lire.

"Sus poemas están siempre hilvanados por un hilo conceptual que nunca cae en el prosaísmo. Por el contrario, su dominio del ritmo —de los ritmos— y de la concentración lírica hacen que muchos fragmentos de excelentes poemas largos y muchos poemas breves se graben como con buril en la memoria", escribió Hugo Padeletti a propósito de la publicación de El arte de narrar de 1988 que republica todo el anterior sumándole dos secciones: "Por escrito" (1960-1972) y "Noticias secretas" (1976-1982). Y acierta Padeletti al describir la base que nuclea a todos estos poemas: regidos por un hilo conceptual, resueltos musicalmente. Esta es la manera como Saer traduce a la lengua castellana las preocupaciones de Pavese a propósito de Trabajar cansa: "No debía quedarme en una razón musical en mis versos, sino ajustarme también a una lógica".

Preguntado acerca de quiénes eran los autores modernos que le habían provocado mayor impacto, contestó Saer: "Pavese, Kafka, Faulkner, Joyce, Pound...".

Si no está Darío en esta lista no es porque reniegue o sea ingenuo de esa tradición, sino porque lo piensa, entendemos, más como un poeta clásico que como uno moderno, según la definición que del primero da Barthes: aquel "cuya función es la de ordenar un protocolo antiguo, perfeccionar la simetría o la concisión de una relación, llevar o reducir el pensamiento al límite exacto de un metro".

Saer, en cambio, se muestra mucho más despreocupado en cuanto a los metros particulares, llevando la atención al poema total. Un ejemplo podemos encontrarlo en "Bottom's dream":

Algo me puso en esta noche profunda para que, continuamente, soñara

sombras que vienen y se van y las leyes que las rigen

y sacara, más tarde, de ese arte tenue, una canción

llamada, intencionadamente, el sueño de Bottom

porque ese sueño no tiene fin.

cinco versos irregulares, el primero de veintitrés sílabas, el segundo de dieciséis, el tercero de diecisiete, el cuarto de catorce, el último de diez; en semejante irregularidad suena, sin embargo, una música "clásica", y que en el poema se hable de una "canción" nos lleva a buscarla: el total de sílabas del poema suma ochenta, divididos en sus cinco versos, nos da redondos dieciséis para cada uno: un penteto 16silábico. Claro que no se trata de ordenar el poema según esta nueva forma —lo que sería imposible debido a los nuevos cortes de verso y nuevas acentuaciones— sino de ver cómo en la descomposición de ésta se está acompañando el asunto del poema: en este caso, un sueño o, como siempre, el recuerdo de un sueño, en verdad, el relato del recuerdo de un sueño: una forma irregular en la que nosotros creemos encontrar los ecos de otra, anterior y más precisa.

Entendemos entonces que las soluciones de Saer son formalmente distintas a las de Darío, pero que Darío, procesado por Ortiz, está en la base del pensamiento poético de Saer, quien de este modo vuelve a poner, casi un siglo después de Prosas profanas, a la lengua poética castellana en un punto de alta densidad que no había tenido desde entonces.

Referencias bibliográficas

Para las referencias específicas a Ortiz consultar, al final de la edición, la Bibliografía General.

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