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Prox.

Una muestra de poesía joven chilena:
  Javier Bello (1972)
          Ha publicado "La noche venenosa" (Ed. Letra Nueva, 1987); "La rosa del mundo" (Ed. Lom, 1996) y "Las Jaulas" (Ed. Visor, 1998). Reside en Santiago.

 


                  II

           La forma en que está vacía la noche
           la forma en que se desfonda su rostro cuando acude
           la oquedad a los rincones
           el modo en que los rostros de plata se desfondan si
           asisten a esa misma oquedad y en ella sólo temen
           (los rostros de los amigos se desfondan, los otros
           permanecen inmóviles, veloces pasajeros que
           detienen la nada)
           y el cuerpo que la visita sonando la ocarina,
           promulgando la débil vibración de la vida con su
           paso de danza
           es al mismo tiempo un cuchillo que abre el dorso de
           su mano y la deja sangrar
           es al mismo tiempo una garza que no bebe pero la
           deja sangrar hasta que se queda dormida el vino de
           la fosforación
           el vino del que somos olvidados
            mientras los rostros beben y beben de la herida
           escuchamos el canto de las mujeres negras
           el canto de las viejas mujeres con hocico de cerdo
           que nos llaman al sueño y nos devoran
           y entonces, entonces descubrimos que esas
           grandes señales son producto de la radiación.

           La forma en que se encuentra la noche
           la forma en que la abandona la persona y el perro,
           animal de la persona
           y el hombre que es mordido por los canes en los
           grandes rosales prohibidos.
           Brilla, brilla la imagen destrozada donde descansan
           los yesos
           la forma en que se queda la noche, vacía en la
           percusión de lo ajeno.
           No importa lo que tú ves al fondo, sólo interesan los
           rostros confinados en el rincón
           (recuerda, la noche está vacía)
           allí tú mueves la mano y alguien te contesta si es
           que los fantasmas conocen el vestigio de la luz y en
           la llama se han puesto los vestidos y aparecen, con
           harina o fermento de maíz en las manos, con restos
           de azufre en los pies.
           No importa lo que tú ves al fondo sino que la noche
           se vacía en las esquinas devoradas
           cuando se habla de la verdad en los cuartos y los
           niños y los conejos se conocen
           ellos reciben pájaros en el corazón y ramas de
           ciruelo, ellos reciben pájaros y cestos con
           membrillos para perfumar las alacenas
           hasta que todo es para ellos producto de la
           radiación.

           Yo no sé lo que ocurre pero quiero decir lo que veo
           estamos ahora en un lugar donde los invitados
           encuentran su propio error y no huyen y eligen un
           enigma y no un arma
           y disparan entonces y la alcoba se llena de
           pistoletazos perdidos
           y la noche, después de la visión del vacío, es igual
           al terror de los gritos que perforan el tiempo y dejan
           escapar todo el viento de las grandes montañas
           y el mundo es del color de un agujero parecido a la
           noche
           y la noche se vacía allí donde los peregrinos dejan
           de mirar los revólveres.

           Yo no sé lo que ocurre pero cada
           mueble de la habitación se parece a la
           muerte
           la muerte se parece a la silla y la
           mesa a la muerte y la vitrina y la silla
           se parecen entre sí y hasta el patio
           acude solitario a su color predilecto
           que es el lento color de la muerte, ese
           color donde todo está sentado, ese
           color sentado a donde llaman los
           jueces
           y entonces entro y descubro que hablo
           de mi casa y mi casa se parece a la
           muerte
           y todo allí es producto de la radiación.

           Las cosas no deberían existir si lo
           pensamos
           alguien que escribe no tendría por qué
           existir si lo pensamos
           ni ese cuarto en que escribe ni el silbo
           con que conversa ni las cosas que
           dicen sus palabras tampoco tendrían
           que existir si lo pensamos
           pero he aquí que éstas viven y que
           éste vive y que éstas ya no huyen
           no huyen de la vida a la muerte
           no huyen de la vida a la muerte como
           las personas que sienten zumbar en
           su oído la hélice de la piedad y miran
           y no ven más que el hueco que dejan
           sus cuerpos al salir de las mantas.
           Las cosas no deberían existir
           pero están puestas donde las vemos
           para espantar el fulgor del vacío
           porque alguien escribe en una
           habitación y sus palabras son
           caballos, son heridas, son caballos
           que lloran y se parecen a Cristo

           y ese rostro es el rostro desfondado
           donde aúllan los signos
           y ese rostro es producto de la
           radiación.

                                a la memoria de Ángel
                                Escobar



     LA JAULA DE LAS HOJAS DE TÉ

     En esto me pasé todo el verano, viendo llover sus rostros con olor
     a humedad.
     De vez en cuando todavía me sumerjo en sus ojos.
     Los huesos son minerales, puedo ver.
     Esto es lo que esperaba.
     No la carta de la mentira,
     no las patas del león,
     no los agujeros sin calma,
     sino estos enseres que nacen de sus rodillas,
     huecos y plumas, un pájaro dado vuelta al revés
     que sirve para adivinar y cantar alabanzas,
     los animales delgados del jardín, los tallos finos
     de la premonición.

     Esto es lo que veo y lo que puedo decir,
     entro en una cabeza y provengo de todas.
     Sus miradas no me ven, yo los veo por dentro.
     Esta es mi jaula, soy el buceador de personas
     y no puedo evitar tener piedad de toda esta selva de sangre,
     de todas las redes de pesca que atrapan mariposas de lluvia.

     Es la hora del té, y sé que ese sol es el hambre.
     Intento ver las cosas y dibujarlas en mí,
     estoy adentro de todos estos muebles callados,
     de todas estas armaduras que tienen un nombre
     y palpitan para decir que son nada.

     Mientras sujeto el hilo que alimenta la mitad del cerebro
     y el aerolito solo de la culpa, inútilmente unidos
     la vena seria de voz ronca cecea y balancea
     la otra mitad del cerebro que se ahoga,
     la otra mitad que se hunde y no conozco
     y no quiero tener.

     Cuando hay naufragio adivinar la forma del cuerpo es difícil,
     sostenerla en la mano peor.
     Mejor aceptar la desnudez que este hilo que se adultera tantas
     veces como le es posible, articular una fuerza distinta a la de la
     materia sobre la misma materia
     y verla aparecer con constancia,
     hacer pesar la luz, pero no derramarla.

     El límite es el uso callado de esa filtración en el aire,
     una grieta en las listas de desaparecidos,
     una última pequeña quebrazón en las tinieblas.

     No hay que llorar por estas personas fijas ni por aquellas que
     encarnan,
     no conocen la lluvia, dicen, pero yo sé que mienten
     y arañan una mano que hay detrás del sol.

     Ya no sirve hacer ruidos en esta oscuridad
     si la tierra es negra en todas partes
     y alimenta con muerte a los muertos
     y a los vivos con la tierra de una sola flor.

     Es la hora del té, éste es un discurso para que yo hable a la hora
     del té.
     Pido permiso para pasar y sentarme en sus huesos
     y pulsar lentamente la espiral hasta que vibren sus miedos
     y huyan las palomas de lo concreto para no competir
     con la abstracción redonda de los mamíferos muertos
     que se incendian a orillas de la beatitud.

     Conozco el peso de todo lo que hay como de aquello que aquí no
     se encuentra,
     presencia y ausencia dibujan por igual la elipse de mis dominios,
     toda su intrépida aritmética,
     y no celebraré el atardecer con otro alimento que no sea la
     tristeza.

     Es difícil hablar cuando ellos caminan hacia ninguna parte,
     la loza quebrada es más sonora que el mar
     si confundo los elementos con tanta perfección
     en cada oficina de la lluvia.

     Yo hablo en la oscuridad como aquél que fue esclavo,
     mis dominios son tristes, el viento entra a silbar a las salas,
     en las manos ellos se reparten monedas
     que sólo mi alma puede devorar.

     Esta vez me sumerjo como un ídolo grave
     allí donde las piedras se despojan del vuelo
     y animadas por la pura costumbre de su imán
     dejan caer los pájaros al plato.

     Hay que escuchar más hondo, hay que escuchar,
     estos ruidos se van quebrando de a poco.
     Si agito el hilo y se quema con la velocidad que crece la mentira
     del ojo cae una luz que me espera,
     pues yo soy sólo un vaho brillante que se acerca a nombrarme,
     un puñado de polvo que sostiene la seda con que se prueban las
     decapitaciones.

     Es la hora del té y los comensales se aduermen acodados al
     borde de la mesa.
     Pido permiso para pasar.

Una muestra de poesía
joven chilena

               X Yanko González Cangas




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