La luna sabe con qué bueyes ara
En la luna que recorre a veces la porción de cielo
que le toca por registro de catastro al Boulevard XX
nadie puso la planta de su pie. Ceniza es el círculo
que juega a la imperfección y trae sobre el cangrejal
novedades sobre la ventolina variable de los días.
Pero hoy, sábado de 1997, ella es la luz prestada
que ilumina al poeta Andrés Ventura Gamero
que viene de ser acuchillado en la cantina del club,
ante el silencio más cerrado de los comensales,
luego del sacrificio y lastre máximo de un cordero,
en su recitado de la muerte del gaucho Santa Cruz.
No es ciego como se dice que es; en todo caso,
tiene una hernia en un ojo y cataratas en el otro,
pero el hábito de la memoria, a pesar del vino,
le permite revisar el orden último de su casa
antes de la partida y antes del ladrido del perro
que vendrá a recibirlo en unas cuadras: ya sabe
dónde dejará el pantalón, la camisa, el pañuelo,
los zapatos y el trofeo unánime que acaba de ganar.
Tantea con la caña la presencia esquiva de la tierra.
Y arriba el bulto de luz y abajo las esquirlas de sal
lo cuidan de que no termine esta histórica jornada
como un borracho más en alguno de los zanjones.
Lo que dejó de ser con la resolución
del Servicio Nacional de Sanidad Animal (SENASA)
del 4 de abril de 1997 concerniente a la prohibición
de realizar el pelado de camarones
en domicilios particulares
Sobre la mesa de la cocina de la casa frente a la Usina:
una fuente grande con cientos de camarones, un bol
naranja donde va cayendo la carne limpia, un plato
playo donde van cayendo la caparazón y las antenas,
un plato sopero de loza blanca con agua casi blanca
donde el pelador se lava los dedos para recibir
el mate que le ofrece su mujer. Dejó el cajón el camión
a eso de las nueve, y volverá el perro a sentir el motor
a eso de las cinco de la tarde. Pero acá creen
que van a tener lista toda la pila para las dos,
así se come, tranquilamente y con la radio,
una hervida de verduras. Nada demasiado suculento,
ya que el estómago lleva cuenta de la irregular
picada durante la labor. Y después la siesta
para Pedro Quinter, quien verá al despertarse
desde el patio, entre llantas usadas, latas, redes,
maderas, alambres, lavarropas y pedazos
de la carrocería de algún auto, cuando levante
la vista de los picos afanosos de las gallinas
que se abalanzan sobre el cereal que deja caer
como un dios de la abundancia al abrir su mano,
a Norma Barassi que vuelve de la cocina
del Comedor de Jubilados del Barrio Saladero.
Caballos en la vía pública
Una reglamentación referida a los horarios
en los que es lícito que un decimonónico caballo
haga resonar sus herrajes en la vía pública, eso
es el poder. Por eso apenas la yunta cansada del sol
sobre la loma asoma arriban los carros al galpón
trayendo en sus cajas botellas, cartones y metales
recolectados a lo largo de una noche cualquiera;
aquellos capaces de distinguir la rentabilidad
en lo que el resto de los vecinos considera inútil
sentados van sobre un tablón con las riendas
en la mano, y por las calles de la ciudad deambulan
de acuerdo a un tranco que no sabe de la urgencia
del camión meridiano de la empresa de limpieza
al que, democrático, todo todo le da igual.
Los animales conocen su recorrido de memoria:
salvo en una jornada en la que se ha reunido
más de lo habitual y gravoso es el peso de la carga,
no hace falta recordarles la existencia del alma.
El Rey Momo en Tiro Federal
Canciones centroamericanas o, según la televisión,
"latinas", y también el aporte local de grupos
denominados "de bailanta" llegan a través del aire,
junto a la voz del altoparlante que anuncia el paso
de las carrozas con un volumen que no acuerda
con la extensión del público que camina a metros
de la caja del acoplado que funciona de escenario.
Pasan la Ballena de la Ría, el Triunfo de los Monos,
La Odalisca Lunática, la Bodega de la Villa,
Tiro Campeón del Universo, Zoológico y Después.
Las nenas con unas polleritas de raso bailan
al lado de un colectivo de línea. Cerquita, unos tipos
vacían por el pico el contenido de unas botellas.
La teoría de la fiesta aquí se queda corta, delata
haber sido pergeñada en cualquier lugar menos
en este. Ni mundo al revés, ni explosión anual
de un "pueblo" o como se llame, ni "pueblo" ni
nada. Y es difícil evaluar el esfuerzo de imponer
esta forma de diversión en una tierra poco optimista.
Las telas brillan mate, el descontrol se parece
al de un sábado cualquiera a la salida del club.
Doscientos o trescientos tipos cuanto mucho,
bajo el neón, en dos cuadras de calle cortadas,
hierven por horas un guiso sin nombre.
El animador anuncia al fin la sorpresa de la noche.
Y ahí viene el Rey Momo, cartapesta, engrudo
y papel maché, con el ceño fruncido intentando
reir aunque, sin duda, el desconcierto lo puede.