En el Puente Negro
Hay que estar de buen ánimo para suponer
que existe, a ambos lados de este puente,
una ciudad. Se dan, si se quiere, dos atenuantes:
ni la luz lunar ni la municipal cumplen,
esta noche, un papel siquiera decoroso.
Abajo, un monarca sale de su palacio
y en mitad de una senda de antorchas
reúne ante sí con gesto soberano
a seis o siete pointers que se reclinan
con ansiedad a esperar, al parecer,
la llegada de los caballos y los cortesanos
e iniciar así la cacería deportiva.
Pero de pronto por la avenida un patrullero
se mete en la escena para encandilar,
con su sirena y sus faros, otra cosa:
un vagón a medias incendiado, el reseco
pastizal en llamas, el hijo de remilputa
de siempre con sus perros de mierda.